Sí, este largometraje dirigido por el argentino Diego Lerman es una de esas películas que, finalmente, ingresa a esa tradición de cintas sobre el colegio, sobre profesores. Sin embargo, aquí la imagen, la música, el movimiento de cámara, el ritmo, entre otros aspectos, hacen de esta historia una propuesta recomendable. Tampoco es que sea muy destacable, puesto que uno percibe cierta acumulación de hechos de mala suerte en el protagonista, así como escenas, con sus elementos, que aseguran lo que vendrá después, obviando la sugerencia.
No sé si presté la atención debida a la cinta, ya que la sinopsis de «El suplente» (2022) describe que Lucio, el docente protagonista, deja una prestigiosa universidad de Buenos Aires para optar por un cambio de giro a su profesión y, a la vez, a su vida personal. De hecho, Lucio pierde una cátedra y tendrá que tomar el puesto de profesor suplente dentro de un colegio secundario en el barrio en el que se formó. Es ahí cuando la vida se cruzará ante él.
Clásico ver a los estudiantes apáticos ante el profesor nuevo. Clásico el que el profesor se vea envuelto dentro de los problemas familiares de sus estudiantes por el entorno violento en el que estos se desenvuelven. Clásica la imagen de los docentes que están a favor o en contra ante el problema clímax de la historia: unos quieren formar parte para solucionarlo y, otros, continuar con sus clases como si nada ocurriese. Clásico que el profesor desee salvar al alumno problemático, debido a que ve la inocencia y la esperanza de cambio que hay que brindar. Sí, de todo esto y más, encontraremos. Pero, como mencioné líneas arriba, es el cómo -mediante la imagen- lo que se destaca (o busco destacar). Dejaremos, por lo tanto, la trama, que, por otra parte, solo cambia de ambiente, si la comparamos con otras cintas de este tipo.
El primer plano que nos ofrecen, dentro de su encuadre, nos muestra a Lucio, quien despierta para la presentación de un libro. La temperatura de color, fría, más las líneas constantes, ya sean paralelas o cruzadas, que aparecerán a lo largo de la película, contextualizan a un hombre angustiado, cada vez con menos puertas que se le abren. Así mismo, la dirección de arte describe a un adulto que busca poner orden a su vida, de ahí el constante desorden de su departamento, instalando estantes para sus desordenados libros. Los movimientos de cámara, por otra parte, junto con los travellings, enfatizan el aspecto emocional de los personajes, mientras la música hace su trabajo psicológico.
Otro punto a subrayar es la pregunta con la que inicia la cinta. Es el propio Lucio quien, en la presentación del libro de una colega suya, se cuestiona si, en el mundo de hoy, ¿aún es válido el uso del lenguaje poético para dar a conocer lo que sentimos? Como profesor de literatura, hallará la respuesta después de haber conectado con las emociones de sus estudiantes. ¿Clásico, también, esto último? Sí, pero lo que lo hace interesante es saber que se llega a esa emoción a partir de un mundo lejano de la academia, de los libros, de los escritores y de las librerías. Lo estéticamente bello no está dentro de las páginas de un poemario, sino en el día a día de unos jóvenes que buscan sobrevivir a como dé lugar. ¿Para qué sirve la literatura?, pregunta el profesor. Un alumno, quien es el vaso comunicante en toda esta cinta, responde: no sirve para nada. Lucio, quien salió del encuadre sin mostrarse y duchándose en un desenfoque, ahora, luego de todas las vicisitudes compartidas (porque “nadie se salva solo”, como decía su padre), en un plano cerrado, en foco, nos comparte una sonrisa, afirmando que sí, que la literatura, sí sirvió. Al menos, para que unos estudiantes expresen un sentimiento, por más pequeño que sea este o, aun, para improvisar unos versos en hip hop, otorgándole identidad a este género y, con este, a todos los jóvenes que lo practican. Se agradece este gesto al director Diego Lerman.
Dato: no es gratuito que el reconocido narrador y crítico Martín Kohan aparezca como cameo, puesto que, al parecer, piensa y siente lo mismo.
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