El título de esta serie es el nombre de una cadena de hoteles de 5 estrellas, muy exclusivo, ubicado, en la primera temporada, en Hawái, mientras que en la segunda, en Taormina, Sicilia, en el sur de Italia. La serie presenta –de un lado– a familias, parejas y personas de altos o muy altos ingresos económicos en sus momentos de descanso y relax, y –de otro– a los servidores, es decir, a los trabajadores del establecimiento y a otros personajes de menores ingresos que pululan por los alrededores.
La idea de su director Mike White es utilizar este aparentemente placentero y relativamente cerrado espacio de recreo para observar las tensiones sociales y de género que se producen al interior de las clases mesocráticas y en la interacción de estas con trabajadores y personajes socialmente marginales. Para ello recurre al esquema de una comedia dramática, en la que el descanso vacacional es poblado por situaciones incómodas a todo nivel que escalan hasta el crimen, con toques de sátira y humor negro sobre el clasismo, machismo y racismo de los personajes. Los cuales consisten en descalces y cruces entre, de un lado, corrección versus incorrección política y, de otro lado, lo que dicen y creen los personajes versus lo que realmente sienten y hacen.
Los estudios de historia económica con fuerte base estadística de Thomas Piketty sobre la desigualdad y el mayor valor de la riqueza heredada sobre la producida, han colocado el tema de los millonarios rentistas en la agenda pública. De allí que un primer “jale” de la serie quizás sea el interés del público por la vida de algunos famosos engreídos “hijos de papá” como Elon Musk, por ejemplo; los que podrían ser representados en “The White Lotus” por Shane Patton (Jake Lacy) el adinerado agente inmobiliario recién casado de la primera temporada o el cínico y lascivo Cameron Sullivan (Theo James), el que podría ser su sucedáneo en la segunda temporada.
Pero el punto fuerte son las interacciones entre los huéspedes de una clase social alta, despreocupada y autocomplaciente, que son más o menos acosados por personajes de menores estratos sociales (invitados e incluso recién llegados a la prosperidad), trabajadores locales y otros más bien marginales; los que buscan beneficios a costa de (o en asociación con) ellos. Y este es el nexo de la serie con la famosa cinta surcoreana “Parásitos”, dirigida por Bong Joon-ho, que describe estas interacciones basadas en la desigualdad, pero que en esta serie se las extiende también a los temas de raza y género.
Temporada hawaiana
En la primera temporada, la familia Mossbacher Ilustra perfectamente estos puntos. El padre, Mark (Steve Zahn) sufre de una masculinidad frágil, expresada tanto físicamente (por una enfermedad genital ficticia) como sicológica (inseguridades varias). La esposa, Nicole (Connie Britton), es una exitosa gerenta financiera de un motor de búsqueda, muy segura de sí, que enfrenta la rebelión de su hija adolescente Olivia (Sydney Sweeney) y experimenta el gradual desapego hacia su marido.
Olivia, a su vez, ha llevado a su amiga Paula (Brittany O’Grady), y ambas están del lado de los “parásitos” hawaianos (marrones), ya que incluso leen a autores como Frantz Fanon, por ejemplo. Pero, a pesar de compartir una ideología anti colonial, se produce un conflicto entre ellas, causado por la relación de Paula con Kai (Kekoa Scott Kekumano) un bailarín local, también marrón (como ella). Paula se siente sofocada por Olivia, en la que percibe un sentimiento posesivo, lo que interpreta como una subordinación de los marrones a la chica blanca debido a la diferencia de estatus social.
Como reacción a todo ello, Paula convence a Kai para que ejecute una especie de venganza contra Olivia y su familia (implicando además un acto transgresor, aunque finalmente de efecto limitado), provocándole un daño cuando lo que quería era beneficiarlo. Por otra parte, cuando Mark intenta evitar torpemente un robo, la esposa y los hijos hacen causa común con el pater familias: su esposa se reconcilia con él y la familia le refuerza la masculinidad por algo que –en el fondo– no fue propiamente una actitud viril del personaje.
En toda esta historia se observan los descalces entre clase y raza, y el cruce entre lo anterior y el tema de género. En Paula pesa más la relación de subordinación (de clase) a Olivia que sus propios sentimientos hacia Kai (solidaridad de raza), que la llevan involuntariamente a su debacle. La relación de clase le permite, sin embargo, salir indemne del embrollo que generó y, de esta forma, el resultado es la restauración –en la práctica– de la primacía clasista por sobre sus ideas igualitarias –en la teoría–.
Y es que entre Paula y Kai también se establece, adicionalmente, una relación del tipo amo y esclavo; relación básica que se da por default, en mayor o menor grado, entre los adinerados huéspedes y los integrantes del servicio del hotel, dirigidos por su gerente Armond (Murray Bartlett). Esta relación presidirá el conflicto, por razones totalmente fútiles, entre Armond y el recién casado Shane Patton, el engreído agente inmobiliario. Este será un enfrentamiento soterrado y creciente donde se evidenciará el tráfico de influencias (y “favores”, incluyendo los sexuales) tanto a nivel de Patton como entre los propios trabajadores del hotel con Armond.
Mientras que esa misma relación de amo y esclavo se repetirá entre Shane y su esposa Rachel (Alexandra Daddario), quien viene de una familia de clase media, a quien le impone un rol subordinado en casa, pese a que ella quisiera continuar su trabajo como periodista. Por diversas circunstancias, Rachel no encontrará apoyo para su objetivo, sino que –por el contrario– sus interacciones con los otros huéspedes (y su misma suegra) la irán minando emocionalmente. Y, nuevamente, en la práctica se impondrá el criterio de clase sobre la ideología del personaje, anulando su capacidad de agencia.
Finalmente, el sorprendente desenlace de esta historia (y de la primera temporada) impondrá el poder clasista de los ricos por encima de la justicia (o sea, derrota de los “parásitos” y el fracaso de los marrones), restituirá los roles de género tradicionales y reforzará el sistema patriarcal en las familias. De igual forma, la corrección política en la teoría (autonomía de la mujer, igualdad ante la ley) será sustituida por la incorrección política en la práctica (mantención de roles tradicionales en la pareja, racismo). Y los sentimientos de los personajes subordinados serán –literalmente– silenciados y aplastados por estas estructuras de poder.
Pero no todas estas historias tendrán un triste final. Nos falta el caso de Tanya McQuoid (Jennifer Coolidge), una millonaria mujer solitaria, madura y obesa, que vacaciona para lanzar las cenizas de su madre recientemente fallecida al mar. Ella está traumatizada por su pasado y recibe fuerte apoyo psicológico de Belinda Lindsey (Natasha Rothwell) la jefe afroamericana del spa del hotel, a quien le ofrece cofinanciar un negocio similar, lo que luego traiciona, pese a que con ese apoyo emocional de Tanya logró encontrar pareja: Greg Hunt (Jon Gries). Esta es una variante suavizada de la relación ama y esclava, con final aparentemente feliz para el personaje rico pero frustrante para la “parásita”.
Historia menor, en comparación con las anteriores, pero cuya protagonista –Tanya– y su nueva pareja –Greg, ya como esposo– serán los únicos personajes que continuarán en la segunda temporada y en la que ella tendrá un papel importante.
Temporada siciliana
Aunque cambie la locación turística y los detalles argumentales, en esta segunda temporada se repiten los grandes asuntos que hemos detallado anteriormente: el conflicto entre millonarios y “parásitos”, la mantención de los roles de género tradicionales y del patriarcado, el tráfico de influencias (pago o intercambio de “favores”), el delito, los celos, entre otros.
De hecho, una de las tres historias centrales es la de Tanya con su marido, el cual parte sorpresivamente del hotel y deja a su esposa en compañía de un grupo de gays veteranos, medio carnavalescos, generándole una paranoia que concluye de la peor forma posible, lo que dejará como consecuencia –en el cierre de la temporada– la imposición patriarcal.
En esta historia tenemos dos tipos de “parásitos”: 1) Portia (Haley Lu Richardson), la joven asistenta de Tanya, que va en calidad de invitada, y 2) Quentin (Tom Hollander), un gay inglés maduro, acompañado por tres gays coetáneos y su sobrino Jack (Leo Woodall). Es decir, como en la temporada anterior, una joven “parásita invitada” de clase media y un grupo de “parásitos” externos, en este caso, simpáticos y culturosos, con aires de alta alcurnia, pero –aparentemente– venidos a menos (a los que, en jerga marxista, los encasillaríamos en la lumpen burguesía). Aquí se añade un componente sobre el que volveremos más adelante: el decadentismo.
Una segunda (y más compleja) historia es la de dos matrimonios jóvenes que viajan juntos. Uno, compuesto por el ya mencionado Cameron Sullivan y su esposa Daphne (Meghann Fahy) y la otra por Ethan Spiller (Will Sharper) y Harper (Aubrey Plaza) su cónyuge. Los Sullivan son una pareja extrovertida, son ricos y aparentemente tienen una relación “abierta” (aunque nunca se llega a enunciar siquiera esta condición); mientras que los Spiller, por el contrario, tienen una moral de clase media (fidelidad y confianza mutuas) y recién han accedido a su nuevo estatus, gracias al talento de Ethan en el ámbito tecnológico. Esta historia consiste en la gradual absorción de los Spiller a los hábitos del nuevo estatus a cargo de los Sullivan. Aquí se cruzarán el deseo contra los valores tradicionales y los celos como mecanismo para restaurar la autoridad patriarcal, teniendo la infidelidad un papel clave para estos cruces y absorción final.
La tercera historia es protagonizada por los Di Grasso: el abuelo octogenario Bert (F. Murray Abraham), su hijo Dominic (Michael Imperioli), productor de Hollywood y el joven nieto Albie (Adam DiMarco), quienes visitan Sicilia en busca de sus raíces italianas y posibles familiares que aún estuvieran vivos. Este es el pretexto para mostrar –y simplifico mucho– el machismo de los tres personajes (y adicción al sexo en al menos uno); no obstante, sus sesgos generacionales (y sus respectivas historias) los hacen más complejos y las relaciones entre ellos se vuelven más interesantes y tensas conforme avanza la acción.
En esa línea, los Di Grasso entablan relaciones en distintos momentos con Lucia Greco (Simona Tabasco), una trabajadora sexual local, con lo que entramos al campo de las interacciones con los “parásitos” italianos. Aquí se verificará el contraste entre dos de los personajes (Dominic y su hijo Albie): uno cederá a sus deseos y el otro a sus deseos y a su ideología (paternalista); generándose un descalce entre corrección e incorrección política. Como resultado, y a diferencia de la temporada anterior con sus equivalentes, Lucia lograría sus objetivos a costa de estos turistas millonarios.
Además, ella y su amiga Mia (Beatrice Grannò) también contribuirán a los conflictos entre los Sullivan y los Spiller. Y ya en la esfera solo de los “parásitos”, Mia obtendría ventajas mediante la seducción con Valentina (Sabrina Impacciatore), la hasta entonces recta administradora del hotel; la cual –estimulada por su despertar lésbico– a su vez sucumbiría a otras presiones de sus subordinados; incluyendo (como en el caso hawaiano) pago de favores sexuales.
Encuentros y desencuentros
Y con esto volvemos a Portia, la asistenta de Tanya, personaje secundario aunque interesante. Al igual que Paula, la invitada de los Mossbacher en la primera temporada, Portia está en una posición subordinada a Tanya, su jefa millonaria; pero al mismo tiempo, está expuesta a la atracción masculina, ya sea del joven Albie Di Grasso como de Jack, el sobrino de Quentin e incluso el de algún otro galán local. (No en vano Portia es el nombre de un personaje shakesperiano en “El mercader de Venecia”, que será disputada entre tres pretendientes).
Ella duda entre el pretendiente más respetuoso de su condición de mujer pero, al mismo tiempo, se decanta hacia candidatos transgresores, no solo machistas sino potencialmente peligrosos (por cierto, como también ocurre con su ama Tanya). Así, Portia oscila entre, de un lado, la corrección política (que ella parece compartir) y la seguridad que le ofrece uno de los pretendientes y, de otro lado, el deseo por hombres dominantes y marginales.
Algo parecido ocurre con Harper Spiller, quien trata de serle fiel a su marido pero al mismo tiempo se siente atraída por Cameron Sullivan, a quien detesta; todo esto en el marco del complicado proceso de “absorción” de los Spiller mencionado más arriba. Nuevamente, el descalce entre lo que los personajes piensan y lo que realmente desean.
Estos nexos entre personajes y asuntos son otro punto interesante de la serie ya que, por encima de la diversidad de historias y locaciones geográficas, el director White pareciera buscar patrones sociales y emocionales, así como de cierta evolución o continuidad al interior de estos. Portia y Paula, por ejemplo, se inclinan por la transgresión, pero están limitadas (y finalmente protegidas) por su subordinación a los personajes ricos. La joven Olivia Mossbacher y Ethan Spiller están dominados por los celos, pero reprimen sus deseos; a diferencia de Armond que más bien cae en el desenfreno total, con resultados catastróficos, y Valentina (su equivalente siciliana), que supera sus inhibiciones pero consigue algún grado de autorrealización.
Estos últimos –en tanto administradores de los hoteles– encabezan a los “parásitos” en ambas temporadas, pero están sometidos a las presiones y autoridad de sus poderosos huéspedes, quienes les imponen determinadas exigencias (a Armond) y hasta personas (a Valentina) que ellos consideran por debajo de su estatus profesional. Aunque finalmente ceden, ambos resisten y buscan sobrevivir concediendo favores a sus subordinados y sucumbiendo ya sea a sus deseos (Valentina) o a sus errores y adicciones (Armond con el alcohol; lo que también se presenta con el sexo en uno de los Di Grasso).
De otro lado, los Patton –la pareja recién casada en Hawái– podría tranquilamente haber evolucionado hasta convertirse en los Sullivan, la también joven (pero más recorrida) pareja “liberal” de la segunda temporada. Rachel Patton tuvo que tragarse muchos sapos para aceptar dejar su profesión, mientras que Daphne Sullivan (otra joven esposa “ama de casa” o, más bien, “de adorno”) también sintió la pegada cuando tuvo que alinear a Ethan Spiller con la supuesta “liberalidad” de pareja implícita en su relación de pareja. Y Rachel y Daphne, a su vez, pueden tranquilamente considerarse como las antecesoras de Tanya McQuoid, la mujer mayor, también sin profesión, adinerada y relativamente manipulable (¿traicionable?) por su reciente esposo.
De esta forma, la historia de Tanya, en la primera temporada, en que parece estar un poco de relleno, se justifica no solo por su desarrollo dramático (en la segunda temporada) sino también –en tanto antecedente– por esta continuidad en ese patrón de género tradicional, el de la esposa profesionalmente nula y “de adorno”.
Paisajes movidos
El entorno aparentemente turístico también cumple una función dramática. De hecho, la segunda temporada supera a la primera (aunque también “ilumina” aspectos de esta) no solo por una ligeramente mayor cantidad y complejidad de sus historias, sino también por el mayor peso del paisaje urbano, rural y social siciliano.
Ambas temporadas comparten el espacio playero (Océano Pacífico y Mar Jónico, respectivamente), siendo lo más relevante el uso de las tomas del mar y las olas como transiciones entre secuencias y al interior de escenas. Varias de ellas son planos que se inician como tomas submarinas en las que la cámara asciende a la superficie y allí se mantiene, creando una cierta sensación de inestabilidad y zozobra, en apoyo a las situaciones de sobrevivencia emocional (y/o profesional) de algunos personajes; y que refuerzan el enfoque del director sobre la situación de este grupo social en estos espacios de aparente relax.
Pero el paisaje también puede ser social, aunque en la temporada hawaiana se limita a unos personajes locales muy marginales, principalmente Kai, pero también –al inicio– Lani (Jolene Purdy), una trabajadora local que oculta estar próxima a dar a luz para tratar de mantener su trabajo, temporal, e indicio de la precariedad laboral en el campo de los “parásitos”; a lo que se suman unas pocas conversaciones de Olivia y su amiga sobre los nativos isleños, y unas danzas más bien turísticas sin mayor peso.
En cambio, en Sicilia tenemos el despliegue del paisaje rural de gran belleza, así como espectaculares castillos profusamente adornados de obras de arte, pictóricas y escultóricas, e incluso el propio hotel participa de esa decoración cargada de sentidos diversos, pero funcionales a la acción. Así, las cerámicas con rostros que adornan las habitaciones y pasillos a veces aparecen como “comentario visual” y, otras, como mudos testigos de lo que allí ocurre; e incluso alguna termina hecha añicos a causa de la acción externa de determinados personajes.
De otro lado, la lujosa ambientación palaciega (y un yate ídem) acoge al grupo de gays encabezados por Quentin, quienes aparentemente buscan el patrocinio de Tanya para el mantenimiento de tales monumentos arquitectónicos; brindándole servicios sexuales en fiestas orgiásticas, regadas de alcohol y drogas, dándole un tono decadente a esta historia.
Sin embargo, el despliegue artístico va asumiendo gradualmente otras connotaciones, que incluyen vagas referencias a las bacanales, intrigas y crímenes que uno asocia con los Borgia, en la época del Renacimiento. Con lo que las relaciones de Tanya con sus pintorescos anfitriones van adquiriendo un cariz distinto, al igual que las de Portia con Jack durante sus paseos por Palermo y finalmente Catania.
Lo que se complementaría con las alusiones a la mafia, como la visita turística de los Di Grasso a las locaciones donde se filmó parte de “El Padrino”, el filme de emblemático de Francis Ford Coppola (la escena donde, literalmente, un matrimonio acaba luego de que la novia “estalla” luego de la boda). Al mismo tiempo, el paisaje relativamente desolado donde ocurre el encuentro –o más bien desencuentro– de los Di Grasso con sus homónimos y presuntos familiares sicilianos refuerza la sensación de agresividad y de vaga extrañeza del episodio.
Todo esto abona a una sensación de tensión, también en términos de género, en la cita visual de la famosa película “La aventura” de Michelangelo Antonioni, donde Harper (Aubrey Plaza) es filmada exactamente en el mismo lugar, y casi plano por plano, como el personaje de Claudia (interpretada por Monica Vitti) en la referida cinta clásica (actriz que también es mencionada con cierto frenesí por Tanya en momentos felices con Greg) y que se puede visualizar gugleando.
Lo cierto es que, en esta escena, Harper (como el personaje de Vitti) es acosada visualmente por hombres. Lo mismo ocurre con Portia, inicialmente halagada por el asedio latino pero que luego termina atemorizada por la evolución del comportamiento de Jack. Para no hablar de la vigilancia de Lucia por parte, aparentemente, de su proxeneta. De esta forma, el paisaje social siciliano se torna amenazante hacia los visitantes, masculinos o femeninos: los Di Grasso, Tanya, Harper y finalmente Portia; e incluso hacia los locales involucrados (Lucia).
En suma, todos los visitantes, en las dos temporadas, pasan momentos de tensión, descubrimientos poco agradables y desenlaces no del todo satisfactorios, cuando no trágicos; pese a los momentos de solaz, fiestas y paseos, que también los hay. En todo caso, sus afectos y proyectos de vida se ven encorsetados por rígidos mandatos de clase (y estatus) y de género (patriarcales).
Incluso los personajes que resultan “triunfadores” (varones casados, principalmente, pero también las amigas sicilianas Lucia y Mia) sufren –en mayor o menor medida– por tener que traicionarse a sí mismos y a sus sentimientos más profundos. Varios de ellos terminan confundidos y tratando de entender(se) lo ocurrido (Shane Patton, los Spiller, Portia, Valentina), otros ya llegaban así a la serie y salen igual. Solo hay un personaje que logra romper estos mandatos y lograr un cierto rango de libertad de decisión: Quinn Mossbacher (Fred Hechinger), el hijo adolescente, con pocas destrezas sociales y algo nerd, de Nicole y Mark Mossbacher.
Libertad y ambigüedad
Quinn no solo descubre su interés por la naturaleza y el mar –estimulado inicialmente por su propio padre–, sino que es fiel a ese interés y a los nativos locales, con quienes ha hecho migas (y sin necesidad de leer a Fanon). Este es el único personaje que se mantiene fiel a sí mismo asumiendo la libertad y sus riesgos. Aunque no sabemos qué será de él y por cuánto tiempo logrará mantener esa capacidad de agencia, de todas formas simboliza la posibilidad real de romper con los patrones de clase impuestos a través de su familia, y evidencia que tal oportunidad siempre está abierta, por más incierta que parezca la perspectiva.
Y con él llegamos a otro gran logro, ya en el plano dramático, de “The White Lotus”: una cierta ambigüedad en momentos decisivos o hasta conclusivos, lo que profundiza la riqueza de sentido que ya tienen las diversas historias de la serie. Ello porque, en algunas ocasiones, los sentimientos y emociones de los personajes (como de las personas) no son claros, sobre todo cuando enfrentan la presión social, y, en otras, ciertas decisiones deben mantenerse en silencio o incluso ocultarse, a sí mismos y a los demás, como ocurre entre los Sullivan y los Spiller.
Ethan Spiller es el personaje que reúne todos los cruces y descalces de género que propone la serie. En relación crecientemente conflictiva con Harper, Ethan pasa de ser un varón reprimido y aparentemente “dominado” por su esposa, a imponerse sobre ella y satisfacerla sexualmente. Pero esa imposición, solución o reconciliación (es una mezcla de todo ello) se hace sobre la base del desconocimiento real, la desconfianza y finalmente el silenciamiento de los hechos que provocaron el conflicto. Y lo fascinante es que esto vale para ambos, dejando una sensación de suprema ambigüedad, en la que verdad y mentira se vuelven intercambiables.
Todo lo cual incrementa la ambigüedad que, como en el caso de Quinn, también está presente en los finales abiertos de Shane (que, como el público, no entiende del todo qué ha ocurrido o qué va a sucederle), Portia (que queda tan o más confundida de cuando llegó a Sicilia) o Valentina (satisfecha en términos de género, pero en posición debilitada en términos laborales). El mismo proxeneta de Lucia podría ser solo su novio local o un “amigo con derechos”, parecido a cualquiera de los galanes locales que se insinúan a Portia o asedian a Harper en las calles (reforzando el patrón machista, pero también la presión del deseo, en el entorno siciliano).
De esta forma, el espacio vacacional se convierte en un espacio hasta cierto punto liminal, habitado de temores, inseguridades, desconfianza, tensión y riesgo (lo dicho: inestabilidad y zozobra), lo cual se consigue mediante la introducción de estos componentes de ambigüedad que salpican la acción y algunos desenlaces. Como que la seguridad que brinda el dinero y el estatus social (y hasta profesional) se pone en duda o se resquebraja bajo el inesperado autoconocimiento de los puntos débiles de los personajes y las relaciones (de pareja, amicales y –en el caso de los trabajadores– hasta profesionales).
Pero el mecanismo clave del director White son algunas elipsis que nos escamotean momentos clave. Por ejemplo, nunca vemos exactamente por qué Shane al final no está satisfecho (¿debería estarlo o más bien siente el bichito de la culpa?) o, sino, cuáles eran las reales intenciones de Quentin para con Tanya, o por qué Jack deja partir a Portia, o qué es exactamente lo que ocurre entre Daphne Sullivan y Ethan Spiller cuando van juntos a la isla cercana en busca de supuestas explicaciones (y que me recuerda –no sé por qué– cuando Claudia y Sandro, los personajes de la cinta de Antonioni, parten en busca de Anna, la amiga desaparecida de la que no volveremos a saber nada). Tampoco se nos muestran las decisiones finales de Kai, ni nos enteramos si las ariscas damas que recibieron a los Di Grasso eran sus parientes o no, o quiénes eran exactamente.
Si bien las historias están bien hilvanadas, los conflictos (especialmente, los externos) están definidos y la acción es clara en general, estos oportunos vacíos exploran esos sesgos de indefinición entre los sentimientos y deseos de los personajes y los resultados de sus decisiones y acciones; pese a que en varias de estas ocasiones podamos intuir lo ocurrido. A lo que debe sumarse que algunas de estas acciones (especialmente, las de consecuencias trágicas) ocurren por error involuntario o son empujadas por la sospecha y ejecutados con tragicómica torpeza.
Como resultado de esto, las responsabilidades sobre los hechos más graves resultan sutilmente mediatizadas y algunas de las tensiones, suavizadas; lo que colabora con los silencios sobre datos que cuestionen los pilares centrales de la serie: el poder patriarcal y de clase. No obstante, los desenlaces –abiertos o semi abiertos– de estas historias dejan a los personajes profundamente cuestionados en su fuero interno.
En consecuencia, por debajo de los contenidos ideológicos, el débil hilo de la ambigüedad que atraviesa la serie es una especie de rendija o visillo por la que se filtra un hálito de humanidad, la sensación de estar ante personajes de carne y hueso, y no solo ante estereotipos de lo que un poco esquemáticamente hemos discutido en esta reseña. La suma de estos factores convierte a “The White Lotus” en una de las series más interesantes del momento. Altamente recomendable.
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