Desencuentros cercanos del primer tipo. Sammy, niño de Phoenix, Arizona – ciudad de Marion Crane en «Psycho»- por primera vez asiste al cinema con su familia en 1952, la época en que la TV obligaba a la pantalla grande a serlo aún más. Justamente van a ver «El espectáculo más grande del mundo», artefacto oscarizado de Cecil B. De Mille. La descarnada escena del choque ferroviario, inesperada en una celebración de la magia circense, lo sacude y sumerge en el mar de la imaginación y el artificio, empujándolo a reconstruirla con trenes de juguete y una pequeña cámara que le regala Mitzi, su siempre atenta mamá pianista. Sammy Fabelman acaba de descubrir la pulsión del cine, ese brebaje incurable. Y a través de él, luego de todos los trozos de vida que ha recreado por más de 50 años, Steven Spielberg nuevamente la está añorando, ahora de la forma más directa y pormenorizada, cual álbum familiar, o una videoteca guardada en la memoria crítica.
El autor, apoyado en el director de fotografía Janusz Kamiński, su notable socio creativo desde 1993, narra una fábula que replica el color saturado de los años 50, que Nicholas Ray, Richard Brooks o Douglas Sirk usaron en la tensión que perfora las relaciones íntimas en «Rebelde sin causa», «Un gato sobre el tejado caliente» o «Imitación a la vida», o incluso Alfred Hitchcock en sus alucinatorios viajes de «Vértigo», «North by Northwest» y «The Birds». El clan Fabelman es presentado como la célula promedio estadounidense que rema en la segunda postguerra con el arduo trabajo calificado, el armado de la economía doméstica, la disfuncionalidad incipiente y el disfrute del entretenimiento masivo. Sammy es un personaje visionario que no se parece mucho al papá distraído ni a la mamá nerviosa pero se convierte en producto de sus inseguridades y vértices que mueve a toda la parentela a registrar sus mohines actorales, primero, y luego sus vivencias auténticas que van apareciendo ante el lente del bisoño realizador sin que sean conscientes de lo que proyectan.
Si Martin Scorsese plasmó en «Hugo» el amor por Georges Méliès y la ansiedad por la recuperación de sus obras pioneras en pleno cine sonoro, a la vez que la emoción de un niño que explora su propia cinefilia, Spielberg observa con aspereza el clima en que vivió y cómo la destreza de narrador y fabricante de aventuras le empoderó en un hogar tradicional y una sociedad también plena de anomalías como el antisemitismo y la violencia machista que vulnera a seres sensibles y débiles. Sammy, en medio de un recorrido tecnológico que paulatinamente celebra el tiempo de las cámaras portátiles que la Nouvelle Vague y los nuevos cines aprovecharon a plenitud, se halla a sí mismo en las decisiones de sujeto creador, el generoso y épico tratamiento del alumno abusador que reacciona desde sus grietas y el tenso ocultamiento del hallazgo familiar. Spielberg medita el impacto de la imagen en movimiento en la realidad, el público, los propios personajes que la cámara captura y los sentimientos contradictorios del autor: no mostrar la verdad genera remordimiento, crear una ficción convincente trae orgullo. Y eso resume esta entrañable obra, pensada durante décadas y finalmente hecha tras la muerte de mamá Leah a los 97 años en 2017 y papá Arnold a los 103 en 2020.
En «The Fabelmans», de modo habitual en la filmografía de Steven, la paternidad es frágil y Sammy inconscientemente va buscando figuras de eficiente reemplazo a Burt, el solicitado ingeniero informático que cree que la pasión de su hijo sólo es un hobbie pasajero. Y aparecen uno tras otro, en una simetría de ángulos y puntos de vista. Un amigo tan cercano que se hace llamar tío; un tío que irrumpe desde el pasado remoto y se luce cual viejo colega (precisamente del circo, como en el filme de De Mille); y un viejo colega, imán de la admiración de toda la vida de Steven Spielberg, cuyo encuentro, tomado de sus días juveniles, deja listo a Sammy para cumplir la mayoría de edad con cámara en mano y continuar la historia del cine que cumbres como «Stagecoach» y «The Searchers» habían trazado. Encuadra bien el horizonte, chico.
Deja una respuesta