La ópera prima de Sebastian Mihailescu gravita en una realidad absurda, cómica y hasta un tanto perturbadora. La película inicia con un extraño ritual femenino en medio de la naturaleza. Se nos viene a la mente filmes como The Wicker Man (1973) o la más reciente Midsommar (2019). Lo cierto es que en este no hay señas de algún sacrificio humano. Sin embargo; al estar todas vestidas de blanco, entonando un canto extraño y a plena luz del día, pues debe ser algo muy malévolo lo que estas mujeres se traen entre manos. Ya a partir de esta introducción Mammalia (2023) nos implanta una interrogante: ¿Qué hay detrás de este culto de mujeres? ¿Por qué se comportan de manera extraña? Estas son las preguntas que embargarán más adelante a Camil (Istvan Teglas), quien, inicialmente, solo se siente inseguro a qué debe que su esposa se ausente mucho tiempo en casa. Nos imaginamos todo el conflicto que debe haber en la mente de este esposo quien hasta cierto punto asumirá el rol de un detective, uno muy improvisado. Se podría decir que es una reacción habitual en una relación que pasa por alto la comunicación de pareja. Muy a pesar, lo que no está resultando habitual o incluso lógico es el comportamiento en general de los personajes de Mihailescu, además de la atmósfera tétrica, pesada y tan extravagante que percibirá el espectador y alimentará su estado de desconcierto.
El director rumano opta por registrar sus extraños eventos con una cámara sin movimiento físico o virtual, siempre en planos abiertos, tomando distancia respecto a los personajes, como examinándolos. El modo en que Mihailescu registra pareciera cancelar cualquier tipo de empatía hacia ese mundo extravagante. De pronto, esta frontera estimula más bien un estado de desconfianza, rareza y desasosiego. Mammalia no solo va definiendo su carácter absurdo a partir de su contenido, sino también mediante la forma en que es representada. Ahora, como todo excentricismo, hay un lado divertido en esos comportamientos de los personajes que se desplazan o reaccionan de manera autómata e incoherente. Ahí están las películas de Roy Andersson o Wes Anderson. Contemplar los universos de esos directores es como ver un diorama en acción y con personas reales. Claro que la historia de Sebastian Mihailescu no es ni deprimente ni de colores pasteles. Esta es una película que se nutre de las fantasías de cultos secretos, el empoderamiento femenino, la fragilidad masculina, lo que de paso abre una vertiente sobre el intercambio de roles y dramas que a diario viven sendos géneros en su ámbito doméstico. Es además una mirada satírica hacia un fanatismo por las tendencias religiosas. El rezar a la magia o a la naturaleza no está lejos de los mecanismos cristianos, en donde también los feligreses sueñan con milagros bíblicos como el que acontece a final de la película.
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