Las rupturas de amistades profundas parecen estar de moda en el cine. Recientemente comentaba “Close” del director Lukas Dhont, un filme sobre la separación de dos amigos íntimos de 13 años cada uno en una localidad rural belga. En “Los espíritus de la isla” sería como si esa amistad –trasladada a Innireshin, un pueblo rural en una imaginaria isla irlandesa– se hubiera mantenido hasta la madurez, para romperse entonces de manera brusca e intempestiva.
El segundo punto de contacto entre ambas obras es que, como resultado de la ruptura, los protagonistas toman decisiones drásticas; en un caso, fatales y, en el otro, violentas. Pero con una importante diferencia. Mientras en la cinta belga hay una explicación, al menos aparente, de la causa que provoca la ruptura, en esta película no la hay, pese a que la amistad es de muy larga data.
Al punto que el pueblo entero (todos se conocen allí) está asombrado cuando el músico Colm (Brendan Gleeson) manda avisar a su amigo, el granjero Pádraic (Colin Farrell), que nunca más van a volver a encontrarse para compartir la cerveza y conversación diarias a las 2 de la tarde en la única taberna de la localidad. Solo más adelante en la película y, por insistencia de Siobáhn (Kerry Condon) –hermana del granjero–, Colm le explicará que su hermano es muy aburrido y que él quisiera emplear su tiempo en componer música para dejarla como legado a la humanidad; razón también algo absurda, ya que ello no sería excluyente para mantener la amistad, así fuera con menor intensidad. Mientras tanto, Pádraic insistirá casi hasta el acoso para reanudar la relación, lo que provocará una segunda reacción totalmente irracional de Colm; lo cual, a su vez –y por un acto fortuito derivado de lo anterior–, escalará el enfrentamiento con un nuevo acto –este sí intencional y violento– por parte de uno de los protagonistas. Lo curioso es que, pese al escalamiento del conflicto, en el fondo, la amistad pareciera persistir; sin embargo, el final es triste.
Lo que me molestó en esta película es la manipulación en el punto de partida, ya que el motivo de la separación solo lo sabe el director Martin McDonagh. En ningún momento se presenta ningún acto, hecho o atisbo del pasado que lo justifique o explique, ni tampoco ninguna acción posterior que lo haga. Que esto ocurra por una vez, pase. Pero, luego, la reacción brutal e irracional de Colm al acoso de su amigo tampoco tiene explicación; incluso, esta reacción afecta directamente su intención declarada de dedicarse a la composición (es decir, desmiente su presunto argumento para justificar la ruptura y librarse de Pádraic). Esta segunda decisión importante –nuevamente absurda y arbitraria– para que la acción avance, ya me parece demasiada manipulación.
En el caso de “Close”, por ejemplo, sí hubo una razón de peso para la separación, ya que uno de los chicos sentía un fuerte apego por el otro, que podría ser homoerótico o incluso homosexual, mientras que su amigo no. Lo que devino en una acción quizás excesiva, y esa acción es el componente manipulatorio en la historia, mitigada emocionalmente por el hecho de que la heterosexualidad del otro chico no era excluyente y mantenía el afecto por su amigo. En “Los espíritus de la isla”, en cambio, no existe tal motivación o causa, solo las acciones arbitrarias y hasta desproporcionadas; demasiadas para cualquier mitigación posterior.
Sobre estas bases formalmente endebles, McDonagh construye un relato de cierto interés sobre la base de la comparación de personalidades de perspectivas limitadas pero variadas, y el desarrollo de una relación que, pese a la violencia (destructiva y autodestructiva) y el diálogo final, no pareciera concluir en una enemistad total. Y el segundo punto a favor de la cinta son las buenas actuaciones de la dupla protagonista y los secundarios, todos empeñados en dar vida a estos personajes enfrentados a situaciones inusuales. Pádric, por ejemplo, sufre profundamente por el rechazo de su amigo y no entiende qué pudo a ver hecho mal, siendo una persona alegre, colaboradora y comprensiva; aunque, al mismo tiempo, puede mentir y sabotear los esfuerzos de su amigo con la música. Colm, en cambio, está profundamente insatisfecho y tiene aspiraciones –en lo que percibe como el crepúsculo de su vida– como violinista y compositor (para mayor verosimilitud, el propio Gleeson aparece en los créditos como autor de melodías que interpreta en la pela); no obstante, puede mostrarse amable y dicharachero con otros, para ofuscación de su contraparte. Un tercer punto es la matrona local, con aires de vidente, que poco a poco va pareciéndose a la parca; dándole a la película un aire a relato folklórico (sostenido por varias citas musicales, menos las de Brahms).
No obstante estas virtudes, el planteamiento dramático adolece de falta de homogeneidad. Dado el recurso al absurdo, la película podría ser una comedia en clave de humor negro y, de hecho, hay algunos conatos en ese sentido. Sin embargo, los actores se toman tan en serio a sus personajes y los humanizan de tal forma que bloquean toda posibilidad de caricatura y humor cínico (que este director logró con gran éxito en “Perdidos en Brujas”). Por el contrario, prima en esta cinta el tono gris, realista y un poco depresivo –por cierto, con muy buena fotografía–, por lo que estamos ante un drama totalmente gratuito, generado por motivos inexplicables.
Salvo que veamos esta obra como una metáfora de la guerra civil irlandesa, cuyos estertores –en la película– se sentían a lo lejos, en la isla mayor. En favor de esta analogía tenemos el hecho de que dicho conflicto fue una escisión, que los líderes de quienes se enfrentaban eran amigos que poco antes habían luchado unidos por la independencia de Inglaterra y que –en general– todas las guerras son irracionales. En contra de esta tesis tenemos que: 1) es muy raro un conflicto en el que una de las partes se debilite seriamente a sí misma y 2) que esto ocurra sin motivación, mientras que la citada guerra civil obedecía a motivaciones políticas muy claras. En consecuencia, como que la metáfora no calza del todo y se siente algo forzada.
Lo que sí es innegable es la astucia de McDonagh al sorprender y mantener el interés de la acción a partir de estos componentes sacados de la (su) manga. Uno espera a que aparezcan tales causas, pero luego se olvidan mientras tratamos de decidir si todo era una broma (comedia) o era en serio (tragedia); sin llegar a ser, a la postre, ni uno ni otro. Además, el director se aprovecha de esa creciente tendencia a justificar o, al menos, aceptar la irracionalidad en el espacio público actual y que, por tanto, seamos más proclives a ceder ante la manipulación emotiva. De esta forma, con las citadas omisiones, el filme atenta contra el principio de causa-efecto.
Al final, y pese a algunas peripecias penosas y actos violentos, solo se trata de la vida de unos personajes limitados y sin perspectivas que terminan aún más limitados y sin perspectivas que al comienzo. En suma, una película agridulce y prescindible salvo –hasta cierto punto– para los fans de Farrell y Gleeson (me incluyo en el caso del segundo de los nombrados).
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