El extraño título de la película de la directora vasca Estibaliz Urresola Solaguren, más propio de una enciclopedia darwiniana, no hace alusión únicamente a la apicultura que practica la familia de la protagonista. También se relaciona con ese “orden natural” que suele invocarse para censurar y condenar la diversidad de género en los humanos. A primera vista las abejas son coherentes con una concepción binaria y heterosexual de la naturaleza en tanto que se dividen entre machos y hembras, que cada género cumple una función específica, y que los primeros son los que fecundan a las segundas. Lástima que el de las abejas es un matriarcado distópico donde todos los machos de una colmena mueren tras fecundar a una única hembra, la reina, mientras que el resto ejercen de obreras. Este y otros comportamientos de género disonantes en el reino animal sugieren que el “orden natural” es más vasto e impredecible del que nos han hecho creer hasta ahora. 20.000 especies de abejas en ese sentido puede funcionar como texto introductorio para conocer y quizás empatizar con quienes sufren desde la infancia por no encajar en dicho orden.
El guion se centra en una familia vasca compuesta por Gorka, Ane y sus hijos Nerea, Eneko y Aitor. Desde la primera escena podemos sospechar que algo no va bien entre la madre y la que suponemos es su hija puesto que la primera le pregunta a la segunda si se siente mal porque le gusta otra niña. En la siguiente escena queda claro que su molestia no se debe a una orientación homosexual prematura, sino a una crisis de identidad más compleja pues la niña es en realidad Aitor, el hijo de 8 años que ha empezado a vestirse y comportarse como niña y que ha adoptado el nombre de Cocó. Mientras que la madre no le toma mayor importancia, en parte por estar más pendiente de su futuro profesional como artista plástica, el padre y los hermanos demuestran preocupación e incomodidad, sobre todo porque Cocó se enrabieta cuando no le dejan hacer lo que quiere. En estas circunstancias Ane lleva a sus hijos a pasar una semana de vacaciones al pueblo donde viven su madre Lita y su tía Lourdes, quienes mantienen una granja de abejas. Esta visita servirá de punto de inflexión en las relaciones de Cocó consigo misma y con sus mayores.
A diferencia de las primeras películas sobre personajes homosexuales que abusaron del melodrama para inspirar misericordia en tiempos de mayor ignorancia e intolerancia, la de Solaguren es más contemplativa en su aproximación a la identidad de género. Este proceso se representa como cualquier otro por el que puede atravesar un niño a medida que va conociendo mejor su entorno y a sí mismo. Cocó se muestra igual de inquisidora por la crianza de las abejas y las fotos de juventud de su madre como por las normas sociales que le obligan a ser alguien que no es. La elección de Sofía Otero para interpretar a Cocó es quizás la más polémica pero también la más acertada de la directora pues retrata la falta de correspondencia entre el género asignado y el autopercibido en una menor trans. Tal y como ocurrió en la serie Transparent (Joey Soloway, 2014-19) con la versión infantil de la protagonista, que una actriz de vida a un personaje que se siente mujer no solo reivindica su identidad real sino también hace que los personajes que le intentan imponer el género contrario se vean como los verdaderos confusos. A esto hay que añadir la espontaneidad y minuciosidad con las que Otero encarna el cuestionamiento de género de Cocó. Su talento es incontestable tras ganar el Oso de Plata en la última Berlinale.
20.000 especies de abejas es una película de temática LGTB pero sería injusto que se le encasille como tal, y es que también explora temas como la maternidad, el catolicismo en el País Vasco, la sostenibilidad ecológica, y otros problemas de conducta infantil. Ane, sobriamente interpretada por Patricia López Arnaiz, representa el segundo eje narrativo como una madre que enfrenta una incertidumbre profesional y una crisis existencial de las que no habla ni con su pareja ni con su propia madre. En ese sentido la madre actúa como una interesante proyección de la hija trans pues demuestra una similar desconfianza hacia los demás y una represión de sus emociones que le impiden valorarse a sí misma. Mientras que Cocó tiende a aislarse y perderse en sus pensamientos, Ane se refugia en un taller para moldear esculturas de cera que parecen extensiones de sí misma. La cámara móvil e inestable también destaca las crisis emocionales que atraviesan ambos personajes, y sin necesidad de una banda sonora dramática. Este paralelismo entre madre e hija convierte a la película en una historia intergeneracional donde la incomprensión y la falta de empatía son fuentes constantes de aflicción.
El bautismo de un sobrino de Ane y la fiesta de San Juan sirven de excusa para enlazar la película con el catolicismo. Lejos de desprestigiarlo, Solaguren lo aborda como un elemento prominente e imprescindible de la cultura vasca. Tal es así que Lita, la abuela, intenta guiar a Cocó en su exploración personal de la religión. El desarrollo espontáneo de su fe, que la lleva a rezar por su transición de género y a inspirarse en Santa Lucía para adoptar su identidad definitiva, sugiere que una identidad trans puede ser compatible con una creencia católica. La perspectiva inocente de la protagonista se erige como el valor católico más conmovedor de la película, especialmente en contraste con los comentarios y actitudes intolerantes de su abuela y otros familiares. Su autodeterminación de género también se convierte en una forma de bautismo consentido y maduro comparado al de su primo y al de tantos bebés que se convierten en católicos sin su voluntad explícita.
Aunque sus detractores puedan creer lo contrario, 20.000 especies de abejas no promueve una agenda propagandística. La protagonista no demuestra actitudes o comentarios impropios de su edad, y no está exenta de defectos como los de sus demás parientes. El engreimiento de Cocó y las críticas que recibe Ane por ello hacen que dudemos si su crisis de identidad de género es “solo una fase” o un asunto serio. Solaguren aquí no vende el sermón absolutista y contraproducente de ciertos círculos progresistas que parecen vivir en una sociedad postgénero distópica. Los hermanos de la protagonista confirman que hay chicas y chicos que son felices siendo como nacieron. Lo que Solaguren intenta retratar es que la identidad de género, tal y como la irrupción de las hormonas sexuales, se da en pleno crecimiento. Lo que intenta predicar es la comprensión de cualquier adulto frente a un caso como el de Cocó, y evitar que no desemboque en suicidio como el caso que inspiró a la directora a realizar este proyecto. Escenas como la del baño de mujeres en la piscina, o las que comparte la protagonista con su tía Lourdes y su nueva amiga, demuestran que la vulnerabilidad y la felicidad que experimentan los menores trans no son distintas de las de otros niños y niñas.
20.000 especies de abejas ratifica la vocación del cine español contemporáneo de visibilizar a grupos sociales minoritarios o marginalizados. Basta considerar ejemplos como Campeones (Javier Fesser, 2018), la comedia sobre un equipo de básquet de discapacitados intelectuales que Hollywood acaba de adaptar con poca fortuna, o La consagración de la primavera (Fernando Franco, 2022), que retrata la sexualidad de un joven con parálisis cerebral. La de Solaguren hace lo propio con el colectivo trans español que ya tuvo un primer referente comercial con la notable miniserie Veneno (Javier Calvo y Javier Ambrosi, 2020). Pero como drama familiar rural también se la puede enmarcar en la reciente ola de películas que, quizás como consecuencia de los encierros urbanos anti covid, han redescubierto el valor estético y sensorial de los entornos naturales. Algunas de estas son Suro (Mikel Gurrea, 2022), Tenéis que venir a verla (Jonás Trueba, 2022) o la anterior ganadora del Oso de Oro, Alcarràs (Carla Simón, 2022). 20.000 especies de abejas es comparable a esta última por su enfoque en una familia extensa con peleas internas, su preocupación por el medio ambiente, y su actitud resiliente frente a incertidumbres y adversidades. Sin llegar a superarla a nivel fotográfico o de montaje, la de Solaguren sí que se distingue de la de Simón por una mejor construcción de personajes y por la empatía que estos generan.
Sería iluso pensar que una película pueda cambiar la mentalidad de toda una sociedad, menos en torno a un tema tan polarizado que incluso ha sacado chispas en el gobierno de coalición español y en el gobierno escocés por sus respectivas “leyes trans”. Pero sería todavía más iluso pretender que no se pueda debatir sobre el tema, que no se represente al colectivo trans en ningún medio y que se niegue su existencia en la sociedad. La historia de Cocó puede ser inquietante y abrumadora para quien nunca se haya percatado que la identidad de género se forja antes de la adultez, y puede que decida mantener su escepticismo tras el final. Aun así, considero que tiene el poder de recordarnos que todos y todas alguna vez fuimos menores y que desde entonces, según la Convención sobre los derechos del niño (1989), todes tenemos el “derecho a la igualdad”.
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