Notable película tailandesa que –en el marco del cine “gastronómico”– sigue los pasos de “Parasite”, la famosa cinta surcoreana sobre la desigualdad social y el clasismo. Aunque sin el alarde imaginativo argumental que caracteriza a esa cinta, “Hambre” es un thriller social efectivo, con buenas actuaciones, tensión dramática y un guion que critica directamente y desmitifica tanto el boom gastronómico como los sentidos comunes asociados a la auto explotación laboral en ese campo.
El planteamiento inicial del filme es simple. Aoy (Chutimon Chuengcharoensukying), una cocinera de un restaurante de tallarines salteados en un barrio pobre de Bangkok es escogida por el principal cocinero local, el chef Paul (Nopachai Jayanama), a través de Tone (Gunn Svasti Na Ayudhya), uno de sus asistentes, para entrenarse e integrar su equipo de cocineros de elite.
A partir de este planteamiento, la película empieza como una obra de aprendizaje donde se muestran los sacrificios y sufrimientos de la heroína culinaria por satisfacer las duras exigencias y pruebas del brutal (aunque también, en su momento, sufrido) chef; al servicio de sus poderosos clientes de clase alta y del poder político. Luego de lo cual esta historia se empalma con la de una lucha por el poder gastronómico en el país, emulando los conocidos programas de competencia tipo “Master Chef” y similares; solo que los jueces son los grandes jerarcas del poder político, militar y empresarial del reino asiático.
A lo largo de este periplo, la protagonista experimentará el autoritarismo y maltrato sicológico del chef Paul, reflejo del régimen político autoritario del país; mientras que la hiper competitividad entre los chefs representará el mismo componente en la economía de capitalismo salvaje local. Siendo las diferencias de clase el trasfondo de la acción dramática, en el cual los chefs juegan un papel equivalente al de los bufones de las antiguas cortes feudales; es decir, el de servidores privilegiados de los poderosos señores, respetados por su sazón en la cocina, pero siempre sirvientes y obligados a satisfacer los caprichos de sus patrones (y sus paladares), pese a sus egos desmedidos.
Ella empezará cumpliendo las reglas del sistema (trabajo sacrificado y sin consideraciones de tiempo, competitividad extrema, perfeccionismo) que ha interiorizado; pero luego se irá decepcionando al advertir que el costo es la pérdida de sus relaciones familiares. Lo que, a nivel social, representa el quebranto del tejido social y su sustitución por un individualismo extremo, lo que conduce a las conductas del tipo “hago lo que me da la gana” o “el que puede, puede” y finalmente a la lucha de todos contra todos. Lo que es consistente con la informalidad y el poco respeto por la ley.
Y este fue el punto de quiebre para Aoy, al negarse a violar la ley ante el comportamiento prepotente y cómplice con el delito ambiental de su maestro. Sin embargo, luego comprobaría que para su ascenso social en la alta gastronomía tenía que prestarse a juegos de poder que excedían la función de esta actividad. Así se lo hace notar (y se lo exige) en privado su maestro Paul, al explicarle que el éxito culinario (el buen gusto o el talento en la cocina) no se relacionaba con los sabores de los platos, sino en usar esta actividad para conectarse a cualquier precio con las elites de poder corruptas y autoritarias, y servirlas.
En ese sentido, el chef Paul explica la participación en su equipo como un reto profesional para ser “especiales” y esa condición busca que los consumidores reemplacen el hambre de alimentos –y el consumismo asociado a este– por el hambre hacia su persona. De esta forma, el personaje salta del individualismo extremo a la egolatría y el narcisismo. Se trata, entonces, de un hombre “hecho a sí mismo”, exitoso y que aspira al poder para controlarlo todo y a todos.
Hemos visto como este individualismo extremo (y su manifestación: “hago lo que me da la gana”) está en la base del comportamiento delictivo del chef Paul. Pero la película muestra también cómo en su equipo de cocineros surgen el rechazo, el resentimiento, la deslealtad y hasta el crimen contra el poderoso cocinero; mediante acciones llevadas a cabo por miembros de su equipo, desde su segundo al mando hasta el chef junior. Pese a ello, Paul sobrevivirá y mantendrá su conducta apoyado en la confianza total en sí mismo (“el que puede, puede”). Ese escenario al interior de su equipo se proyectará luego a la lucha por el liderazgo en las ligas mayores de la gastronomía, configurando una arena política (el “todos contra todos”), en la cual priman la traición y eventualmente la venganza.
Es interesante comprobar también que estos escenarios –consistentes con la informalidad y el poco respeto por la ley, como lo dijimos antes– están más bien relacionados con los grupos mesocráticos. El primero gira en torno a la celebración de un viejo militar en los interiores de una mansión antigua y con cierta penumbra, que pareciera representar a una oscura casta militar y oligárquica gobernante. El segundo es una residencia ultra moderna, con piscina, ubicada en un entorno natural espectacular y poblada de mocosos hijos de papá en plena fiesta; que ilustrarían el país turístico. Finalmente, la lujosa residencia donde ocurrirá el “duelo final”, que no es ni tan oscura como la primera ni tan moderna como la segunda, aunque aparentemente más grande que ambas.
La mayor parte de la acción transcurre en estas locaciones así como en cocinas y restaurantes de lujo, sin embargo, la obra está narrada desde el punto de vista de la pobreza, representada por Aoy, a quien conocemos inicialmente en su modesto restaurante. Incluso, el chef Paul le confiesa a la protagonista sus orígenes humildes y la acción humillante por parte de la patrona rica contra su madre (una empleada doméstica) que presenció de niño en la cocina. Esa experiencia fue el origen de su visión autoritaria y manipulatoria de su profesión y su vida. En cierta forma, se puede decir que él aprendió esa visión de los que serían posteriormente sus propios clientes millonarios.
En todo caso, tanto Aoy como Paul tienen un mismo origen popular y representan visiones que se originan en la pobreza. Recordemos que en el comienzo mismo de la acción ella es seleccionada y recogida de su pequeño restaurante de barrio para entrenarse en locaciones de la más alta escala social. Asimismo, durante el “duelo” decisivo, los contendientes coincidirán –inesperadamente– en platos sencillos de consumo popular, cuya gracia y encanto residen en su asociación con degustaciones más modestas y cotidianas, en las que se comparten afectos, emociones y apoyo mutuo. Son recetas básicas que contrastan con los elaborados manjares de la alta cocina, asociados al dinero y el poder (¡y no necesariamente a gustos o sabores!).
De hecho, el enfrentamiento clasista se visualiza en términos gastronómicos audiovisuales. De un lado, en su primer “reto” Aoy debe participar en un menú para los ricos denominado “carne y sangre”, mientras que en el “combate final”, el chef Paul presente una vaca entera ya cocinada desde el techo de manera espectacular; y su consumo, mostrado en cámara lenta, exhibe a los comensales –apretujados y hambrientos– despedazando con ansias una comida en una escena con alusiones a la violencia. Igualmente, el trabajo de cuasi orfebrería en la presentación de los minúsculos platos gourmet se asocia con la joyería y su brillo caro, propio de un estatus social alto. Por oposición, en el “duelo” final, el plato de fideos saltados de Aoy, así como el caldo –preparado con los ingredientes más accesibles– de su contendor carecen de los atributos formales de la alta cocina y se concentran en un sabor básico que (por eso mismo, destaca y) contrasta con el exceso de condimentos y la elaboración compleja de la cocina gourmet; marcando un nuevo patrón de consumo, puramente popular, en ese entorno especializado. En todo caso, se revela cómo el origen de la alta cocina está, en realidad, en la cocina de los pobres.
Para reforzar esta idea, el director Mongkolsiri incluye hacia el final del filme imágenes crudas de pobreza y marginalidad urbana en el camino de Aoy hacia su restaurante inicial; donde se puede apreciar el hambre real propio de la miseria, por contraste con el “hambre por el chef Paul”, con el que este se (auto)promociona. Por tanto, en esta obra no solo los chefs –y las visiones de su quehacer profesional– tienen su origen en el mundo popular sino que la propia alta gastronomía tiene su fuente en la cocina callejera; y la película muestra justamente cómo esos platos propios de las mesas más modestas (o más sencillas o más “auténticas”) se incorporan a la alta cocina.
Como vemos, “Hambre” tiene varias capas de sentido, es una buena película pero también es una cinta importante, no únicamente por sus contenidos sino además por la forma en que estos se estructuran en la narrativa audiovisual. Las tensiones dramáticas están muy bien reguladas, al punto que uno a veces no las siente venir ni tampoco se las percibe como forzadas (o artificiales, como en las cintas más convencionales). La fotografía es muy buena, sobre todo en las escenas con distintos grados de penumbra y como soporte de los momentos de mayor tensión dramática. La producción artística y la ambientación son atractivas al seleccionar locaciones mesocráticas que ilustran distintos grupos de poder y, quizás, incluso podrían ser representativas de la evolución histórica de Tailandia.
Los personajes son complejos y están atravesados por las tensiones propias de la pobreza y la desigualdad social. Aoy es empeñosa, frágil e inexperta, pero no cojuda; conjuga muy bien el aprendizaje en la alta cocina con la maduración en su nuevo entorno y el conflicto interno que nace de allí y la atosiga. Mientras que el desarrollo del chef Paul es comprehensivo, es decir, es un “malo” que exhibe una racionalidad personal y social para explicar su maldad; en ese sentido, es un personaje más interesante que Aoy, pero no llega a opacarla. Las actuaciones son apropiadas y ajustadas a los distintos roles; solo hubiera sido deseable una brizna de fragilidad en el momento de mayor intimidad del abusivo chef. Pero, en general, son interpretaciones sobresalientes.
A estos factores habría que sumar un enfoque complejo de los efectos de la desigualdad social. La visión del conflicto entre ricos y pobres no es maniquea ni esquemática. Si bien la película asume el punto de vista de la pobreza y la reivindica, muestra también cómo las estructuras mentales, sociales y la cultura política de los poderosos inciden y se reproducen (individualismo, autoritarismo, caudillismo) al interior del mundo popular, junto a otros factores que no necesariamente tienen ese origen (narcisismo). A la vez, lo popular también incide en la alta gastronomía, no siempre desnaturalizándose (es decir, sin abandonar sus raíces), tal como se exhibe en esta obra. Interesante también que la informalidad se desarrolle en el campo de los ricos y que esté ausente –aunque quizás se sobreentienda– en el de los pobres.
De esta forma, la película no solo cuestiona la alta gastronomía como mecanismo de ascenso social sino que la desmitifica, al mostrar la (auto)explotación laboral y el autoritarismo de los chefs; pero, sobre todo, sus límites en relación con el poder, al mostrar tanto el escaso conocimiento y discutible valoración de esa actividad por parte de las elites, así como el hecho de que las tendencias predominantes en esta materia se podrían establecer por factores ajenos a la calidad intrínseca de los platos o menús. En tal sentido, el filme va más allá, hacia la crítica al propio sistema político y económico reinante en el país, no solo en el plano simbólico sino también en el de la propia acción dramática; los que confluyen en el clímax de la película. Mientras que el desenlace representa la alternativa de Aoy a este contexto de desigualdad, abusos, violencia y hasta ilegalidad. Esta complejidad y riqueza de sentidos demuestra que estamos ante una película altamente recomendable.
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