Escribe Tilsa Otta
Pudimos ver dos películas argentinas que resultaron premiadas en el reciente Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), que llegó a su fin el 1 de mayo. Las dos son propuestas audaces y personales. Curiosamente, ambos directores incluyen a sus madres en la acción, y las señoras cumplen espectacularmente.
La provocación de Clorindo Testa
No cualquiera puede hacer una película como “Clorindo Testa”. Para desenfundar un proyecto de estas características es necesario que existan altas expectativas por tu trabajo y seas consciente de ello, al punto de acometer una provocación que cumpla simultáneamente con los objetivos de sabotear y alimentar tu leyenda. Mariano Llinás, director de la mítica “La flor”, plantea una aproximación novedosa a la obra del arquitecto y artista argentino Clorindo Testa, al igual que su padre Julio Llinás lo hizo en un libro escrito cincuenta años antes. Y al igual que su padre, lo que ofrece es un dispositivo ideológico y político que se vale de una figura ilustre para ensayar una obra sobre la banalidad de la obra y del autor. Se parodia a sí mismo, cae de manera cómica en actos fallidos altamente psicoanalizables y se muestra caprichoso y excéntrico, el tipo de hijo que se la pasa interrumpiendo a su madre y no tiene la consideración de avisarle que está siendo grabada. Quizá el motivo por el cual interrumpe a lxs personajes que encuentra en su investigación es la misión de sacar adelante hipótesis tan tendenciosas, nadie debe interponerse en el curso de la lógica errática que impone el relato. Su madre es adorable, así como su esposa y sus hijos, pero, ¿serán realmente su familia y no actores? Muchas secuencias dejan traslucir sus costuras, el micrófono se hace visible, emerge sin pudor la dimensión detrás de las cámaras.
«Clorindo Testa» es un manifiesto sorprendente que acaba de ganar el premio a la Mejor película argentina en el BAFICI, un YHLQMDLG y una gran broma (a quienes encargaron la película, al espectador, a Clorindo Testa y al mismo Llinás), donde uno duda de todo, pero sobre todo del sentido. La cinta es un film ensayo que coquetea con el non-sense, que desborda independencia creativa y cinismo del bueno, de aquel nihilismo existencialista que motivó a los dadaístas a destruir el lenguaje y a los surrealistas a habitar el absurdo y el juego. Será por ello que, tras un derroche de recursos creativos, derivas, poemas, retruécanos, collages, análisis químicos, entrevistas unilaterales, coros y escenas eliminadas después de ser mostradas, la película concluye en un sincero: “¿Será todavía la hora de creer?”.
Y no es spoiler, porque esta no es una historia.
Arturo a los 30
Un hombre va a una boda, así resume Martín Shanly el argumento de su ópera prima cuando alguien del público se lo pregunta. A partir de esa premisa se construye una comedia fascinante, donde una celebración saca a relucir los duelos del protagonista (interpretado por Shanly), un joven deprimido por una ruptura amorosa que no logra superar y otros inconvenientes de existir. Desde el inicio, el entorno social se presenta como una maraña densa de pequeños gestos y contradicciones que los planos cerrados amplifican creando una sensación opresiva. El deber ser un adulto funcional da pie a una serie de situaciones tragicómicas que se extienden por varios años, que Arturo repasa conectando inevitablemente sus pesares y faltas.
El encanto de esta película -que ganó el premio a la Mejor dirección en el BAFICI- radica en su lectura de un sujeto terriblemente actual: el que llega a los treinta años en una situación de precarización laboral que lo limita e infantiliza, adoleciendo de solvencia económica, de una casa propia, un futuro promisorio y salud mental. Una generación que se reconoce y que ha construido un imaginario propio a través de memes, que son al final del día una cadena mundial de apoyo moral. Cuando la covid llega a la trama, sin ningún aspaviento, parece solo una raya más al tigre, una nueva forma de soledad o una oportunidad de trabajo desde casa. La representación de la pandemia es brillante y denota, como tantos otros momentos, una aguda observación de la realidad que trabaja el drama cotidiano a un fuego tan bajo que lo transforma en un patetismo entrañable que nos hace sonreír. Habla del duelo, de las distintas maneras de perder a alguien querido y las múltiples maneras de perder en esta sociedad. Es evidente que “Arturo a los 30” está hecha con personas reales, el director pone mucho de sí (incluso su madre hace de su madre), para componer un universo profundamente contemporáneo en su diversidad y (retomando discusiones recurrentes de nuestro habitar cotidiano) hacer del lugar común un espacio de comunidad.
En este debut se perciben las reflexiones y obstáculos que forzó la pandemia y que supuestamente nos hicieron un poco más sabios y más pesimistas. Al llegar a los créditos finales, acompañados de “Azúcar amargo” de Fey, no podemos evitar pensar en cómo este sistema nos vulnera y cuán importante es la red de contención, que los millennials sensibles, ansiosos, gays, precarizados, al fin y al cabo, marginales, cada vez somos más.
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