¿Seguir o no las tradiciones? Existen circunstancias en que resulta difícil seleccionar cuál es el camino correcto (o más conveniente) a seguir. Décadas atrás, Pier Paolo Pasolini nos daba ideas vaticinadoras de que la modernidad provocaría la decadencia moral de la sociedad. En cierta perspectiva, tenía razón. Su idea era no abandonar las tradiciones. El hecho es que lo que le faltó mencionar es que muchas de estas también concentraban sus propios conflictos y limitaciones. A posteridad, la modernidad subsanaría esos problemas o convenciones. ¿Pero a costa de qué? Nuevamente, el rostro de Pasolini se asomaba diciendo: “Se los dije”. Algo de decencia había muerto en las comunidades llamadas modernas. Son esas ideas las que me nacen al ver Légua (2023), una película que a primera vista parece reducirse a un retrato entre dramático y humano a propósito del gesto de su protagonista. Ana (Carla Maciel), una madre de familia madura, decide cancelar sus planes tras caer enferma Emilia (Fátima Soares), la anciana con quien ha cuidado por muchos años una casa vacacional ubicada al norte de Portugal a la que sus dueños cada vez menos acuden. Entonces tenemos a esta mujer que impredeciblemente se verá atada a seguir con ese oficio mientras se hace cargo de su compañera. Es un sacrificio que cualquier moderno no haría.
Dicho esto, tenemos esta película que nos recuerda a otras como La gueule ouverte (1974), de Maurice Pialat, o Amour (2012), de Michael Haneke, en donde una persona es calcinada por una enfermedad mientras que observamos distintas reacciones a su alrededor. No solo identificamos a Ana comprometiéndose a un acto de caridad, sino también a su familia respondiendo con desapego hacia la necesitada en base a sus aspiraciones o creencias. Estos últimos son los modernos. Del padre tenemos una idea, pero es de la hija de Ana de quien tenemos un mejor enfoque. La película realizada por João Miller Guerra y Filipa Reis inicia como si tratase con dos historias separadas. Por un lado, la rutina de la madre. Por otro, la rutina de la hija. No es sino luego de un rato que nos enteramos de su vínculo familiar. Es como si el relato nos diese la impresión de que son dos mundos o relatos distintos. Y claro que así es. El conflicto de Ana es poder atender a Emilia mientras se hace cargo de la casa a la que en cualquier momento podrían llegar los dueños. El conflicto de la hija de Ana es escapar lo más pronto de ese territorio rumbo a Porto a hacer cosas de jóvenes. Emilia canturrea canciones del ayer, mientras que la muchacha escucha música electrónica. Una se está consumiendo, la otra está pensando en el futuro. En tanto, la madre está en medio, haciendo algo que tal vez no quiere, pero lo está haciendo.
A diferencia de las películas citadas, el primer plano es el cuidado de la enfermera y no el padecimiento de la enferma. Légua nos evita ser testigos de esos momentos de dolor y frustración que de seguro padece la postrada. La idea de esta historia en primera instancia es crear ese contraste de posturas, el de la madre respecto a la hija, que tiene que ver con el quedarse o irse. Ya después es la descripción del rito del cuidado. Así como el cuidar la casa, Ana asumirá la ritualidad de cuidar de Emilia. Es otro tipo de ceremonia, una clase de actividad que de igual forma exige mucha atención por parte de la cuidadora, solo que esta vez está dirigido al cuerpo. Me parece fascinante esta escena en donde vemos a Ana concentrada. Ella cambia de mantas, limpia el cuerpo, muda las vestiduras, arropa con pulcritud y finaliza con un gesto de ternura. Era casi lo mismo que hacía cuando Emilia la adiestraba en las secuencias de limpieza hogareña. En síntesis, es un profundo respeto hacia el cuerpo, pero no dejo de pensar que Emilia es una representación de las tradiciones que se manifiestan moribundas. O sea, Ana tiene un profundo respeto por las tradiciones, algo que su hija no comparte porque es una generación adaptada a la conciencia moderna, la cual ya no se sabe si es buena o mala, aunque pueda que sea la más consecuente, tomando en cuenta que estamos en un escenario en donde incluso los mismos dueños ya no se ven interesados en visitar. Entonces, ¿de qué sirve preservar o mantener vivo algo que no se aprecia o está quedando en el olvido? Es un dilema moral.
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