[Crítica] «Huesera» (2022), de Michelle Garza

Huesera

Huesera se estructura casi como un ritual: una serie de prácticas repetitivas, normadas bajo algún fin simbólico, que producen emociones extremas, que despiertan pulsiones incontrolables y someten a la audiencia a una suerte de pesadilla inmersiva, una representación de la debacle de un espíritu. Su protagonista, una mujer gestante que no encuentra su lugar en el mundo, se queda atrapada entre el limbo del mundo de los vivos y de los muertos, se enfrenta una condena casi metafísica que no merece y de la que no puede huir. Filmada con urgencia y un muy dedicado trabajo de imagen, montada desde la ambigüedad y la incertidumbre, la ópera prima de Michelle Garza, como todo maleficio, no da un porqué, sino un cómo, capturando a la audiencia a partir de trucos elaborados y una angustia permanente. 

Huesera, al ser una pieza de horror alegórico, comienza primero con una puesta en escena realista y una historia convincente, en la que el conflicto salta a la vista: Valeria, luego de quedar embarazada, se enfrenta a las transformaciones y exigencias de la maternidad, sobre todo cuando su familia (mucho más pobre que ella) le reprocha su otrora desinterés por los niños. La ansiedad y el estrés -que todos atribuyen naturalmente al embarazo- dan pie a una serie de extrañas visiones: una entidad que sufre horribles mutilaciones y que acecha a Valeria, amenazándole con quebrar sus huesos. El horror se apodera de ella, más porque nadie puede ver lo que ella ve. 

Es interesante que Huesera se constituya prácticamente alrededor del cuerpo. Garza prefiere filmar en primeros planos, que priorizan las emociones de los personajes con frontalidad, énfasis en gestos y muecas, un grado inquietante de intimidad. Muchos de los close-ups se enfocan en actividades manuales (hilado, carpintería) y los rastros que estas dejan en el cuerpo de los sujetos. Constantemente vemos tomas de manos, dedos, tobillos, rodillas o el vientre. La principal manía de Valeria es tronarse los dedos. Tenemos protagonizando, además, un cuerpo gestante. 

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El terror ante la maternidad primeriza es un tema común en el cine: es el paulatino descenso a los infiernos (literalmente) de la protagonista de Rosemary’s Baby (1968), o la dolorosa transformación -inclusive desmembramiento- de Alexia en Titane (2021), historias que utilizan el cine de horror (e inclusive el gore) para representar el embarazo como una alteración corporal mucho más violenta de lo que parece. Huesera va en esa misma dirección: el embarazo de Valeria va en tándem con las perturbadoras visiones de cuerpos maltrechos, huesos rotos, sangre, viscosidad y vómito. La violencia del embarazo, (además de sus implicaciones físicas), funciona como una alegoría sobre el tipo de sacrificios (personales, institucionalizados y hasta espirituales) que las mujeres deben asumir si acaso quieren ser madres, o “buenas madres”, al menos. 

Aquí se establece la diferencia con otras películas parecidas. Huesera se filma desde el sur global, usando a México (países que, incluso desarrollado, es evidentemente un territorio postcolonial) como un escenario particularmente distinto al de otras películas de horror maternal. Es una historia que, por sus implicaciones, solo podría haberse filmado en México. Todo parte de la protagonista. Valeria asume el rol de mujer moderna. Tiene un trabajo independiente, negocia sus preferencias sexuales, abandona el núcleo familiar por una vida mejor junto a su marido. No es, pues, una “mujer de casa”. Vive en una zona de la ciudad que evidentemente se contrasta con su lugar de origen: un barrio de clase alta, donde nadie se conoce, un espacio más ascético y artificioso, pero, en teoría, más seguro. La crisis de Valeria no solo es la crisis de la maternidad, sino un conflicto identitario: es abandonar el hogar, pero luego, debido al régimen de maternidad y sus exigencias, implica regresar a él. Reeducarse, si es necesario. 

Al embarazarse, Valeria pasa por una suerte de re-feminización: abandona su trabajo de carpintería, descarta sus herramientas y las reemplaza por juguetes, abandona sus pulsiones sexuales lésbicas, se reeduca en el cuidado de niños, se prepara para un parto y una vida en casa. La ansiedad del maleficio se intensifica por la ansiedad de asumir una vida que no siente como suya. Casi a la mitad del film descubrimos que Valeria era alguien muy distinto en su juventud: una chica punk, enamorada de la chica mala del barrio, una mujer que quiere huir de casa, que quiere ir a la universidad y ser ella misma. Y lo hizo, más o menos. Pero, a su alrededor, familiares y personas cercanas parece no perdonarla por hacerlo. Y por más que no quiera, ser madre implica renunciar a esa vida con mayor intensidad, inclusive. La desazón contra el mal que lleva encima también es una reacción violenta contra la mujer que se ha convertido. 

Huesera, sin embargo, lleva la condición de Valeria a niveles incluso más crueles. Es la maldición del cuerpo: encarnar algún tipo de maleficio, que solo es visible para una misma, que se esconde de los otros; sufrir en silencio, portar un mal que, como una enfermedad metastásica, penetra violentamente en cada molécula y cada célula ósea, que enloquece a quien la sufre, y la hace esclava del dolor. Y en el dolor (y en la alegoría) los protagonistas son los huesos. Se comprimen, se estrechan, se aprietan. Cuando hay silencio, irrumpe el ruido, uno seco, como un quiebre. El sonido de los huesos. Huesera se interesa por el cuerpo roto, por las marcas imborrables. Los cuerpos se desintegran con una naturalidad que nos da miedo, por la misma razón que Valeria tiembla cuando ve a la entidad: el cuerpo es nuestro único bastión, y los huesos son su base. 

La película de Garza es genuinamente aterradora por la naturalidad con la que filma la violencia, una crudeza frontal que, lejos de condicionarnos para esperar algo terrible, lo deja caer en la pantalla sin aviso previo, lo que intensifica el horror que sentimos. La mayoría de visiones de Valeria involucran a una entidad (a veces hombre, a veces mujer) que se desmiembra ante ella y ante nosotros: sus huesos crujen, la sangre brota, los sonidos guturales toman la habitación. Aquí viene la disonancia: es una imagen que aparece con total naturalidad, como si fuera de este mundo, aunque bien sabemos que no es así. La entidad es escurridiza, pocas veces aparece en primer plano, pero, cuando lo hace, Garza elige el gore, lo que transporta a la audiencia al mismo estado de malestar y ansiedad de Valeria. El rostro desencajado de Natalia Solián, que lo expresa todo a partir de muecas, no palabras, es efectivo para someterse al estado de miedo permanente. Huesera cuestiona la barrera arbitraria entre mente y cuerpo, dado que los malestares físicos son la continuación (o consecuencia) de las afecciones mentales, sino psíquicas, que dañan a Valeria. Su espíritu está enfermo y eso se traduce en una enfermedad del cuerpo: los calambres, los vómitos, los daños a los dedos y extremidades. No sabemos en que punto acaba el maleficio e inician las alucinaciones de Valeria, qué cosa es material o espiritual, que es verdadero y que no. Y, en su defensa del continuo cuerpo-espíritu, el film de Garza desciende paulatinamente en lo espectral, funcionando como una suerte de etnografía surrealista sobre la santería, los rituales tabúes y las prácticas mágicas. Al final, no sabemos si los intentos de Valeria sirven o no. Pero, como todo ritual, algo en ella parece renovado. Una niña punk que se hace mujer. Y viceversa.

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