La conciencia puede ser un martirio. Christopher Nolan dedica 180 minutos a Julius Robert Oppenheimer, el físico judío estadounidense que durante la II Guerra Mundial diseñó el programa de armas nucleares y desencadenó el lanzamiento de dos bombas atómicas en las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki. Y en una filmografía pródiga en envolturas fantásticas y saltos temporales, tipo Inception, Interestellar y la trilogía de Batman, a menudo incidiendo en la memoria perdida y la perturbación psíquica como en Insomnia, Memento y su ópera prima Following, lo apretuja en uno de los relatos de mayor linealidad y angustia verídica que ha dirigido. Oppenheimer es un alma desesperada que anda por la película primero cual explorador ansioso, luego heraldo negro y finalmente deudo de su propio talento, acorralado por fantasmas introspectivos y ajenos que están indistinta y alternadamente a su favor o en contra.
Nolan, altamente inspirado, muestra a su personaje en múltiples trayectorias paralelas, entrecortadas y revisadas desde el futuro retrospectivo ingrato y sombrío, en medio del zigzag profesional y amoroso, la investigación de átomos, neutrones, elementos y compuestos; el roce receloso con sus colegas, piruetas políticas, pragmatismos ideológicos, el liderazgo en la base de Los Álamos, el espanto posterior. ¿Y de qué manera lo graba? Concentrado en la figura huesuda de Cillian Murphy, paulatinamente pálida y consumida, rodeada de encierros, grandes planos generales, penumbras, desenfoques y blancuras que obnubilan la vista y deforman los cuerpos de los involucrados en las intrigas del poder, representando que también se exponen a los efectos de la radiactividad. Los hallazgos de la élite del conocimiento se insertan en forma de latigazos escarlatas de microscopio, en una carrera contra el reloj, la paz y la vocación humanista. El ritmo es vertiginoso y los diálogos son abundantes, haciendo recordar los mejores momentos del cine de Oliver Stone, en Wall Street, JFK o Nixon.
Hay algo oscuro, inseparable, amalgamado, en Oppenheimer. Nolan habla del pasado y lo asocia al presente continuo. Con la perspectiva de la postverdad actual vemos criaturas del siglo XX en búsqueda de sus peculiares certezas y seguridades. Es el relato de una construcción, que Robert experimenta en su trayectoria individual, y corporativa para la hegemonía de la primera potencia. Y a la vez de una destrucción, concreta y emblemática, no sólo de un enemigo del Eje -al principio aparentemente Alemania y que termina siendo su socio Japón-, sino de la humanidad y del legado de siglos de ciencia. Un compañero suyo se lamenta y se resigna ante la convicción de Robert de no tener escapatoria: es cuestión de tiempo, el que hoy ya parece escaso para la especie, la fabricación de la bomba nuclear por los nazis y eso sería lo peor, el mal mayor (término muy familiar en el Perú actual). «Soy un destructor de mundos», dice el protagonista trágico. El teniente general Leslie Groves (tensionado Matt Damon), encargado militar del proyecto, husmea las consecuencias del plan, sin completa certidumbre de lo que podría pasar. ¿El mundo entero podría destruirse por una abrasadora reacción en cadena? El científico responde con honestidad y formalidad profesional, alejado de los peores miedos, y el uniformado asume irónico el riesgo. Son los gajes del oficio.
Los contrastes se lucen especialmente en la lectura de Nolan. El nacionalismo jubiloso estadounidense que atraviesa 250 años de hostilidades hasta su desaforada versión ‘trumpista’ de hoy, va de la mano de la pesadumbre de Robert; el cumplimiento del deber alterna con su inestabilidad sentimental y la persecución enloquecida del macartismo es una mueca sardónica que deja la postguerra. A la luz de los aplastantes hechos que dieron el triunfo a los Aliados, se analizan incidencias en comparación menores de las relaciones amicales y posturas públicas y privadas del investigado que podrían haber sido una traición a los intereses de Estados Unidos, justamente victorioso por el ataque más implacable de la historia. Los interrogatorios en un apretado espacio oficinesco transitan de la diligencia formal al absurdo y de los procedimientos legales al cinismo político. El precozmente envejecido Oppenheimer, en la época en que guionistas de Hollywood inscritos en listas negras usaban seudónimos y que hoy hacen huelga, debe contestar a suposiciones contrafácticas, a los «hubiera» delirantes de grises acusadores, como si se pudiera volver al pasado y reescribirlo.
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