El documental de Everardo González podría ser minimizado como un enésimo informe periodístico sobre la violencia generalizada en México y su conexión con el narcotráfico y el comercio ilegal de armas. A ningún mexicano o latinoamericano le haría falta verlo para corroborar el peligro que se vive a diario. Que los niños reclutados por cárteles son cada vez más jóvenes no es ninguna primicia, ni tampoco que hayan miembros arrepentidos que arriesgan sus vidas con tal de escapar. ¿Por qué entonces tendríamos que molestarnos en darle una oportunidad? Porque su tratamiento no es el del sensacionalismo de los grandes medios, porque busca indagar en las personas encerradas en cada criminal entrevistado, y porque tiene el coraje de señalar a Estados Unidos como el origen de la inseguridad y degradación moral del resto del continente americano. Aparte de distinguirse por una elección de cámara tan llamativa como su título, Una jauría llamada Ernesto es una obra que nos reta como sociedad a renunciar a la condena rápida y a reconsiderar la solución para nuestra eterna pandemia de criminalidad.
“Ernesto” es el alias concedido para un grupo de hombres anónimos, y un par de mujeres, que comparten el miserable destino de haberse involucrado con el narcotráfico de forma directa o indirecta. Sus testimonios son compartidos como narraciones en off acompañadas en su mayoría por planos donde vemos a individuos grabados únicamente desde sus espaldas. Nunca queda claro si las voces de las narraciones se corresponden con los cuerpos que vemos en pantalla, o si las historias mismas provienen de terceros. Sea como fuere, es difícil cuestionar la verosimilitud de los testimonios por tratarse de gente cuyas identidades están en riesgo de muerte. Solo en el caso de los planos enfocados en niños queda claro de que se trata de dramatizaciones de la etapa de vida en la que los testimonios fueron captados por los cárteles. Es a partir de sus reflexiones sobre la ingenuidad con la que se adentraron al narcotráfico y la satisfacción que les generaba el poder de cargar armas que se hace difícil juzgarlos por lo que terminaron en convertirse.
Una de las secuencias más reveladoras, al menos para un ignorante en la materia como quien escribe, es el encubrimiento de armas de alto calibre en sacos de arroz para luego ser transportadas y distribuidas en camiones ordinarios. Lo impactante no es solo el hecho en sí sino también los distintos ángulos con los que se graba el proceso de carga en una faja transportadora, una faja que también sirve de metáfora para el proceso de adoctrinamiento que ejerce el narcotráfico con niños a los que reducen como armamento y carne de cañón. Es aquí donde el narrador de turno admite que la adquisición de armas nuevas se realiza de manera legal en Estados Unidos. Aunque tampoco se trata de una información sorprendente teniendo en cuenta el descontrol de las armas en el propio suelo estadounidense, no recuerdo una admisión tan sincera en un ningún medio sobre el rol crucial que juega esta potencia mundial, todavía intocable e idealizada para muchos, en el auge de ese mismo narcotráfico que siempre ha jurado erradicar.
El testimonio excepcional de un policía mexicano también genera similar indignación cuando revela que ha vendido armas a jóvenes sin preguntar su propósito. Se corrobora así el poco o nulo interés que tienen las autoridades mexicanas (y de otros países latinos) por proteger a sus ciudadanos actuales y los del futuro que son los niños expuestos al reclutamiento forzado del narcotráfico. La confirmación más escalofriante de lo segundo es una escena corta en la que se ve como un niño rodeado de muchos otros demuestra cómo se debe amenazar con una pistola y a disparar. Se trate de una dramatización o no, la escena hace que resuene todo lo descrito por los testimonios adultos sobre la depredación sistemática de los jóvenes de los sectores económicamente más vulnerables de la población. Hay que recalcar aquí la prudencia y ética del director no solo para proteger las identidades de los menores retratados sino también para evitar caer en la trampa del miserabilismo cinematográfico, incluso en la representación de los narcos adultos. Porque exponer las verdades más crudas de nuestras realidades no tiene que implicar un innecesario regodeo en la pobreza y violencia que nos rodean para satisfacer el morbo extranjero.
El otro gran acierto del criterio moral y visión artística de González es su implementación de una Snorricam en reversa, es decir una cámara fijada al cuerpo de un sujeto que ofrece un plano subjetivo por encima de su espalda y nuca. Mediante esta particular elección de cámara la película logra superar el reto de acompañar a los distintos participantes del documental, sobre todo en locaciones dominadas por los cárteles y por ende prohibidas para un equipo de cámara externo, sin necesidad de revelar sus identidades pero pudiendo mostrarlos en sus interacciones con terceros. La difuminación del fondo no solo resalta la presencia de los distintos sujetos sino que también impide que se revele más de lo necesario de sus contextos, lo cual es crucial en las escenas que muestran menores de edad o en las que se manipula armamento pesado. Esta cámara curiosamente también evoca a los planos de los populares videojuegos de disparos en primera persona, un referente cultural más que pertinente pues el público joven al que apela es el mismo que los cárteles buscan explotar.
Una jauría llamada Ernesto podría ser fácilmente acusada de blanqueamiento de narcotraficantes por su intento de revelar la tragedia humana que se esconde tras la fachada ultraviolenta y patriarcal de los participantes. Nada más lejos de un ejercicio de reflexión obligatorio para México y para el resto de Latinoamérica. Las verdades como puños que se lanzan entre los distintos testimonios corroboran el fracaso de nuestras autoridades pero también de nosotros como conciudadanos que hemos alimentado al monstruo del narcotráfico a base de machismo, racismo, desigualdad económica, informalidad, corrupción e individualismo. Si los tentáculos de ese monstruo ahora campan a sus anchas a plena luz del día y en cualquier punto de las urbes latinoamericanas es por nuestra negligencia colectiva. Pero lo más estremecedor del documental no es lo que corrobora de nuestro ya desgraciado presente sino lo que augura para un futuro todavía más degradante.
Este título bien podría servir de contestación a Sound of Freedom (2023), la ficción ultraconservadora gringa que pretende haber descubierto la pólvora del tráfico de niños en Latinoamérica para promover el mismo conspiracionismo de terokal que arropa a Donald Trump. Una jauría llamada Ernesto no tendrá ni la mitad del potencial comercial de aquella producción pero le sobra la fuerza de su verdad colectiva, además de otros atributos audiovisuales como una banda sonora impecable en la que intervienen los propios participantes. El de González es un documental loable por dar voz a los que creemos que no la deben tener, por indagar en las raíces que se esconden tras la maleza de los asesinatos, y por revelarnos testimonios inéditos sin recurrir al sensacionalismo. Cada vez que presenciamos un crimen asociado al narcotráfico nos preguntamos cómo una persona puede llegar a cometer algo así, y como un país puede permitirlo. Esta película se molesta en contestar precisamente esas interrogantes al aire como ningún medio de prensa lo ha hecho ni hará. Bien harían los espectadores de todo el continente americano en escuchar y reflexionar sobre sus respuestas.
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