En su condición de documental, el cuarto largometraje de la salvadoreña Tatiana Huezo encanta por su forma tan cinematográfica de capturar la realidad, esto sin dejar de lado lo auténtico de las situaciones que se plasman en pantalla. Más allá del elemento humano, estamos ante un ecosistema donde lo natural y animal comparten el mismo protagonismo, labrando así una sucesión de experiencias tan reconocibles como diferenciables en su conexión casi ancestral con la tierra.
Teniendo de contexto el marco rural que constituye la comunidad agrícola de El Eco, las múltiples anécdotas y vivencias personales se van intercalando entre sí, creando un collage de vida que se ve complementado por espasmódicas imágenes que permiten apreciar lo majestuoso de la creación. Por su parte, la carga simbólica de la fotografía no solo da a entender el mundo interior de las personas a lo largo de la cinta, sino que genera un paralelo entre las mismas y el ambiente que las rodea. Ya sea por medio de relaciones estrechas o miradas lejanas, hay un entendimiento de su propia mortalidad que no las hace ajenas al ciclo natural de las cosas, dando paso a una correlación que se ve fortalecida por las tomas sumamente detalladas de las criaturas y plantas que conviven en el mismo espacio.
Junto a esta ley natural (la vida quita, la vida da) resuena la presencia del paso del tiempo, concepto que se torna antagónico en determinadas circunstancias. Con una vida por delante, existen varias historias dentro de la propia película que toman como base esta incertidumbre universal, especialmente por parte de las personalidades más jóvenes. Sin la presencia de los privilegios citadinos, ese miedo adolescente por no alcanzar lo deseado se intensifica, sensación personificada en las figuras de Montserrat Hernández, cuyos sueños se ven frenados por sus responsabilidades como nieta e hija; y Sarahí Rojas, quien no cuenta con los recursos suficientes para recibir una educación completa.
Sin deslegitimar a aquellos que se dedican a la actividad campesina, el conflicto generacional resulta en uno de los elementos clave del filme, siendo este contraste entre la seguridad que ofrece lo rutinario y la ambición por “algo más” lo que termina por mover las acciones de varios personajes. Asimismo, es aquí donde entra a tallar el envejecimiento y posterior muerte como destino inevitable, con la abuelita María de los Ángeles sirviendo de columna vertebral tanto para la comunidad misma como para la propuesta en general, tratándose de la primera mujer (madre, dadora de vida) en llegar a El Eco.
A partir de esta información, es posible observar que la cinta elabora un árbol genealógico de feminidades que evolucionan y se complementan, relaciones maternales ligadas a la propia identidad de la tierra como fuerza femenina. En su exploración de los diversos roles de la mujer en el ámbito rural, se hace presente el sacrificio físico-emocional de aquellas que se dedican a la labor doméstica, ya sea la crianza de los hijos o la preservación de la vida misma. En cuanto a las hijas, estas representan la ya mencionada ruptura con lo tradicional a partir de sus historias de autodescubrimiento, siendo la luz esa calidez que guía hacia un futuro incierto.
No obstante, cabe aclarar que los conflictos antes mencionados no envuelven a toda la gama de personas que comparten dichas características, ayudando así a resaltar el valor propio de cada una de las historias. Dentro de este matizado de situaciones, el filme también se permite explorar dentro de las diversas masculinidades propias del entorno, enfocándose especialmente en los niños, cuya percepción de la vida se va moldeando según su crianza. En sí, la propuesta ofrece diferentes puntos de vista de la subsistencia en el campo, esto con especial énfasis en la relación innegable de cada uno de estos con la cultura que conocen.
Con una mirada infante que impera a lo largo de sus 102 minutos de duración, es un largometraje que invita a descubrir un mundo de sensaciones y emociones perdido en el tiempo. Aquí, el viento sirve de principal medio de comunicación, siendo el diálogo lacónico pero preciso algo destacar, existiendo un manejo sutil de aquello que se dice para darle mayor peso a lo que se muestra. Por su parte, la manera en que resalta la textura y el sonido de la naturaleza complementa su carácter sensorial, acercándonos a ese espacio desconocido que termina haciéndose familiar.
Incluso si difícilmente recordaremos el nombre de cada uno de los habitantes de El Eco, sus vivencias permanecerán en la memoria cinematográfica. Dentro de su propiedad sonora y visual, es una experiencia capaz de generar peso en lo cotidiano, ambiente donde las esperanzas y desilusiones son situaciones del día a día. La existencia se deja contemplar, ya sea con sus lluvias o sus sequías.
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