Festival de Lima: «Eureka» (2023), de Lisandro Alonso

Eureka

Es a raíz de la última película de Lisandro Alonso que me doy cuenta de la relación existente entre su cine y el de Chloé Zhao, directora que a partir de su ópera prima Songs My Brothers Taught Me (2015) comenzó a nutrir un universo que atiende a protagonistas solitarios, una característica que tiene mucho que ver con un linaje postrado o agónico. Sus personajes son una suerte de nómadas porque parecen no tener o reconocer un lugar propio, son fantasmas porque son invisibles ante el común, ellos son los expuestos a desaparecer dentro de un mundo que se desplaza a un ritmo muy distinto y distante al suyo. Prácticamente sería un resumen del primer Alonso. Ahí están películas como La libertad (2001), Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008). Las personalidades de los protagonistas de dichas historias atienden de igual manera a un entorno lleno de misantropía y melancolía. Son además personas presas de un ánimo letárgico, lo que el director argentino representa mediante la reincidencia de sus tiempos muertos o instantes en los que aparentemente no parece suceder nada. De ahí por qué Eureka (2023) resulta ser un retorno a su cine más primario, al menos en gran parte. Sucede que complementariamente es una película igual de compleja y enigmática como lo fue Jauja (2014). Es decir, Eureka es un concentrado de argumentos muy propios del cine contemporáneo.

En su nueva película, Alonso crea un relato episódico, algo que ya se había ensayado en Jauja, a propósito de la secuencia final en donde surge un “quiebre” temporal y espacial. Y pongo entre comillas quiebre dado que Alonso parece insinuar que el tiempo —el pasado, presente o futuro— es solo una ilusión. “Es ficción, un invento humano”; lo define un anciano en un momento de su reciente película. Tomando en cuenta esa definición, resultan lógicas las transiciones espacio temporales que se fabrica en Eureka. Eso incluye el tránsito enigmático de la mencionada secuencia en Jauja. De pronto, los tiempos se confunden al compartir —o repetir— artilugios o conflictos. Es algo más complejo que el concepto de la trascendencia. Volviendo a la idea, decía entonces que Eureka es estructuralmente episódica, pero sus transiciones entre uno y otro episodio no solo implica un cambio espacio temporal, sino también una de ellas define un cambio en su naturaleza ficcional. Esta surge en el puente entre el primer y el segundo episodio. Repentinamente, queda al descubierto una frontera ficticia. Ahora, me atrae también leer ese primer episodio no como tal, sino como un prólogo. Así como en Jauja hay un prólogo, el de la Jauja histórica y mítica descrita como un paraíso perdido, el prólogo de Eureka por igual citará un escenario y tiempo histórico y mítico. En este vemos una representación extraña del western. Nos referimos a un género que si bien debería de aludir a la época dorada de Hollywood, grandes hazañas de los cowboys y la efervescencia de su masculinidad, vemos en su lugar una desmitificación de esas características.

Ya con ello, Alonso crea una pauta. O sea, lo que se verá a continuación serán historias o episodios de un mundo desencantado, lánguido, decadente, sombrío, enfermizo, vicioso, autodestructivo. Y eso porque al principio nos muestra un escenario western sucio, una especie de Jauja en donde lo paradisiaco es solo un mito o invento humano. Por tanto, tiene sentido que los siguientes episodios traten también de mundos que aluden a paraísos perdidos. Esas historias tienen mucho de mito o falsedad. Son relatos en donde parece aludirse a comunidades sobrevivientes, poseedores de un aire optimista y triunfal al simular una rehabilitación social o un retiro espiritual o sanador para el alma. Muy a pesar, son panoramas artificiales. En realidad, todo es decadente. De ahí qué tan significativo resultan los trabajos de fotografía de los directores Timo Salminen y Mauro Herce, quienes, ciertamente, tienen mucho en común. La fuerza de sus contrastes alienta la angustia de los protagonistas, esos fantasmas que fingen estar vivos cuando no lo están. Luego se harán responsables de sus respectivas realidades en donde ya no reconocen a los suyos y sus respectivos territorios. Se sienten solitarios al percibirse como nómadas dentro de su misma tierra. Nuevamente, ahí están las películas de Zhao. En The Rider (2017), un hábil del rodeo ve cómo se cierra ante sus ojos esa temporada de glorias; en Nomadland (2020), una mujer “huérfana” comienza a hacer un reconocimiento social y testimonial de otros similares a ella que han generado un desapego respecto a los rituales de la modernidad. Eso sucede en Eureka. Lo cierto es que, a diferencia de las películas de Chloé Zhao, Lisandro Alonso esta vez otorga a sus personajes un escape, un momento de júbilo o expiación, lo que logrará salvarlos de ese sufrimiento que se suponía eterno. Es un estado eureka.


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