La dicotomía de civilización versus barbarie se me viene a la mente. La hostilidad que va percibiendo el joven protagonista dentro de un rancho argentino, a causa de su condición de citadino y forastero, me hace pensar que su presencia genera una reacción sociocultural. Lo cierto es que La barbarie (2023) termina desmitificando esa dicotomía que floreció en la literatura latinoamericana del decimonónico, a propósito de que muchos intelectuales concientizaron la existencia de una brecha social y política que partió a muchas naciones en dos luego de alcanzar la independencia. Era un efecto del intervencionismo extranjero, el no planeamiento de una identidad propia por parte de los gobernantes a cargo y la todavía vigente desigualdad de derechos entre ricos y pobres. Se podría decir que eran dos sociedades distintas y distantes incapaces de dialogar entre sí, situación que parece emularse cada que Nacho (Ignacio Quesada), hijo del dueño de la estancia ganadera, intenta hablar o hasta conciliar con uno de los muchachos que es empleado de su padre. Son momentos tensos consecuencia de la reacción hosca y a veces violenta del joven criado entre reses y la fuerza bruta, actitud que define un antagonismo o discordia, a pesar de que del otro lado solo se percibe un intento de socializar o consenso.
Es debido a la repetición de esa situación que se van encendiendo prejuicios que invocan a percepciones raciales, culturales y socioeconómicas. Es decir, hay una regresión o alusión a los conflictos latinoamericanos del siglo XIX. Claro que eso se pone en duda a medida que vamos conociendo más sobre ese otro personaje principal. Marcos (Marcelo Subiotto), el terrateniente de la finca, hombre que también se confunde en ese escenario salvaje, solo que no de una manera rudimentaria. Su salvajismo es más bien prolijo o sabe encubrirlo. Es así como lo irá percibiendo Nacho, el extraño del lugar, quien es una presencia que contempla ese alrededor con un conocimiento virginal, siempre con curiosidad, aunque sin intromisión. Su mirada es contemplativa, nunca entrometida, al menos hasta cierto punto. Es como si sus modales de la urbanidad se preservaran entre el herbaje y los animales criados para ser aniquilados por la mano del hombre. Es un encuentro de dos mundos en donde el ajeno intenta integrarse, pero el mundo rural lo repele hasta cierto punto producto de su ingenuidad. Es esencial reconocer ese carácter en Nacho. Será pues esa personalidad la que no solo alentará el ambiente pesado que ejerce dicho territorio, sino que además lo cegará de ciertas evidencias que bien podrían ayudarlo a comprender con anticipación el escenario en cuestión.
La barbarie es estimulante a causa de que va reprimiendo un secreto que a su momento creará un daño de gran proporción. Luego de que Nacho revele ese hecho en reserva es que liberará la bestia. El director Andrew Sala mezcla el western con el thriller, pero además se apropia de los complejos sociales para ir creando una olla a presión e ir derribando las fantasías fabricadas por el cine de género. En principio promueve un coming-of-age, la tentativa de un romance que surge con una de las empleadas, además de la compostura de una relación de padre e hijo. Luego todo eso se desromantiza. Es entonces cuando el extranjero se desencanta del espacio, lugar al que había decidido refugiarse por una razón que nunca tenemos en claro —ese es otro detalle atractivo de esta película—. Nacho es el “civilizado” que había decidido huir de la ciudad con intención de encontrarse con esa promesa utópica del mundo rural, espacio supuestamente apacible, pero que es más bien violento y degenerado. Eso no solo forjará un estado de decepción en el muchacho, sino que además revelará su verdadera identidad a partir de su rabia, su musculatura apañada por sus trajes holgados, aquellos que ocultan las magulladuras propias de una bestia que se niega a ser domada, sea en el terreno ajeno o el de la ciudad. Para su pesar, el mundo de ahí o allá es el igual de bárbaro.
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