La ópera prima del escocés Johnny Barrington es tan frenética y refrescante como las olas del Atlántico que golpean la isla norteña de Lewis y que arropan una historia adolescente peculiar que combina humor, tragedia, surf, fantasía, sexo y fe. La aparente disonancia de estos elementos y los giros narrativos de un guion inconcebible no impiden que el filme se mantenga a flote y que incluso despliegue efectos audiovisuales inusuales para una cinta de autor. La de Silent Roar es una historia que parte de un ambiente cómico de escuela secundaria y que gradualmente se transforma en una épica de proporciones casi bíblicas en torno a un joven que, guiado por alucinaciones, busca a su padre desaparecido en altamar. Es una vuelta de tuerca al arquetipo del “elegido” que recuerda a las cintas de los Daniels y Taika Waititi por su sentido del humor bizarro y cierta sensibilidad cursi, pero también por reivindicar la vulnerabilidad que yace incluso en los individuos más extraños.
El protagonista, Dondo, transita por aguas turbulentas tanto por su faceta de surfista obstinado como por su condición de adolescente y reciente huérfano de padre. Su fuerte negación sobre la muerte de este último se manifiesta en alucinaciones y pistas arbitrarias que lo convencen de que su padre sigue vivo y que él debe salvarlo, una convicción que por supuesto choca con la resignación de su madre y con la frialdad de un pueblo religioso. Aunque encuentra cierto consuelo en el excéntrico sacerdote local y en su amiga rebelde Sas, Dondo se decanta por los consejos de tres surfistas imaginarios y una versión “suiza” de Jesús para perpetrar su misión. El guion ciertamente se regodea en lo ridículo de su premisa, recurriendo a momentos cómicos que van desde las bromas más inocentes hasta una situación bochornosa de masturbación, pero no deja de explorar el dolor y la rabia típicas de la adolescencia además de la desolación que supone la desaparición fortuita de un padre.
La credibilidad y encanto de la película depende en buena parte de su actor protagonista, el debutante Louis McCartney, que sorprende en sus transiciones entre comedia y drama así como en sus escenas de surf. También destacan Ella Lily Hyland como Sas, un personaje que no se encasilla en el cliché de chica problemática, y Mark Lockyer como el sacerdote que parodia al cristianismo escocés sin llegar a ser ofensivo. Es entre estos tres actores que se generan algunos de los mejores momentos cómicos como el que implica una pregunta explícita sobre el género de Dios. Fuera de algunos personajes secundarios excedentes como el pretendiente y la madre de Sas, o la redundancia de las alucinaciones de Dondo en hacia el final, son muy pocos los reproches que se le pueden hacer a un primer largometraje ambicioso tanto en lo narrativo como en lo audiovisual. En efecto, los planos correspondientes al mar son tan espectaculares como los panorámicos sobre tierra. La fotografía acuática de John Frank no solo capta de cerca a los personajes que surfean o navegan en bote sino que transforma al mar en un segundo protagonista como si fuese un documental de fauna marina. Algunos de estos planos incluso sirven de fondo para las secuencias correspondientes a las alucinaciones de Dondo y que constituyen experimentos visuales estimulantes. El sonido aquí también es clave para que el espectador se transporte a un mar escocés gélido que difícilmente querrá experimentar en la vida real. En el plano sonoro también es destacable la banda sonora que incluye potentes cánticos religiosos gaélicos que hacen que la humilde parroquia del pueblo adquiera las dimensiones de una catedral de acústica imponente.
Por todo ello Silent Roar es un frenesí adolescente fantástico que sigue la estela de la aclamada Aftersun (2022) y corrobora la vitalidad del cine escocés contemporáneo. Los amantes del surf, de las comedias adolescentes y de las historias extravagantes tienen en ella una cita pendiente, con mucha suerte en una sala de cine.
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