El cuarto largometraje del británico de origen iraní Babak Jalali gira en torno a Donya, una joven afgana y ex traductora del ejército estadounidense instalada en la pequeña ciudad de Fremont. Pese a haber atravesado por un éxodo brutal como innumerables compatriotas suyos tras el retorno al poder de los talibanes en 2021, su vida transcurre con relativa calma mientras trabaja en una fábrica artesanal de galletas de la fortuna. Su dificultad para conciliar el sueño parece ser la única secuela que padece, razón por la que acude a un psiquiatra que le pueda recetar pastillas. Este le propone una terapia excéntrica a partir de la cual Donya comienza a ser consciente del impacto emocional de su desarraigo pero también del futuro potencial que le queda por vivir. Aunque suene a melodrama de migración estándar, Fremont arropa la vida de Donya con una capa de humor negro y seco que recuerda a la filmografía de Alexander Payne, convirtiéndola en una experiencia tan gratificante como edificante.
Su elección de título es algo engañosa y perezosa teniendo en cuenta que la película abarca varias locaciones californianas como San Francisco, y que su atractivo principal radica en su protagonista. En la piel de la debutante Anaita Wali Zada, Donya se muestra como una mujer amable y agraciada en cuyo rostro sin embargo se puede adivinar cierta melancolía. Sus expresiones terminan por revelar más sobre su duro pasado que cualquiera de los detalles fríos que proporciona a un psiquiatra desatinado. Su mirada y voz penetrantes también son clave para los diversos momentos de comedia ligera que se suscitan con este y el resto de personajes que van desde ridículos hasta impasibles. Wali Zada se muestra igualmente hábil en el drama, consiguiendo momentos entrañables como su reacción espontánea a la balada que entona su compañera de trabajo. Su condición de actriz no profesional es imperceptible en una película donde el realismo es sin duda palpable pero no más prominente que su vocación cómica.
Al igual que la Nebraska (2013) de Payne, la configuración en blanco y negro de Fremont representa una decisión estilística más que un énfasis del trasfondo cultural difícil de Donya. Aunque su alusión es inevitable como en el incómodo interrogatorio del psiquiatra, este trasfondo logra ser opacado por el concepto de la fortuna, especialmente en relación a los mensajes de las galletas chinas. Que estos provengan de un ambiente sombrío de fábrica donde ningún empleado ha encontrado la fortuna representa una excusa más que idónea para una tragicomedia. Tiene sentido que eventualmente Donya se convierta en la autora de estos mensajes y que intente cambiar su propia suerte mediante uno de estos. Personajes secundarios como el jefe chino o la compañera gringa de Donya contribuyen a la definición variada y subjetiva de la fortuna. El guión coescrito por Jalali y Carolina Cavalli aborda este concepto con astucia y lo complementa con un relato que desmitifica la “fortuna” asociada al país de acogida de Donya.
La historia sí que pierde algo de ritmo y sustancia en su tercer acto, en parte porque involucra un romance algo forzado para la protagonista. Seguramente Fremont atraerá curiosidad en el plano comercial por incluir en su reparto a la nueva sensación del streaming, Jeremy Allen White. Sin desmerecer su rol, la película de Jalali no lo necesita para cautivar a las audiencias más escépticas sobre el poder del cine independiente. El descubrimiento de Anaita Wali Zada es más que suficiente para darle la oportunidad a este dramedy que encuentra humor y optimismo en un relato que rinde tributo a una sociedad afgana que lo ha perdido casi todo. También es una obra que haría rabiar al talibán más cosmopolita solo por estar encabezada por una verdadera refugiada afgana, y no hay mayor satisfacción que la de poder combatir el fundamentalismo con arte.
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