El 50 aniversario del golpe de Estado contra Salvador Allende ha sido conmemorado el pasado 11 de septiembre dentro y fuera de Chile. El cine chileno evidentemente se ha prestado a la causa con su acumulado catálogo de documentales y ficciones en torno al golpe y la dictadura, tal y como consta en la colección de la plataforma OndaMedia y que refleja una conciencia colectiva saludable y envidiable del país vecino. El director Pablo Larraín puede jactarse de haber aportado ya una trilogía a este trágico episodio histórico, incluyendo la internacionalmente aclamada No (2012), por lo que no hacía falta que estrenase un nuevo título para este aniversario. El Conde (2023) sin embargo justifica su pertinencia como sátira política con pinceladas de terror y fantasía que cumple con deshonrar al dictador Augusto Pinochet y condenar sus crímenes a escala global vía Netflix.
La premisa de El Conde es sencilla: Pinochet resulta ser un vampiro de origen francés que fue suprimiendo revoluciones y cambiando de identidad a lo largo de dos siglos hasta que decide zarpar hacia “un país sin rey” para convertirse en su máximo líder. En el presente, tras fingir su muerte como el dictador chileno y refugiarse en una casa recóndita, este vampiro envejecido y aburrido (Jaime Vadell) desea morir pese a los deseos de su mujer, sus hijos adultos, y su vasallo militar y mayordomo, Fyodor (Alfredo Castro). La llegada de la joven monja Carmen (Paula Luchsinger), reclutada para contabilizar la exuberante herencia del patriarca pero también para exorcizarlo, hace que el clan Pinochet se revuelva sin poder dar marcha atrás.
A nivel conceptual esta es una de las obras más originales y ambiciosas de Larraín. Incluye una serie de novedades en su filmografía como la fotografía en blanco y negro (exuberante lienzo de Edward Lachman), el género de monstruos con logrados instantes de terror, y la contínua narración en off en inglés de Stella Gonet. Si descontamos su cameo en Neruda (2016), también es la primera aproximación narrativa de Larraín a la vida del dictador chileno. Aunque el humor negro es prominente en Neruda e incluso en la cruda Tony Manero (2008), El Conde representa su primera sátira propiamente dicha. Su biografía predominantemente fantasiosa no impide que sea menos persuasiva que las de Jackie (2016) o Spencer (2021). El origen alternativo de Pinochet como soldado desertor de Luis XVI y asesino de prostitutas resulta tan admisible como las alucinaciones de Diana de Gales en el filme anterior, especialmente por contar con una puesta en escena y elenco internacional apropiados. De vuelta en Chile, las quejas del clan Pinochet por el rechazo de la sociedad actual (“son unos malagradecidos”, “a un soldado se le puede acusar de asesino pero no de ladrón”) se complementan deliciosamente con la metáfora del patriarca vampiresco que no deja de chupar sangre “agria y con olor a perro” de un pueblo plebeyo. Los momentos de fantasía como los vuelos de Pinochet sobre Santiago y sus crudos asesinatos son innecesariamente espectaculares, especialmente para una producción estrictamente chilena.
Respecto al guion, la película resulta más atractiva en su representación del pasado ancestral de Pinochet y su faceta como vampiro. La segunda parte, que transcurre en una residencia clandestina muy similar a la de El Club (2015), es más bien tediosa tanto por la oscuridad de los espacios interiores como por las minuciosas entrevistas de la monja Carmen con los hijos del dictador y los diálogos entre estos. Los últimos representan el aspecto más flojo de la película pues carecen de matices de personalidad mínimamente distintos o intrigantes. La enumeración de asesinatos y fuentes de enriquecimiento ilícito de Pinochet en tono cómico en las entrevistas se siente más bien forzada, especialmente en contraste con el despliegue previo de dardos satíricos que revelan con naturalidad la insolencia del clan. Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer) es más caricaturesca aunque limitada como oligarca chilena estereotípica. La sospecha de un triángulo amoroso con el vasallo Fyodor le añade una capa de picardía a su trama. Más bien se desaprovecha la lectura homoerótica de la relación del personaje de Alfredo Castro con Pinochet. Fuera de las entrevistas, la Carmen de Paula Luchsinger se roba el show con su mezcla de inocencia y sensualidad, su lucha moral interna, y su aspecto innegablemente evocativo de la Juana de Arco de Dreyer.
En el contexto del aniversario del golpe, casi como si fuera uno de los anuncios polémicos de la campaña del No, El Conde para algunos será una sátira lúdica e iconoclasta de la figura sombría de Pinochet mientras que para otros será un intento de memoria estrafalario y posiblemente ofensivo para las víctimas de la dictadura. En cualquier caso confirma que este hecho histórico representa una fuerte grieta en la sociedad chilena que sigue pendiente de restauración. Fuera de este contexto, la película es excitante como concepto y experiencia audiovisual pero algo menos satisfactoria como relato ficticio. Sí que ratifica el vigor crítico del director y guionista chileno así como la evolución de su aspiración artística. Siguiendo la estela de sátiras como El gran dictador (1940) o Espérame en el cielo (1988), El Conde nos anima a exorcizar los demonios del pasado y presente políticos con una estaca de memoria y un martillo de humor. Su final astuto y perturbador podría ser la base de una alegoría todavía más provocadora sobre el Chile contemporáneo y sobre cualquier sociedad postdictatorial.
Deja una respuesta