Fui a ver Sound of Freedom, la sensación del momento, un martes por la noche. La sala estaba casi llena. Más allá del parloteo de la derecha conservadora, convencida de que el film es el tan ansiado refuerzo en la batalla cultural contra Hollywood, no cabe duda de que estamos ante un éxito rotundo. ¿Qué hace que una pequeña película independiente, financiada por un estudio de cine cristiano en Estados Unidos y estancada en postproducción por casi cinco años, movilice significativamente a las masas hacia la sala de cine? Esta es una pregunta que, a mi juicio, no se ha hecho lo suficiente. La mayoría de cuestiones en torno a Sound of Freedom han indagado en su evidente vinculación con el ala trumpista del Partido Republicano y la intensa defensa política que los conservas latinoamericanos (bolsonaristas, uribistas, panistas, ultra evangélicos y libertarios de Twitter) le han dedicado en los últimos meses. Pero esa es otra cuestión (y bien documentada, por cierto). Lo que debería despertar nuestro interés, estando en estrecha vinculación con el riesgo político, es su appeal popular. Seamos claros: no todos los que la estiman (quizás ni el diez por ciento) creen genuinamente en la conspiración QAnon o son fanáticos religiosos. Hay algo más que no estamos viendo.
Esta es una cuestión bastante curiosa, además, considerando que la película, si nos ponemos honestos, es particularmente mediocre, o quizás hasta mala, o muy mala, dependiendo el humor (y la creencia) desde el que se le mire. Creo que, para ser justos, y para cumplir el protocolo, comenzaré con la “crítica” común, para luego intentar sugerir, a partir de lo que el Sound of Freedom sí hace bien, el porqué de su éxito.
Los problemas con la película de Alejandro Monteverde comienzan desde su inicio. No se pone mejor. Este es, si nos ponemos exigentes, un problema de raíz. Una película -al menos, una buena- sugiere, no indica; cuestiona, no impone. Y si impone, no debería parecer que lo hace. Y si lo hace, es con suficiente tacto y sutileza. Aquí todo va al revés. Desde la primera escena, unos niños sonríen ante la cámara, con labial y el pelo despeinado, con ominosa música de cámara en el fondo. Luego, como si el director temiese que no nos hubiéramos dado cuenta de lo que sucede, se da un close up a una de las niñas y su sonrisa. La música, como de ritual satánico, suena muy fuerte. Poco faltaría que la cámara incluye un cartel que diga «¡Peligro!», con letras rojas en el fondo.
Por supuesto, este es un film sobre las redes de tráfico de niños y niñas, en su relación con el inquietante número de menores utilizados como esclavos sexuales. El protagonista es Tim Ballard, un miembro de Seguridad Nacional en EEUU que persigue a pedófilos y traficantes y que, frente a presión y la culpa, decide (y al parecer tiene todos los recursos y habilidades para lograrlo) rescatar niños de una red en Colombia.
Las pretensiones de la historia son bastante predecibles. El problema, como ya adelantamos, está en la forma en que se llevan a cabo. Como regla general, si alguien desesperadamente te quiere convencer de algo, recurriendo incluso a prácticas indeseables, puede ser porque, en el fondo, no está tan seguro de lo que dice. Ese parece ser el caso con la conspiración. Sound of Freedom insiste en que tengamos miedo, y que ese miedo nos haga ver entre líneas. Pensémoslo bien. Los villanos funcionan como penosas caricaturas que no hablan como las personas de verdad (para caracterizar al pedófilo, parece que solo googlearon “pervertido de película” y le pusieron un apellido judío para reforzar sus sospechas). Se usa constantemente cantos gregorianos para recordarnos de qué lado está la película ante tantas escenas de grooming. La lógica del film y las caracterizaciones de las que parte, casi sin ningún tipo de matiz, parecen mucho menos inteligentes que los niños que han sido convencidos a ser parte de la película. Pensémoslo. ¿Hay algún momento en que el personaje principal se equivoque, o tenga genuino temor, o no sea el héroe perfecto de televangelistas y libertarios online?
El otro problema Sound of Freedom, y este si es imperdonable, tiene que ver con el tipo de sufrimiento que relata. El sufrimiento, y el sufrimiento infantil, genera una serie de interrogantes sobre su legitimidad. Ya vimos que esta no es una película particularmente sutil. Aquí abundan las escenas de niños acechados por depredadores y escenas del llanto y dolor, que se filman con particular intensidad, primeros planos, lenguaje alegórico, música ceremoniosa y demás elementos de horror. Aquí una intuición básica: el cine no debería narrar el sufrimiento porque sí. Debe decirse algo más. El problema es que el film, al narrar las cosas desde lo obvio y sin profundizar verdaderamente en las redes de tráfico, termina diciendo lo que ya sabemos. Quizás el motivo detrás es la denuncia visceral, pero no debería denunciarse así, tomando el dolor y la vulnerabilidad de otros y haciéndolas piezas de mercancía, alterándoles mediante el espectáculo. Al final, solo queda la vanagloria del héroe blanco, mesiánico, que nunca teme.
Si Sound of Freedom tiene tantas falencias, ¿qué la hizo sobresalir entre el público? Si queremos una respuesta más o menos obvia, más allá de la lectura política, podríamos ir con el pánico moral y la niñez. El pánico colectivo, a partir de la alteración de normas morales básicas (como que los niños son inmaculados e inocentes) es una fuerza particularmente convincente. ¿Acaso no es cierto que toda la avanzada conservadora se apoya principalmente en la “manipulación a los niños” como mecanismo de persuasión? Si en los años 80 la amenaza de los “sacaojos” en Lima (sujetos que se roban niños para vender sus órganos en el extranjero) fue capaz de afectar las marchas contra el gobierno, hoy, actores tan diversos como activistas antiprogresistas, neopentecostales carismáticos y fanáticos de dictaduras se enfilan en un mismo bastión de lucha en defensa de aquello que, por sus características, está más allá de lo político y no puede negarse. Proteger a la infancia es sentido común, es urgente y motivador. Un tema apolítico, con el que nadie puede estar en desacuerdo, pero filtrado desde una agresiva politización.
Por supuesto, nada de eso sirve si Sound of Freedom no supiera vender bien lo que dice. Tenemos que admitirlo: a pesar de sus límites, es cinematográficamente inteligente. Y eso la hace mucho más peligrosa. La película tiene claras las intuiciones básicas de la narrativa y las explota bastante bien. El montaje es ágil y permite el enganche. Presenta un misterio que se siente relevante. Habla sobre asuntos serios y deja claro su seriedad. Narra con mucho pulso problemas de la vida real, dilemas de los que puede hablarse en la mesa de la familia y que despiertan sensaciones que pueden llevarse al activismo, o alguna acción que se percibe como valiosa en la vida social. Presenta personajes que, aunque de plástico, no están basados en súper héroes alados de cómic.
Con sus distorsiones, Sound of Freedom devuelve las emociones del cine, o algo que se asemeje a ellas. El suspense, si bien simplón, fuerza a la audiencia a especular y armar sus propias conjeturas. En la película, Tim debe fingir que es parte de la red. Ahí el interés: jugar con el enemigo. Seducir al villano. Asumir un disfraz y una caracterización. Construir una ficción. Dejarse llevar por el misterio. Vamos, hasta Mi abuela es un peligro (2000) mejoró gracias al juego de misterio y máscara. Estamos, pues, ante mal cine que sabe copiarse del bueno, y sus intenciones son transparentes. Sound… es honesta en lo que dice. Manipuladora hasta la médula, pero honesta.
Y así, en un gran esquema neoliberal, la película funciona por el “hágalo usted mismo”. Jim Caviezel, el protagonista, cierra la película con un mensaje de alerta a la audiencia, pidiendo difundir el film a partir de la compra-venta de entradas y el boca a boca online. Hay, según lo que indica, una suerte de complot (en el mejor caso, desinterés) de los grandes poderes contra el mensaje de la película. Y es el sujeto de a pie quien salva el día. Es fácil entender el atractivo: te presentan un tema urgente y a partir de un enfoque aparentemente saludable, sin tintes políticos. Te recuerdan el valor de la sala de cine, el compartir la experiencia de una causa común y un misterio compartido, de volver a enfrentarse a problemas reales filtrados por las emociones de Hollywood. Y, al salir del cine, te sientes mucho más importante que antes. Es la experiencia completa.
Bueno. Mientras la gente insiste en ver Sound of Freedom y las salas se llenan, el verdadero Ballard, el productor, Eduardo Verástegui, y Caviezel hacen lo posible por avanzar sus causas ultraderechistas y difundir el pánico colectivo. No sé. No es alentador. Si se quiere una película que denuncia valientemente los abusos sin caer en distintas artimañas, vale la pena ver Spotlight otra vez. Una película que no idealiza peligrosamente a sus protagonistas. Una película con una extensa investigación detrás. Una película que denuncia el abuso sin hacer propaganda y sin explotar a las víctimas. Ya saben, cine poco común.
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