Muy audaz la decisión del director Pablo Larraín de ofrecer su visión sobre el dictador Augusto Pinochet (Jaime Vadell) de manera farsesca, al presentarlo –inicialmente bajo el nombre de Claude Pinoche– como si fuera un Conde Drácula surgido en la Revolución Francesa y de ahí saltar hasta nuestros días, en que lo encontramos –retirado de la política, pero aún activo como chupasangre– en su refugio en el sur de Chile y volando en la noche sobre Santiago, la capital del país, atacando a sus víctimas, arrancándoles el corazón a mordiscones y tragándoselos después de pasarlos por una licuadora.
Una presencia fantasmal
Que este insólito disparate sea tomado en serio se debe al notable trabajo de fotografía en blanco y negro a cargo de Edward Lachmann, así como a la dirección artística de una estancia con interiores señoriales de aspecto decrépito, como el personaje que la habita. La penumbra, el claroscuro, los contrastes de luz y sombra establecen un patrón constante que, junto a la ambientación, dan cohesión a esta peculiar aproximación al viejo dictador devenido en vampiro. Mientras que los exteriores están envueltos en una aligerada bruma que los impregna de una pátina grisácea, dándole a todo el paisaje un aire fantasmal.
Lo misterioso de esta locación queda así asegurada, al punto que hasta su ubicación geográfica es ambigua. Por momentos podría estar en el desierto de Atacama, sino fuera porque los personajes lucen abrigados al tope, lo que evidencia unos páramos mucho más australes y lo que parecen dunas de arena es una suave capa de nieve. Uno se maravilla que este trabajo, digno heredero del expresionismo alemán y trasladado (a la vez que evolucionado) al sur del planeta, trayéndonos a la memoria los filmes clásicos de Frankenstein y Drácula de nuestra infancia; cuando no a clásicos del cine como Theodor Dreyer. Hay una grata aportación de belleza plástica durante varios tramos de la cinta.
En este entorno de fantasía gótica, lo segundo que genera interés es el planteo de situaciones en torno a las relaciones del vetusto vampiro con su esposa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer), su mayordomo principal Fyodor Krassnoff (Alfredo Castro); y la aparición de Carmen (Paula Luchsinger) una monja-contadora que a la vez es exorcista, y sus cinco hijos (Catalina Guerra, Amparo Noguera, Antonia Zegers, Marcial Tagle, Diego Muñoz). Esto despierta y acrecienta la atracción del público, así como el hambre de terror o al menos drama en estos asuntos, lo que lamentablemente no ocurre. Aparentemente, Larraín ha enunciado y mostrado estos potenciales conflictos dramáticos pero solo a manera de denuncia, eso sí, con sorna y un humor feroz; o incluso ya sin ninguna ironía, rompiendo un poco el formato farsesco.
Pese a esto, la película no deja de ser entretenida y, al final, uno queda satisfecho con varios episodios y sus componentes formales; siempre y cuando se sea opuesto a la dictadura pinochetista y su sangrienta herencia política. Es un filme para convencer o entretener a los convencidos, y lo logra limitándose narrativamente a la pura farsa. Sin embargo, en general, frustra un poco (o bastante) las expectativas de cualquier público (convencido o no), ya que uno se queda con las ganas de saber qué pasó (o hubiera pasado) con varias de estas situaciones, contrariando la curiosidad del espectador.
Una farsa frustrante
Así, el supuesto triángulo amoroso lo desinfla el propio Pinochet; el esperado exorcismo se convierte en una entrevista de la monja Carmen a los hijos del dictador (procedimiento que ya usó el director con los curas desalmados en su mucho más consistente filme “El club”), con fines de denuncia política (corrupción a gran escala); para que luego la supuesta pugna de los hijos por la herencia queda en nada; y el tardío enamoramiento del dictador también se corta casi abruptamente. Dicho en otras palabras, lo que parecía el comienzo (y como tal lo era) de una estructura dramática sólida se va cortando sin mayor coherencia y es sustituida por retazos del género de terror en clave de farsa: primero, por la vampirización de personajes, luego por alusiones a 1789 (o sea, el uso de la guillotina) y finalmente por la aparición física de Margaret Thatcher (Stella Gonet), quien arrastra al vampiro hacia un desenlace esperemos no redundante.
En otras palabras, la estructura dramática convencional (o no) es reemplazada por episodios más o menos deshilvanados, cuya única lógica es tratar de sorprender al espectador con cualquier burla (e incluso algunos “desenmascaramientos” políticos ya en términos realistas) y un humor algo irregular que remache la farsa anti pinochetista. Y ello atenta un poco contra la continuidad y coherencia narrativas.
Así, por ejemplo, la monja, el mayordomo y la esposa se vampirizan y no se sabe bien por qué o para qué; fuera de sacarlos de escena. El destino de los hijos finalmente montados en trineo queda en la incertidumbre. Pareciera que Thatcher y Pinochet se llevan el botín de todo lo robado por y para la familia, lo que se opone a hecho de que durante buena parte de la película el vampírico dictador está aburrido de la vida y más bien quiere morir (finalmente, ¿para qué le sirve la riqueza?).
Pero lo más importante es que la pareja de villanos se sale con la suya sin ningún obstáculo, nada se lo impide. En este sentido, en este tramo final, “El Conde” exhibe la misma debilidad que la inocuamente controvertida “Sonidos de libertad”, de Alejandro Monteverde, en el que el protagonista también logra vencer los obstáculos casi sin mayor resistencia, lo que limita el impulso y la tensión dramáticos. Lo que es una pena, porque en su importante filmografía el realizador chileno se caracteriza por un muy buen trabajo en materia dramática, eventualmente con aportes innovadores.
Una estructura fantasmal
Lo que me gusta de sus películas referidas a temas chilenos –como las notables “No” y “Neruda”, sin mencionar a “Post mortem”– es que, pese a su oposición a la derecha y Pinochet, las historias de Larraín no se ahorran fuertes críticas a la izquierda; lo que no ocurre en “El Conde”, por ejemplo.
En “No” (2012) se critica la incomprensión o desconexión de ese sector político con respecto a los códigos de la publicidad y la visión de la juventud de entonces; lo que era necesario para triunfar con el ‘No’ en el plebiscito convocado por Pinochet con el objetivo de continuar en el poder por ocho años más. Uno de los argumentos de un importante sector de la izquierda de entonces que cuestiona la citada cinta es que, al hacer uso de los códigos de la publicidad, se banalizaba el heroísmo, sacrificio y resistencia anti dictatorial.
Paradójicamente, este es uno de los argumentos esgrimidos por algunos críticos contra “El Conde”, es decir, que banaliza o minimiza el papel de Pinochet al presentarlo de manera satírica e “inofensiva”. Quizá el realizador ha buscado dar la contra a este tipo de argumentos al limitarse al plano de la farsa “superficial” sin profundizar, mediante la coherencia dramatúrgica, en una exploración de lo humano; y pese a las muy claras críticas políticas (especialmente durante el interrogatorio a los hijos) y a las cualidades estéticas de la puesta en escena.
En el caso de “Neruda” (2016), en cambio, Larraín pareciera haberse pasado al otro bando y cuestiona al ilustre poeta por su frivolidad y ego colosal (justificado hasta cierto punto por su genio literario), los que pondrían en riesgo la seguridad y vida de los militantes comunistas que lo escondían de la persecución del gobierno de Vicuña Mackenna, en el que uno de sus esbirros era un joven Augusto Pinochet. Aquí la crítica al protagonista viene desde la izquierda, es desmitificadora, e incluye facetas desagradables, sórdidas, así como un cuestionamiento al egoísmo artístico del premio Nobel chileno.
En consecuencia, el cuestionamiento se hace, en este caso, desde el enfoque más político y va hacia lo estético; es decir, se hace desde lo que sería el ámbito del relativamente corto componente político de “El Conde”, aquel que denuncia el robo y la corrupción de la familia Pinochet; así como desde el espacio de aquellos que cuestionan al filme que comentamos por sus componentes satíricos y estéticos (¿frivolidad?), y falta de profundidad política o humana. Lo que no sería de extrañar, dado que los padres de Larraín han participado como ministros en gobiernos de derecha en Chile y su familia pertenece a los sectores más pudientes de ese país.
No obstante, tanto en “No” como en “Neruda”, la mirada del realizador es eminentemente objetiva, es decir, muestra la contraposición de puntos de vista clara, comprehensiva y nítidamente, tanto mediante la acción dramática como en los diálogos. No son enunciados simplificadores, sino que se expresan “sin pelos en la lengua” y se contrastan mediante la imagen o la acción dramática.
Ese equilibrio y balance no aparece en “El Conde”, en el que la figura de Pinochet es asesina y vil, casi sin fisuras, pero que –curiosa y paulatinamente– va volviéndose cada vez más irrelevante, sobre todo en su relación y desenlace con Thatcher. En todo caso, carece de la consistencia (temores, vulnerabilidades, dilemas, incongruencias –conscientes y no–) que aparecen en sus otros protagonistas citados.
¿Una ira desatada como farsa?
Hay otro factor más que está ausente y que es una “marca de fábrica” que puede explicar la opción buscada por Larraín para su visión de Pinochet. En las películas mencionadas, se expresa una cierta mirada de ira contenida del realizador sobre el joven publicista del “No” y el personaje Neruda, quienes lucen mustios o malhumorados en varios momentos de sus respectivas cintas; aparte de ciertos subrayados ocasionales que ya van por cuenta del cineasta.
Luego, en “El club” (2015), esos subrayados ya se han convertido en escenas sardónicas, grotescas, chocantes y hasta farsescas; las que, lejos de la ironía, trasuntan más bien esa furia contenida y amarga que caracteriza la mirada de Larraín. Es posible que, en “El Conde”, su director y coguionista se haya desatado totalmente, dejando de lado esa relativa contención, de tal forma que lo que en otras películas eran solo breves episodios mordaces, en esta obra han invadido casi toda la puesta en escena.
Recordemos solo el paralelismo entre las entrevistas a los curas corruptos en “El club” y a los hijos de Pinochet en “El Conde”, en los que ambos grupos de personajes son presentados con todo su cinismo y desvergüenza, sin dejar de manifestar una agria ironía. O, sino, las escenas gore que muestran al vampiro-dictador comiéndose con fruición incontenible los corazones de sus víctimas y la transmutación del equipamiento básico de la cocina (refrigerador, licuadora, cubiertos y otro menaje) para fines de acumulación y degustación de altas dosis de hemoglobina.
Detrás de esas (y otros) escenas se adivina una cólera desatada que se expresa en esa sucesión algo desordenada de episodios de un humor ácido, que deja la sonrisa congelada y que solo se relaja en los contados momentos en que la monja Carmen eleva su mirada hacia lo alto o –ya vampirizada– vuela con envidiable libertad por encima de la estancia ubicada en el remoto sur de Chile, donde reside el protagonista.
Lástima que las debilidades dramáticas de “El Conde” socaven también, en cierta medida, la trabajada ambientación y fotografía gótico-expresionista, y el componente mítico que desde allí emerge con más énfasis al aparecer Thatcher en escena. Sobre todo, me apena que el filón mítico que atraviesa toda la cinta hasta el final permanezca sin explotar a profundidad, convertido en parte de ese telón de fondo crepuscular que constituye el principal atractivo de esta obra. No obstante, el desenlace no deja de ser altamente significativo y hasta cierto punto aleccionador. En suma, una entretenida farsa a medias, frustrante y fantasmal.
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