El director y guionista británico Andrew Haigh quizás sea reconocible entre el público general por el filme 45 años (2015), film que le mereció a la veterana Charlotte Rampling su única nominación al Óscar. Pero sus seguidores más cercanos lo deben recordar como autor de la serie de HBO Looking (2014-2015) y del largometraje Weekend (2011), ambos representativos de la comunidad gay a la que pertenece el propio Haigh. Con All of Us Strangers (2023) Haigh regresa al retrato más íntimo y melancólico de una experiencia homosexual contemporánea como el de Weekend con tres notables diferencias. La primera es su cuarteto estelar encabezado por Andrew Scott, mejor conocido como el villano de la extraordinaria Sherlock (2010-2017). La segunda es un componente de realismo mágico que le permite al protagonista visitar a sus padres muertos, y la tercera es un revestimiento audiovisual onírico que termina por pulir una obra que abarca sensualidad, soledad y amor en su sentido más amplio.
Scott interpreta a Adam, un guionista cuarentón solitario que vive y trabaja desde un moderno edificio londinense apenas ocupado. Una noche toca a su puerta Harry (Paul Mescal), un joven vecino que, en evidente estado de ebriedad, se ofrece para pasar la noche juntos. Adam rechaza la propuesta pero, al día siguiente, es él quien invita a Harry a su piso y así inicia un romance espontáneo que se intensificará con el paso del tiempo. Paralelamente, Adam empieza a visitar con frecuencia su casa de la infancia a las afueras de Londres tras descubrir que sus padres, fallecidos en un accidente automovilístico cuando él tenía doce años, han reaparecido allí. Este emotivo reencuentro se verá complicado por la necesidad de Adam de explicar su orientación sexual a unos padres (Claire Foy y Jamie Bell) influenciados por la homofobia de la sociedad británica de los ochenta.
Basada en la novela “Strangers” del japonés Taichi Yamada, la película de Haigh se desdobla entre la trama original de los padres fantasma y la incorporación del romance homosexual. Los viajes de tren de Adam entre el suburbio y la ciudad sirven para conectar y a la vez separar ambas historias, aunque el tren pronto es reemplazado por la propia mente del protagonista que empieza a quedarse dormido en un lugar y a despertarse en el otro, casi como si saltara entre dimensiones. Esto viene acompañado de una percepción de la realidad gradualmente volátil por la cual se vuelve impredecible si una escena pertenece a la vida real de Adam o a uno de sus sueños y pesadillas. Es a partir de una secuencia de furor nocturno, en parte reflejo de efectos narcóticos, que la realidad del protagonista parece fundirse (y confundirse) con la fantasía. Tal es así que llega un punto en el que no se cuestiona que Adam vista la ropa de su infancia adaptada a su cuerpo adulto. Puede que este delirio narrativo resulte irritante para un espectador convencional, pero lo cierto es que es una proeza del guion de Haigh y del montaje de Jonathan Alberts, logrando un cruce entre Petite maman (2021) y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004).
Naturalmente el imán de la película radica en la emotividad que transmite el protagonista a través de sus relaciones, tanto con sus padres como con Harry, pero también a través de sus momentos de introspección melancólica. La emoción de Adam durante el reencuentro con sus padres es palpable en los ojos vidriosos de un Andrew Scott que, sin recurrir al histrionismo, nos convence de que es testigo de un fenómeno extraordinario y dichoso. La vulnerabilidad del irlandés a lo largo del filme se completa con acertados momentos de candidez y un natural derroche de sensualidad, consiguiendo así su mejor rol cinematográfico. Claire Foy revalida su prestigio dramático como una madre sincera y cálida que paradójicamente resulta hiriente con comentarios homófobos basados en la ignorancia y el conservadurismo thatcheriano por desgracia aún persistentes. La suya es una interpretación coherente que solo mejora con el estremecimiento de su escena final. Jamie Bell resulta más bien residual como un padre predeciblemente distante con su hijo homosexual, aunque esto también se puede achacar al guion de Haigh. Paul Mescal en cambio resulta convincente como un amante enternecedor que se esfuerza por disimular un dolor profundo, siendo el mejor complemento para el curtido protagonista. Mención aparte merece la interacción de ambos en escenas de sexo que resultan provocadoras más no vulgares, en parte logrados por una cámara y montaje prudentes.
A diferencia de la modesta Weekend, Andrew Haigh se ha permitido convertir All of Us Strangers en un lienzo audiovisual que se aprecia desde su primer plano general donde una vista panorámica de Londres al atardecer paulatinamente revela el reflejo del protagonista desde su ventana hasta que su rostro termina absorbido por un resplandor solar. La fotografía de Jamie Ramsay no solo se aprecia en este juego de reflejos que surge a lo largo del filme, entre ventanas, espejos y hasta superficies brillosas, sino también en los ambientes nocturnos como los de las escenas de discoteca. La banda sonora mayoritariamente ochentera no solo se justifica por los gustos del protagonista y de sus padres sino que también provee el acento emotivo de escenas clave como la que acompaña “Always on My Mind” de Pet Shop Boys. Puede que la conclusión narrativa resulte floja y sombría, pero la inesperada metáfora visual que le sigue enfatiza que este largometraje no solo habla del amor sino que está hecho con un amor artístico. Es un broche de oro que rinde tributo a esa fuerza cósmica que trasciende el espacio y el tiempo, la vida y la muerte, la realidad y la fantasía, cualquier ideología política y, por supuesto, cualquier orientación sexual.
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