Compartespacios ofrece una mirada franca -que no necesariamente pesimista- sobre las ansiedades de la vida moderna, el caos de las relaciones sociales, la permanente búsqueda de un rol y un lugar ante la ausencia de certezas. La Lima que filma Carmen Rojas Gamarra en su ópera prima de largometraje (más allá del tono vintage y los rígidos planos que la componen) es un espacio confuso e impersonal, un hábitat en permanente transformación y duda: la ciudad como enjambre de pasiones, temores y todo lo del medio. Los personajes hacen y deshacen relaciones, se inventan problemas para pasar el rato y controlar el aburrimiento, buscan el amor, sin saber exactamente cómo se ve. No existe mayor conflicto en el film que las tensiones constantes de la rutina, la angustia ante las exigencias del sistema y de uno mismo, el cansancio de ser autónomo y asumir la vida adulta. La lección es bastante clara: la vida moderna no viene con un manual de instrucciones, y cada quien hace lo posible por seguir en el juego.
Rojas Gamarra enfoca la cámara en personajes que, si bien protagonistas en el audiovisual peruano, casi nunca son narrados con suficiente honestidad y detalle. Las películas sobre los jóvenes urbanos suelen ir de cualquier otra cosa menos de sí mismos. Y ese es un potencial perdido. La generación millennial o quizás la Z, entrampada en la excesiva movilidad e incertidumbre en términos económicos y sociales, se enfrenta al caos del amor sin categorías, el empleo inestable, la crisis de vivienda, la generación TikTok y la necesidad de identificarse con rótulos que no se acoplan a uno. Los personajes en Compartespacios asumen todas esas contradicciones casi de forma mecánica, sin mayor queja ante un sistema que no les entiende, con una excepción fundamental: la protagonista es protagonista, de hecho, porque sí se atreve a cuestionar su lugar en el mundo. Y su tensión aumenta, como no podría ser de otra forma, una vez que parece que sus deseos no se condicen con las expectativas sociales ni con sus propios planes a largo plazo.
Compartespacios se filma desde los ojos de Isabel, una suerte de hijo pródigo del Perú que, tras la diáspora hacia Europa, vuelve a Lima sin mucho más que un montón de recuerdos y sin mucha claridad sobre el futuro. Su vida se filma a partir de una serie de pequeños rituales y prácticas, acciones simbólicas que afirman su independencia ante la ausencia de un propósito de vida. Regular la actividad sexoafectiva a partir de las medicaciones y los ciclos de fertilidad. Lidiar con las crecientes tensiones con su roomie de piso y las pugnas dentro del hogar. Intentar destacar en un trabajo que no parece tener ningún impacto en el mundo. Disfrutar de su autonomía económica y demostrar su capacidad como adulta a partir de distintas compras y transacciones. Cambiar su cuerpo y su estilo según las modas de turno. Isabel es el corazón de la película porque cada pequeño acto suyo significa una lucha y un hito, y es exactamente cómo muchos nos sentimos en el día a día, engrandeciendo los pequeños retos y dilemas para validar nuestra constante sensación de duda.
Hasta cierto punto, el film de Rojas Gamarra me recuerda a la argentina Medianeras (2011), de Gustavo Taretto, una pequeña introspección urbana sobre la soledad y el amor moderno. La diferencia fundamental es que, mientras que en la película de Taretto los personajes nunca dejan de hablar, aquí Isabel y compañía lo hacen con lo justo, no dicen cómo se sienten, sino que lo dejan a interpretación; no expresan su confusión, sino que la viven. Rojas Gamarra toma el pequeño apartamento de Isabel y Paula y lo llena de colores, de novedosos ángulos de la cámara, de pequeños conflictos que inspeccionan a profundidad la tensión de la protagonista. Sin tapujos, y en la intimidad, Isabel se muestra vulnerable ante sus nuevos deseos, encarna la desidia ante el futuro incierto y, sin darse cuenta, va asumiendo nuevas formas de sentir y desear, con todo lo que eso implica.
Esta es una película sexy, sin dudas, porque narra el deseo sin un juicio de valor y con suficiente picardía. El filme se enfoca en los crecientes deseos de Isabel por el novio de su amiga y todos los evidentes conflictos (y placeres) que eso le termina generando. Es ese intenso juego de miradas y silencios, el deseo reprimido, la posibilidad de salirse con la suya, de traicionar a un ser querido por las pulsiones que se acrecientan. Isabel y Pedro funcionan muy bien porque ninguno es muy honesto con el otro, y eso implica, así sin quererlo, un cierto acuerdo de complicidad entre ellos y la audiencia. Rojas Gamarra prioriza hablar sin tapujos de la sexualidad femenina, sus posibilidades y restricciones, la presión del sistema, el control de los cuerpos. Isabel tiene que someterse a los ansiolíticos y sus efectos alternos, a las miradas que rechazan su figura corporal, a su propia incertidumbre en cuanto a lo que siente. La cámara se entromete en su alcoba, filma sus orgasmos, captura la cercanía con Pedro. El deseo, entonces, no se ve cómo algo desprendido de otros aspectos de la vida moderna, sino, más bien, como su punto medular.
Es aquí donde podríamos sugerir una posible limitación a Compartespacios, quizás en relación al fin de sus ambiciones. La exploración del deseo, así como se filma, sugiere más, toda una serie de nuevos compromisos para Isabel y su círculo, idas y venidas, mayor desarrollo. El film parece acomodarse en la seguridad de la rutina y la simplicidad narrativa, y a veces, parece que se niega a terminar de explorar lo que él mismo ha ido sugiriendo y provocando a lo largo del metraje. A Isabel la conocemos bien, pero no así a los otros personajes, y parece que había oportunidades para hacerlo. Ella misma puede parecernos algo inacabada, dado que no podemos contrastarla con el resto. Por momentos, la apuesta de Rojas Gamarra parece, como cualquier millennial, demasiada metida en sí misma, intensa en los mismos dos o tres puntos de conflicto, perdiendo el rumbo y siguiendo porque sí.
Eso no niega, finalmente, la capacidad del film de sugerir tímidamente distintas reflexiones sobre la vida moderna y el desorden de los afectos. Por suerte Rojas Gamarra filma con bastante astucia, compone cada plano con particular esmero, muestra un estilo propio: la cámara fija en distintos espacios, con los personajes apretujados unos a otros, como salidos de una composición pictórica que se alarga por la totalidad de una escena; la textura del film, con la imagen alto granulada y los colores sin tanta saturación, una suerte de atemporalidad; los planos generales a Isabel, que la muestran perdida en su mundo. Vemos, pues, a una cineasta con ideas nuevas, un estilo fresco y un sello propio. Quizás vale preguntarse si el propio film es consciente de la ansiedad moderna y se vuelve una excusa para enfrentarla. En un contexto de sobresaturación audiovisual y cine rápido, hacer un film tan personal y detallista, de parsimonia y quietud, puede verse como un acto de rebeldía. Una buena forma, al parecer, de lidiar con el caos.
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