Una propuesta nacional interesante se encuentra actualmente en competencia en el Festival de Cine Internacional de Valdivia, Chile. Se trata de Compartespacios, ópera prima de la cineasta Carmen Rojas Gamarra, cuyo trabajo previo más reciente fue como directora de fotografía de Antonia en la vida, cinta debut de su hermana Natalia, estrenada el año pasado.
Compartespacios no tiene una trama tan definida en términos narrativos, sino más bien en las relaciones personales e intrapersonales. La protagonista es Isabel (Tania del Pilar), una joven, sosegada a primera impresión, que ha regresado a Perú en plena pandemia, tras haber estado estudiando en España. La acompaña su roomie Paula (Daniela Trucios), una chica de carácter más agitado, quien mantiene una relación aparentemente estable con Pedro (Daniel Cano).
Lo más accesiblemente perceptible que se identifica mientras uno recorre la hora y cuarto de duración de la película es que su directora ha bebido considerablemente del (contra) movimiento conocido como mumblecore allá por mitad de la primera década de este siglo, que se constituía no solamente como un estilo narrativo del inquieto cine independiente estadounidense, sino también en una forma de corriente contracíclica frente a la industria. Por supuesto que el mumblecore desapareció y se fusionó con intenciones comerciales pues su ecosistema de origen era nada menos que el país más capitalista del mundo pero, en otras regiones con menos apoyo a las artes como la nuestra, este subgénero de nicho aún puede persistir en su forma más esencial.
Compartespacios, en efecto, podría considerarse un título bastante más dentro de la corriente que los últimos destellos que tuvo el cine independiente femenino de este tipo como Tiny Furniture (Lena Dunham, 2010), Your Sister’s Sister (Lynn Shelton, 2011) o la misma Frances Ha (Noah Baumbach, 2012), que ya poseían una historia más estructurada argumentalmente hablando. Sucede que la directora y guionista Carmen Rojas Gamarra no brinda en su relato ningún objetivo palpable a su protagonista, sino que prefiere captar postales cotidianas con diálogos que podrían ser improvisados, dentro de un período de completa incertidumbre como el que vivimos hace poco entre mascarillas y dosis de vacunas, y que el largometraje dibuja con suma autenticidad. A través de la discreción narrativa más silente y la paleta de colores apagada que envuelve la ciudad, entendemos que Isabel no está en un buen momento a nivel emocional. Se ha visto obligada a dejar de ir a las citas con la psicóloga (la salud mental suele ser, lamentablemente, un bien demasiado costoso) y pronto los ataques de ansiedad empiezan a ser más recurrentes, generando que esta inestabilidad y malestar interno se viertan sobre la vida social de la propia protagonista. Más allá de la propia característica del subgénero en cuestión, en el que no son tan relevantes los sucesos como sí las interacciones, diálogos y reflexiones, podría llegar a exasperar durante ciertos pasajes que nada suceda, aunque aquello sea más bien una determinación de la propia protagonista y no un capricho de escritura. Lo que captura esa sensación es que Isabel no está dejando que nada ocurra en su vida, explicado principalmente por la ansiedad social que le produce enfrentarse a conocer nuevas amistades o estar en lugares fuera de su zona de confort.
Son recurrentes las escenas en las que Paula la invita a salir y relacionarse con otras personas, pero Isabel no encuentra los caminos para hallarse cómoda en una situación así. Incluso evade también constantemente las salidas con sus colegas de la oficina, manteniendo el ensimismamiento que lentamente la va destruyendo. La solución, paradójicamente, no se encuentra en la sencilla sugerencia de decidirse a vivir, sino en que logre percibir apoyo y soporte desde el lugar en donde está, quizá encontrando aquí el momento más lúcido del libreto. No es la persona con la complicación psicológica la que debe adecuarse al ritmo de la vertiginosa sociedad, que ni en una pandemia decide abstenerse de su infatigable ritmo, sino que el primer paso para recuperarse y salir del vacío es sentir que alguien vence la indiferencia y reduce la velocidad de su vida para detenerse a conectar tal vez solo con charlas triviales o conversaciones más profundas. En este caso es Pedro quien muestra aquella empatía tan necesaria, aunque es también lógica, sin dejar de estar errada, la reacción de Paula respecto a fantasear con algo más que solo apoyo emocional, pues es el único soporte visible que sostiene su fragilidad psicológica y deposita sus pocas interacciones sociales en él.
Para la puesta en escena, Carmen Rojas Gamarra se apoya en una aplicada composición de planos que casi siempre están enfocando a la protagonista, ya sea en primeros planos o en planos enteros, y también en travellings mientras recorre la ciudad en su bicicleta, acompañando las secuencias de una banda sonora melancólica que opta por la estridencia muy puntualmente en los pasajes más inciertos.
Quizá queda una sensación de que la redundancia por momentos genera algún bache menor y las inseguridades del personaje de Paula se pudieron haber expuesto de manera más detallada y como contraposición de la situación de Isabel, pero es destacable que Compartespacios se decanta por ser un trazado más personal de una situación adversa y exasperante, rehuyendo de estar construido como un relato de superación arquetípico que bien podría ser más digerible, aunque no más auténtico.
Nota: En la coyuntura actual, es necesario recalcar que Compartespacios es uno de los proyectos nacionales que ha recibido estímulos financieros del Ministerio de Cultura. Sin ellos, el cine peruano no tendría representantes en festivales de relevancia internacional como el de Valdivia.
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