Esta es una película amena, entretenida, poco pretenciosa y más interesante de lo que parece a primera vista. Es un relato sobre las burriers y sus peripecias dentro y fuera de prisión, en la que las desdichas de su situación se transmutan en relatos de solidaridad, esperanza, aunque también de tragedia; pero en general simpáticas, ya que se presentan desde el punto de vista de Ronnie Monroy (Damián Alcázar), un veterano tramitador legal que las ayuda a cambio de coqueteos, aparres y favores sexuales apenas consentidos.
La estructura de la película empieza narrando el inicio de la jubilación de Monroy, quien a los 65 años debe buscar una ocupación de sobrevivencia luego de trabajar en la embajada argentina en Lima; donde se las ingenió para tramitar la liberación de una joven burrier de esa nacionalidad. Allí se despertó su tardío interés tanto por el sexo como por un peculiar sentido de justicia asociado a (y en favor de) las mujeres detenidas o condenadas por ese (y algún otro) delito.
En una primera parte, acompañamos al protagonista en su “aprendizaje” en los vericuetos del Poder Judicial, mediante la manipulación de normas y la agilización de trámites a través de la “aceitada” a los operadores de justicia para lograr liberar a estas mujeres. Lo que, a su vez, sirve como descripción del modus operandi de la corrupción en ese poder del Estado; así como muestra el aprovechamiento de estas mujeres presas, tanto por las redes de traficantes de drogas como por la policía, para tapar con la carcelería a estas micro comercializadoras la parte mayor del negocio: el transporte impune de los grandes volúmenes de droga a nivel global.
En ese sentido, el filme expone el mecanismo sistemático que atrapa a estas viajeras delincuentes menores, a la vez que la corrupción que las rodea y a la que ellas apelan –con la asesoría y apoyo emocional de Monroy– para alcanzar su libertad. Toda esta parte está narrada con agilidad, es didáctica y animada; mientras que, desde el punto de vista dramático, sirve para presentar las lógicas de tal sistema, a los (mejor dicho, las) personajes, sus historias y el inicio de la evolución del protagonista, incluyendo su familia directa.
Luego, la narración avanza y se desarrolla de acuerdo con los relatos de cada una de las chicas ayudadas “legalmente” por Monroy, las que se intercalan hasta entremezclarse con el destino final del protagonista. Quien es presentado como un tipo servicial, ingenioso y emprendedor, que sabe moverse en el mundo de los “hermanitos” que caracteriza las interacciones en el ámbito de la justicia peruana; pero que también es prudente y evita caer en los crímenes mayores, sin poder evitarlos en algún triste caso.
Sus motivaciones podrían ordenarse en el siguiente orden de importancia: una satisfacción personal por un equívoco sentido de justicia, la satisfacción sexual y/o el poder sobre la vida de sus “protegidas” (en realidad, víctimas). Esta ambigüedad de sentimientos e indefinición moral que recorre a Monroy y a toda la trama se resuelve en el desenlace; pero apoya la construcción del personaje principal, que podría representar en gran medida el perfil de un integrante del ámbito de la informalidad peruana actual.
Mientras que las sub tramas (historias de las internas) están más acotadas que el relato del protagonista, pero poseen la suficiente sustancia dramática o narrativa para revelar la vida en los márgenes de la ley, tanto dentro pero sobre todo fuera de la cárcel, luego de cumplida la condena o la liberación provisional. Aquí se presenta una variedad de situaciones y opciones, todas limitadas y más o menos peligrosas para las mujeres, incluyendo a Hilda (Grapa Paola) la esposa de Monroy. El riesgo permanente es la recaída en el delito y el retorno a chirona, mientras que entre las otras opciones está abandonar el país, ante la ausencia de perspectivas.
Todas las historias se resuelven, de alguna u otra forma, pero –pese a la aparente ligereza de la puesta en escena– se exhiben los condicionamientos socioeconómicos (léase, la pobreza) y la falta de futuro para ellas. Como debilidad, el giro dramático de una de las historias –la de una madre con su hijo– se queda un poco corto. No obstante, quien quiera profundizar en estos relatos puede ir a “Día de visita”, el libro de Marco Avilés en el que está inspirada la película; una obra escrita con destreza y amenidad, que ofrece una perspectiva más amplia y detallada del asunto.
Volviendo a la película, lo que me parece interesante son los componentes estilísticos que se combinan en esta puesta en escena. De un lado, es un cuadro costumbrista del protagonista que, mostrando su inocente entorno familiar, busca que el público empatice con su espíritu emprendedor y su lujuriosa candidez. Por esa vía hay una cierta idealización de la informalidad, representada por Monroy, pero –simultáneamente– el humor negro nos devuelve a la realidad de las consecuencias del delito, pese al logro de la libertad (provisional o total); a lo que cabe incluir tenues trazos del cine policial y judicial.
Todo dominado por una concepción naturalista, en la que los personajes están condicionados socialmente y por sus acciones del pasado, de lo cual no pueden escapar; y, más bien, en el desenlace, se reinicia un nuevo periplo circular en el que el protagonista y sus chicas (ahora, una muy cercana) vuelven a girar como en un movimiento perpetuo. De esta forma, pese a su tratamiento divertido o light, el filme termina por mostrarnos –así sea ligeramente– ese lado oscuro de la realidad que omiten otras cintas “aspiracionales”, como “Asu mare” y sucedáneos.
En suma, una película amena, entretenida, que combina drama y comedia, mostrando el funcionamiento de un mecanismo específico de corrupción –y su cultura de “hermanitos”– en el Poder Judicial; así como dramas humanos en los márgenes de la ley, con veladas aunque inocultables alusiones al presente contexto sociopolítico de desánimo colectivo y tensión subyacente.
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