Qué extraña forma de vida la de Pedro Almodóvar. “El éxito es poder hacer las cosas de corazón”, dice Pedro en la entrevista grabada previamente, que se proyecta ni bien se acaba su última película, un cortometraje western que narra la historia de dos vaqueros enamorados. Pedro tiene razón. Con el estatus que tiene, puede hacer que el público, constantemente enganchado a TikTok y devoto del streaming, pague una entrada de cine para ver un film de apenas 30 minutos (menos, incluso, si descontamos los largos créditos). Y si nos ponemos rigurosos, notaremos que con su Extraña forma de vida (Strange Way of Life), Almodóvar no está haciendo nada particularmente nuevo. El encuentro entre dos amantes replica el mismo amor añejo y nostálgico de su Dolor y gloria (2019), y el erotismo sutil hace constantes ecos al tórrido romance que da pie a La mala educación (2004) y Los abrazos rotos (2008). El subtexto queer del western -esa suerte de dialéctica entre hipermasculinidad y homoerotismo- ya se había puesto en boga con películas como El poder del perro (2021) con un Benedict Cumberbatch a la cabeza. Este corto, protagonizado por unos enamoradizos Pedro Pascal y Ethan Hawke, no es, ni de cerca, la pieza más original para un realizador que suele resistirse al lenguaje común del cine.
El peso del éxito es evidente (y ya lo anunciaba su alter ego, la tristísima figura de Antonio Banderas en la ya mencionada Dolor…). Este corto que tiene la ventaja, y envidia de otros tantos realizadores, de presentarse como un “film de Almodóvar”, único motivo por el que la sala está casi llena un martes por la noche. Con 22 películas encima, el manchego tiene el beneficio de haber hecho que su nombre, como el de los diseñadores que tanto admira, valga por sí mismo, que se torne un espaldarazo a cualquier producción que le tenga consigo. El evidente riesgo -incluso contradicción- de tener un sello propio, comercializable a las masas, es que, a la larga, la evidente libertad que le otorga termina autolimitándose: con un estilo establecido y una base de fans devotos, uno corre el riesgo de ir por lo fácil, de autorepetirse, de escudarse en el nombre y dejar detrás la creatividad. ¿No es igual que cualquier otro producto intercambiable en el mercado moderno, que se alza en el precio por el loguito tallado o la etiqueta pegada en el pecho?
Almodóvar parece consciente de esto. Por eso, Extraña forma de vida es quizás lo más recatado que ha hecho -si es que algo del manchego puede considerarse como tal-, e intenta convencernos, a partir de giros sutiles, que no es tan canon como debería. Hay una suerte de disonancia en la traducción de los diálogos, ricos en simbolismo y melodrama, al parco y rígido inglés de Hawke y Pascal. Los colores fosforitos se reducen ante la aridez del desierto y la sobriedad de los decorados de época. El vestuario, diseñado por Saint Laurent, no es muy campy que digamos. No hay mucho sexo ni exaltaciones, ni tantos recuerdos, en lo que es una historia simple y lineal, sin giros ni triquiñuelas. Así, el corto parece existir porque puede, pero, de todas maneras, no va por el camino fácil de la repetición ni la comodidad de la autoparodia. Hace algo más. El resultado es imperfecto, no tan memorable, pero, como cabría esperarse en una historia de Almodóvar, marcado por una cruda exploración de sentimientos y contradicciones.
Sin que se lo pregunten, Almodóvar reconoce que los dos vaqueros, antiguos amantes que se encuentran luego de 25 años, se acomodan cada uno en el extremo del arquetipo. Silva, el pistolero mexicano que interpreta Pascal, es un tipo sentimentalón, directo con sus emociones, devoto a lo que piensa, perdido en sus deseos, por tanto, mucho menos confiable que su contraparte. Jake, el rudo sheriff de Ethan Hawke, es un tipo misterioso, demasiado rígido y desconfiado, un triste vaquero que se regocija en la represión y la soledad. Luego de pasar la noche juntos, Jake culpa al alcohol. “Bebimos porque estábamos felices de vernos”, replica Silva. En la escena medular del filme, Silva insiste en pasar el día junto a Jake, pero él se resiste. El alguacil debe montar su caballo y dar caza a un forajido, acusado de asesinar a su cuñada, a quien Jake juró proteger. El forajido no es otro que el odiado hijo de Silva, el “verdadero villano de la historia”, en palabras de Almodóvar. Por supuesto, es un hecho fortuito -que si no trágico- lo que vuelve a atar a Jake y Silva. “Necesitamos que mi hijo mate a alguien para encontrarnos otra vez en la misma cama”, dice Silva, en un diálogo que el inglés no captura del todo.
Por supuesto, Silva quiere salvar a su hijo; Jake quiere encerrarlo. Silva también quiere quedarse con Jake y vivir junto a él en su rancho. Aquí la evidente contradicción para ambos: sus deberes y deseos están en permanente conflicto, y cada uno tira para cumplir lo primero mientras más refuerzan lo segundo. Por supuesto, Jake podría dejar ir al forajido, pero Silva también podría dejar que Jake lo atrape. Jake reconoce que el honor familiar está primero. Silva, aunque no lo reconozca, hace lo mismo. Una vez más, Almodóvar es astuto para presentar una tragedia que funciona de forma bimodal: es producto del triste devenir de la fortuna y el destino, pero, a la vez, es potenciada por las decisiones de los personajes, envueltos en una maraña de compromisos que parecen fáciles de quebrantar, aunque en realidad sea imposible. Hawke y Pascal se dicen de todo en esa escena, quizás demasiado teatral para su propio bien, pero intensa y memorable, inclusive alegórica: ¿qué símbolo representa mejor las contradicciones de la masculinidad hegemónica que la secuencia de dos vaqueros recogiendo sus calzoncillos luego de una noche de sexo, discutiendo semidesnudos sobre sus sentimientos?
Almodóvar reconoce que es esta escena la que originó el corto en su conjunto, y tiene todo el sentido del mundo. Aun así, agradezco que haya decidido colocarla en el medio. El cierre de Extraña forma de vida, (y ahora que lo pienso, es probable que el corto funcione como una suerte de tríptico), luego del evidente tiroteo y Mexican standoff entre los tres protagonistas, se narra con suficiente astucia y corazón; un final que, si bien algo abrupto, deja un muy buen sabor de boca. Es el sentimentaloide y aparentemente frágil Silva el que debe cuidar de Jake, quien no puede odiarle, aunque hacerlo haría que todo fuese más fácil. No sabemos el destino de ambos personajes. Almodóvar no es particularmente optimista, pero la audiencia quiere creer lo contrario. No es nuestra culpa. A pesar de que la cohesión no sea muy fuerte, y que el inglés le haya servido a medias, Extraña forma de vida funciona como un pequeño recordatorio de la sensibilidad de su realizador, que enaltece el erotismo y el deseo a partir de una cuidadosa caracterización de personajes y espacios, casi siempre convenciéndonos del poder de la imagen y la intensidad de las palabras. Almodóvar dice que tiene otros tantos textos desperdigados en su ordenador. Bueno. Mejor que se ponga a rodarlos de una vez.
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