El segundo largometraje del colombiano Juan Sebastián Quebrada nos traslada al seno de una familia bogotana privilegiada para narrar una tragedia perturbadora e irreparable, inspirada en la vida del propio director y guionista. El otro hijo no solo habla de la injusticia de perder a un “hijo” sino también de esa otra injusticia que debe asumir ese “otro hijo” superviviente que desde antes se sintió relegado a la sombra del primero. El guion de Quebrada prioriza la perspectiva emocional de ese otro hijo adolescente sin dejar de mostrar el dolor perenne que sufre su madre. Las actuaciones de Miguel González y Jenny Nava en dichos roles elevan la relevancia dramática de una película que por momentos roza la saturación, el simplismo y la provocación de una telenovela. Pese a no ser la obra más sobria sobre un tema bastante delicado, además de exhibir cierto pudor al abordar una clase privilegiada, El otro hijo es suficientemente lúcida, conmovedora y accesible, especialmente para un público adolescente.
El arranque de la película puede ser desconcertante por mostrar a dos menores de edad compartiendo una escena íntima (felizmente no explícita), pero esto solo subraya la priorización del mundo adolescente en la película. Esta escena paradójicamente desencadena la separación de los jóvenes, Simón (Simón Trujillo) y Laura (Ilona Almansa), quienes intentarán evitarse mutuamente en una fiesta donde las hormonas, el alcohol y las drogas fluyen libremente. Antes de retratar más excesos adolescentes, el guion introduce la inesperada muerte de Simón tras caer del edificio donde se celebra la fiesta. A partir de aquí cobran protagonismo Federico (Miguel González), el hermano menor de Simón, y la madre de ambos, Clara (Jenny Nava), aunque la película se adhiere a la perspectiva del primero. Es a través de él que descubrimos el contexto familiar problemático en el que han crecido los hermanos mientras seguimos explorando los defectos y virtudes de sus contemporáneos, algunos aplicables a cualquier generación y otros más propios de los “Z” como su ansiedad amarrada al uso de celulares y su predisposición a hablar libremente sobre sexo.
El rol de Federico se beneficia por ser el alter ego del guionista y director, un personaje cuidadosamente perfilado en su inseguridad, su depresión o su anhelo de sentirse correspondido por la ex de su hermano. Miguel González retrata con solvencia las diferentes exigencias emocionales de un adolescente que carga con sus propios demonios, con el espectro de su hermano muerto y con el desconsuelo tortuoso de su madre. Jenny Nava en efecto es realista como una madre que experimenta “lo que no tiene nombre”, llevándola a los límites de la cordura como refleja su obsesión al ver grabaciones de Simón. El problema con su rol es que se limita a estas situaciones depresivas y nunca la vemos representada fuera de la mirada de Federico. Tampoco ayudan algunas escenas excesivas que la muestran recurriendo a métodos paranormales para contactarse con su hijo muerto. Otro personaje femenino unidimensional es el de Laura que, pese al talento de su actriz, es limitada por su faceta de pareja de Simón y Federico. El resto de compañeros de Federico resultan más interesantes como secundarios que los otros miembros adultos de su familia como el padre y el padrastro.
Aunque el entorno socioeconómico de los personajes no es imprescindible para abordar un evento que podría ocurrir en cualquier otro, la película se niega a identificar ciertos aspectos de clase que podrían ayudar a entender, si no el presunto suicidio, al menos la depresión de Simón previa a su muerte. A lo largo de la película se mencionan las intenciones de Federico y otros de estudiar en el extranjero, lo que refleja tanto las expectativas de sus padres como su privilegio de poder escapar de hogares rotos. La catarsis final de Federico por ejemplo pudo ahondar en el impacto negativo de este privilegio, precisamente porque es provocada por la negación de un vuelo a Francia, pero la película no va más allá del llanto y rabia del personaje. El acceso cuantioso de los chicos a drogas y alcohol en sus fiestas también es algo que se da por sentado y que no está relacionado con el prematuro despilfarro de dinero al que los chicos están acostumbrados. Esta falta de consciencia de clase hace que el desenlace relativamente feliz se sienta abrupto y falso, especialmente porque los padres aseguran haber aprendido una lección que pasa por reconocer el impacto de su privilegio.
Fuera de esta carencia y de ciertas escenas innecesarias que transitan entre el simplismo y el sensacionalismo televisivos, El otro hijo destaca como historia de desahogo e introspección juvenil por la entrega de su actor protagonista, y por la sensibilidad y valentía le otorga a su personaje mientras sobrevive a un entorno social que es más tóxico de lo que aparenta. La dirección de arte, la iluminación y la banda sonora también son dignas a destacar, sobre todo porque las distintas secuencias de fiesta son las que mejor captan la vertiginosidad emocional de los adolescentes bogotanos.
Deja una respuesta