Inevitablemente, al pensar en Arde Lima (y puede que esa haya sido la intención de su realizador, Alberto Castro) me viene a la cabeza Paris is Burning (1990), filme seminal en el canon de los documentales LGBTQIA+ e inspiración natural para narrar la escena drag de Lima. Pienso, más específicamente, en un detalle de Paris, el cual, entre tanto espectáculo y disrupción, podría pasar desapercibido: casi ninguna escena se filma de día. Las escenas que lo hacen priorizan los espacios públicos y las tomas trabajadas: no parecen imágenes del cotidiano, sino que resultan, así como el espectáculo que da inicio al film, parte de una elaborada puesta en escena. Pienso en esto porque, en un evidente (y quizás consensuado) contraste, Arde Lima, a pesar de apuntar la cámara en la intimidad de la subcultura drag, suele priorizar las tomas de día, o las tomas fuera del escenario, la atención al pre y post de la función. Los testimonios de los protagonistas antes de asumir el rol drag, o en pleno acondicionamiento. Sus espacios más íntimos: sus hogares, sus familias, su rutina. Es una mirada íntima y aparentemente honesta, que, para nuestra buena suerte, no necesita explotar el espectáculo.
Arde Lima mantiene en parte el estilo poco estructurado y bastante libre de Paris is Burning, posicionándose a partir de una cámara flotante y escurridiza, entrevistas informales, conversaciones cotidianas, pocos elementos informativos y ausencia de narración. Parece que, para Castro, con cierta experiencia haciendo documentales LGBTQIA+ (este es su tercer film sobre el tema, luego de «Salir del closet» e «Invasión Drag»), la voz de los protagonistas importa más que la suya o la de demás agentes externos, por lo que se exige cierto anonimato en el film (a veces se le escucha haciendo preguntas, pero poco más) y se limita a rodar lo que escucha, sin demasiada intervención. Me gusta ese enfoque. Lo drag, como toda subcultura marginalizada que de pronto salta al mainstream, tiene el riesgo de acomodarse fácilmente en el estereotipo y las narraciones fáciles; lo drag por lo drag, y no por quienes lo performan. El enfoque de Arde Lima, más bien, quiere oírlos: ver el proceso de creación de personaje, la relación entre la drag y quien lo encarna, las motivaciones detrás del espectáculo, la relación con la familia y los amigos, la duda y las contradicciones. El documental, entonces, con un montaje limpio y una mirada atenta a las fisuras y detalles, evita la caja de resonancia de un cine drag razonablemente pomposo, pero reduccionista.
El estilo de Castro permite este giro. La primera secuencia del film narra los hechos en el espectáculo mismo, sigue a las dragas en el escenario y en camerinos. Aun así, notemos que, lejos de preferir los planos generales o las secuencias rígidas, más propias de un show de esta naturaleza, Castro prefiere secuencias más naturales, a veces cámara en mano, para adoptar el punto de vista de los transformistas frente a la audiencia y no al revés. A los diez minutos, Castro saca la cámara del club nocturno y la fija en la ciudad: Lima móvil, que ruge, la acción de un día de semana como cualquier otro. Los transformistas sin maquillaje ni atuendo. La cámara les sigue por la calle hasta dar con sus hogares. Pensemos en el orden de secuencias. Arde Lima desmonta el espectáculo drag y lo lleva hasta lo más íntimo: descompone el transformismo en anhelos, tensiones, relaciones particulares. Da mayor espacio al matiz y la diferencia entre distintos orígenes, lo que se verá reflejado, además, en el viaje que realizan los transformistas.
Arde Lima es, como también predice su nombre, una mirada amplia de la movida queer en Lima, una suerte de mapa drag de la ciudad, que revisa los inevitables (e inmensos) contrastes de una ciudad en permanente contradicción. La cámara de Castro nos lleva a barrios de clase obrera, pero pronto salta a departamentos de clase media acomodada, y así salta entre una Lima y otra, unidas por el espectáculo transformista. Es una poderosa excusa para evidenciar el efecto de la modernización limeña en las barreras sociales, la identidad individual y, por supuesto, la manifestación de lo queer. Los mismos personajes adaptan su identidad según el espacio en el que se encuentran, así como las posibles diferencias entre un escenario y otro. El gran club nocturno se contrasta con el pequeño antro, casi clandestino, o pequeños escenarios íntimos entre conocidos. La movida drag según Castro, contrapone diferentes espacios, clases e identidades; incluso sugiere una tensión entre las distintas formas de expresar el transformismo.
En esa misma línea, otro de los aciertos del film es virar la cámara de los transformistas a sus familias. Sobran las preguntas. Si la autopercepción LGBTQIA+ parece desatar una serie de evidentes controversias en la idiosincrasia tradicionalista y machistoide del Perú, ¿cómo se manifestará, más bien, esa presión en las familias y amigos, actores en limbo entre la imposición de la norma y el amor por su hijo, nieto, compa? ¿Qué se dice y qué se deja de decir? ¿Por qué es así? La cámara de Castro filma los objetos desplegados en la sala de la casa, las fotografías de los niños, la velita prendida para asegurar la protección del artista. Evidentemente, no todas las familias son igual de receptivos al transformismo, pero los testimonios del film ofrecen una mirada bastante más esperanzadora que las historias que uno suele leer sobre familias de personas queer.
Una mujer recuerda con afecto la infancia de Anthony, relacionando anécdotas familiares con la vocación transformista del presente. Otra mujer, que abre los rincones más íntimos de su hogar, narra, a partir de muñecas y otros objetos, la relación con Renato, su afecto incondicional, el rechazo a la discriminación contra lo queer. Lo drag y lo queer están imbricados en las relaciones familiares, las narrativas filiales, los espacios y las memorias, motivados por la necesidad darles sentido a los afectos. Por supuesto, nada de esto podría darse si el film no inspeccionara los espacios más privados. Sin embargo, la diferencia entre lo público y lo privado se difumina en los últimos minutos de Arde Lima. Castro vuelve a la noche: deja atrás los camerinos y las habitaciones por el show, los reflectores, la música y el color. Muestra un transformismo más atrevido, político, hasta subversivo, que exalta las tensiones sociales y políticas del país en un espacio seguro, bajo la excusa de la sátira y el entretenimiento. Para el cierre del film, la cámara deja pretensiones de realismo (más no de fidelidad) y deja que el espectáculo guíe al film y no al revés. Quizás hubiera sido interesante introducir escenas así a lo largo del documental (sobre todo frente a las escenas cotidianas) para evitar distancias innecesarias entre un espacio y otro. Puede que Castro quiera jugar con la imagen y mostrar lo que puede hacer con ella. Parece creíble. Lo drag es un arte y, como todo acto de creación artística, está determinado por las incongruencias y contradicciones, la tensión y reacción, el corazón latente y apasionado de los artistas. Queda la sensación de que Arde Lima pudo haber dicho más (le quedan cortos los 86 minutos para narrar las cuatro historias principales), pero lo que dice lo dice bien.
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