Decir que una película “valió la pena” es una expresión común cuando la obra en cuestión nos gustó, pero también puede significar –literalmente– que vamos al cine a sufrir, ya que compartiremos el dolor y pena que vemos en pantalla; más aun, si el filme es bueno –como en este caso–, saldremos tristes pero también reconfortados.
Esto ocurre, primero, porque lo visto no nos ha pasado a nosotros – o quizás sí hayamos estado cercanos o conocido situaciones parecidas a lo testimoniado en esta cinta, pero no de la misma manera en la que lo vivieron sus dos protagonistas: Sebastián Góngora (periodista de televisión en medios opositores a Pinochet y posteriormente periodista cultural ya avanzado en el periodo democrático) y su esposa Paulina Urrutia (actriz y ex ministra de Cultura en el gobierno de Bachelet), en Chile.
En segundo lugar, porque al concluir nos habremos sacado un peso de encima al habernos librado de las penosas sensaciones generadas por la narración audiovisual; es decir, habremos compartido y vivido las emociones de la vida de otros. Mientras tanto, recordaremos nuestra vivencias, presentes o pasadas, parecidas o no, las compararemos o sopesaremos, y volveremos a la película. Pese a la soledad compartida de la sala de cine o el streaming, durante el filme nos sentiremos acompañados y conmovidos por lo que sucede en el écran o la pantalla.
Terminada la obra, sobrevendrá el alivio y la aceptación. Los que posiblemente serán mucho mayores en el caso de los protagonistas y, sobre todo, de Paulina Urrutia (“la Pauli”), quien convivió junto a su esposo diagnosticado de Alzheimer durante 8 años. El documental muestra los últimos años de declive mental y físico de Augusto, pero también el esfuerzo y sacrificio de Paulina para cuidarlo, mantenerlo y retener hasta la última gota de lucidez de su marido; además de encargarse del registro audiovisual de la vida en común durante el aislamiento de los años de pandemia. Tiempos que resultaron especialmente duros para ambos.
La estructura narrativa de la película es muy sencilla. Casi desde el comienzo vemos a Paulina recordarle a su cónyuge quién es ella, cómo se llama y lo mismo con él, un ejercicio de memoria que nos advierte sobre la enfermedad, la que se enunciaría un poco más adelante. El punto es que “la Pauli” nunca le oculta el mal y más bien se lo recuerda constantemente mediante esos recurrentes y variados ejercicios de memoria a partir de lo cotidiano. Pero, además, utiliza material de archivo de su actividad profesional pero también de videos caseros con los que se cuenta el pasado reciente de ambos, tanto a los espectadores como al mismo Augusto.
Así, el filme toma la forma de un ejercicio de memoria familiar, colectiva e individual. Familiar, porque vamos conociendo el pasado de la pareja, su matrimonio (tras dos décadas de convivencia), la construcción del hogar y, fugazmente, a los hijos del protagonista. Colectiva, por imágenes de sus vidas profesionales y públicas, en las que destacan los reportajes críticos del protagonista a la dictadura de Pinochet y, luego, las entrevistas a personalidades relevantes de la cultura chilena (Raúl Ruiz, Antonio Skármeta); pero también los ensayos de “la Pauli” en el teatro (con participación de Augusto) y su nombramiento político. De esta forma, la película muestra lo que la pareja protagonista quiere perpetuar como contexto social, político y cultural, en el cual se inserta su vida en común, hasta su previsible desenlace.
Este ejercicio de memoria también es individual, ya que todos estos episodios son presentados como recuerdos no solo para el público sino, sobre todo, al propio Augusto; y se intercalan con diálogos e interacciones entre la pareja, destinados a mantener los recuerdos y lucidez del protagonista. Es decir, la misma estructura de la película es un ejercicio de memoria (para el público y la pareja) y, simultáneamente –digamos, en tiempo real, durante el rodaje–, fue un ejercicio terapéutico para el enfermo. Y en este equilibrado paralelismo, donde el pasado provee contenidos que compensan el entorno emocional en que se desarrolla la interacción de la pareja, reside uno de los grandes atractivos del filme, lo que lo vuelve tan interesante.
Esta repetición constante destinada a mantener viva la memoria tiene algo de religioso, como la repetición infinita propia de las mismas oraciones durante el rezo y –ya en el caso del filme– la conversión de los actos cotidianos en rituales destinados a mantener la memoria. Solo que, dada la enfermedad, justamente lo que se pierden son los recuerdos y, con ello, la esperanza que alimentan las creencias religiosas. En cambio, lo que va emergiendo de todos estos ejercicios y rutinas es el amor, sentimiento que se recrea una y otra vez en todos los episodios de la obra. Un amor agónico que une a la pareja a lo largo del tiempo, mantenido por Paulina, recibido por un Augusto cada vez más perdido y dirigido no a un dios sobrenatural sino (por y) a seres humanos sufrientes.
Desde un punto de vista del lenguaje audiovisual o incluso técnico, la película es bastante elemental, salvo por algunas canciones representativas y una banda sonora no tan intrusiva. En particular, las tomas durante el aislamiento son algo precarias e incluso pierden foco ocasionalmente. Pero esto es funcional al hecho de que Augusto acentúa su declive humano y esta pérdida de nitidez en la imagen simboliza su tránsito gradual hacia el olvido, no solo de hechos pasados sino incluso de acciones de cuidado propio a un nivel muy básico. No obstante, la película es sobria y respetuosa, equilibrada en lo posible y evitando la manipulación emocional.
Lo que eleva la película por encima de sus limitados recursos técnicos es la sensación de autenticidad que emana de la interpretación de los protagonistas. Desde el inicio nos conmueve la forma como “la Pauli” bromea con su esposo sobre la enfermedad, lo trata con paciencia, ternura y toques de humor; mientras que en otras ocasiones se muestra firme, aunque con un sutil gesto de resignación. De otro lado, en tales conversaciones completamos información a partir de lo dicho por un Augusto que, pese a sus esfuerzos, va exhibiendo gradualmente sus vacíos de memoria; y, finalmente, resistencia y actitudes agresivas.
Ambos son personajes mediáticos y entienden muy bien el valor del cine para la memoria histórica y concreta. De hecho, fue el mismo Augusto Góngora quien habría aceptado la propuesta de la directora Maite Alberdi para hacer el acompañamiento audiovisual de su enfermedad, pese a la oposición inicial de su cónyuge; quien, a la postre, se convierte en la verdadera heroína de la película, tanto humana como artísticamente. Su entrega y sacrificio, incluso considerando el amor y lo unidos que estaban sentimentalmente, no se explican racionalmente ante el hecho irrevocable de una enfermedad incurable; lo que, además, se verificaba implacablemente con el tiempo.
Esto nos conduce al título de la cinta –“La memoria infinita”– que justamente enuncia lo contrario de lo que se exhibe en pantalla; el mal de Alzheimer demuestra que la memoria es finita, al punto de que puede desaparecer completamente llevando a quien la padece hasta su propia muerte. Por tanto, lo “infinito” de la memoria no puede estar ni en los ejercicios, ni en la dedicación a la pareja, ni el amor compartido, ya que todo esto se extinguirá con la vida. Lo que, en cambio permanecerá, será la película que comentamos y a cuyo rodaje sus protagonistas se entregaron cotidianamente durante algunos años.
Las personas que participaron de esta producción pasarán, los hechos históricos y los individuales aquí narrados –de aquí a un siglo– habrán pasado con suerte a breves menciones en los libros de historia, hasta que el tiempo termine de tragárselos bajo el manto del olvido. Pero los hechos registrados en este documental –libres de todo aparato estético y con un lenguaje simple, básico y universal– siempre podrá ser apreciado por quienes enfrenten estas u otras situaciones parecidas (o sea, por buena parte de la humanidad); sin importar el tiempo que pueda haber transcurrido.
Incluso si se encontrará la cura para el mal de Alzheimer, subsistirán otros males incurables y aparecerán nuevas enfermedades (de hecho, apareció una durante el rodaje, que mató a millones) que quizás conduzcan a situaciones como las vividas por Paulina y Augusto. La forma específica en que los enfrentaron, mostrados con tal nivel de veracidad y autenticidad, son un estímulo y promoción de valores humanos fundamentales para generar empatía y solidaridad; pero también, si nos toca, aprender a cómo manejar los sentimientos, mantener afectos y generar comportamientos ante situaciones similares o parecidas.
Aun así, y entendiendo que se trata de una expresión alegórica, el título sigue siendo ambicioso. Vencer al tiempo, desde la trascendencia que se logra a través del arte cinematográfico, también supone recuperar la memoria y esto es lo más cercano a lo infinito que alcanzaremos a vislumbrar. Ya que lo infinito está en la naturaleza y el universo, no en lo humano que es finito. Solo si la especie humana desapareciera (al igual que antes que apareciera) tendríamos el verdadero infinito, ya sin tiempo en absoluto, porque no existiría quien lo pensase o contabilizara. Tema de ciencia ficción.
Entonces, y volviendo al principio de esta nota, aceptamos que vamos al cine a sufrir, porque congeniamos con el sufrimiento de otros, lo vivimos como si nos ocurriera (o nos preguntamos ¿qué haría yo si me pasara?), reflexionamos (comparamos, sopesamos) y, al final, es como habernos sacado un peso de encima (la sensación de vacío, pero luego, la de “la vida continua”; como lo habrá sentido quizás Paulina).
Pero lo que finalmente nos alivia y reconforta es saber que esta obra vencerá al tiempo, que perdurará más allá de todo lo que hoy conocemos, que hemos presenciado una obra de arte creada por fragmentos de la vida misma (de dos personas); y que por eso tendrá (quizás) más vigencia que películas de ficción con tema similar (justo hacía poco volví a ver la extraordinaria “Amor” de Michael Haneke). Por todo esto, “La memoria infinita” es una película que realmente “vale la pena”.
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