Últimamente los biopics tienden a ser menos tediosamente enciclopédicos para que uno o dos episodios concretos reflejen la personalidad y legado de toda una vida. Incluso han relajado su enfoque hermético en el personaje central para incorporar la perspectiva de un segundo o tercer personaje que requiere reivindicación. El actor, coguionista y director Bradley Cooper intenta abarcarlo todo sobre Leonard Bernstein en poco más de dos horas y de la forma más ostentosa y estrafalaria posible para que no quepan dudas de que el suyo es el biopic definitivo sobre el aclamado y excesivo compositor. Excesivo es precisamente lo que transmite Maestro desde su elección de título, pasando por la prótesis nasal de Cooper, la extensión biográfica del guion, la martirización de la esposa de Bernstein, y la insinuación de que su infidelidad crónica respondía a una bisexualidad insaciable. Su intento por concebir un nuevo Ciudadano Kane (1941) entre aspavientos dramáticos y cinematográficos es respetable, pero Cooper nunca ofrece el equivalente de un “Rosebud” para comprender o terminar de conocer al hombre detrás de la eminencia musical.
La película abarca casi toda la vida adulta de Leonard Bernstein, desde su primera oportunidad para dirigir un concierto de la Filarmónica de Nueva York en 1943, hasta su última etapa en los años ochenta como profesor musical y viudo de la actriz costarricense Felicia Montealegre. Durante la primera parte conocemos a un Bernstein adelantado a su tiempo tanto a nivel profesional como personal, sintiéndose seguro de su genio artístico y de su relación furtiva con el clarinetista David Oppenheim (Matt Bomer). Conocer a Felicia (Carey Mulligan) supone un antes y un después en la trayectoria del joven Bernstein pues pronto se ve en la necesidad de equilibrar su exigente carrera con la de su futura esposa y sus responsabilidades familiares. Con el paso de los años, sin embargo, su compulsión sexual por hombres como su asistente Tommy Cothran (Gideon Glick) termina por desbaratar su vida matrimonial. Solo el diagnóstico de cáncer pulmonar de Felicia hace que un maduro Bernstein reconsidere sus prioridades y se comprometa a cuidarla hasta su muerte.
A nivel actoral, Cooper interpreta a Leonard Bernstein como si fuese el último rol de su carrera, desplegando un carisma desbordado, un acento peculiar y una agitación física que alcanza su punto álgido durante la secuencia del concierto en la catedral. Sin embargo, fuera de algunas escenas de discusión y reconciliación con Felicia, Bernstein no demuestra mayor complejidad psicológica o emocional. Si bien esto puede justificarse por su constante exposición al ojo público, el protagonista mantiene una personalidad sospechosamente fingida incluso cuando conversa a solas con su hija Jamie (Maya Hawke) sobre los rumores sobre su doble vida sentimental. Lo mismo ocurre en sus interacciones con David, su primer amante al que trata como un amigo más. Pero esta sensación de falsedad y vacío del personaje tiene menos que ver con la actuación de Cooper y más con su faceta de guionista. El suyo es un guion que paradójicamente se niega a representar el sexo en las relaciones de Bernstein, incluyendo la de Felicia, para luego insinuar que este era un enfermo sexual. Otra falla notable es que los mayores logros artísticos de Bernstein, como el proceso de creación de “West Side Story”, se limitan a breves referencias que dan por hecho el conocimiento previo del espectador. Pero lo más triste del guion es que no se molesta por indagar en la raíz de la ambición y deseo desmesurados del protagonista más allá de una conversación incómoda con su padre.
Además del bochorno que implica su elección para un rol de origen hispano, sorprende que la británica Carey Mulligan haya aceptado interpretar a una Felicia Montealegre que pasa de ser “una joven prometedora” a una mujer incomprensiblemente dependiente del afecto de un adúltero sin remedio. Ello no quiere decir que su actuación no esté a la altura de las exigencias del guion o de sus roles previos, especialmente durante el deterioro físico de Felicia como enferma de cáncer, pero no deja de ser un rol cuestionable no solo por su pasividad, frustración y eventual tragedia sino también por servir de mártir conveniente para criticar la aparente perversión bisexual de Bernstein, reforzada incluso tras la muerte de la misma. Los roles secundarios van desde un desaprovechado Matt Bomer y una correcta Maya Hawke hasta un insípido Gideon Glick y una forzada Sarah Silverman como la hermana del protagonista.
Punto aparte es la música que recopila lo mejor del repertorio de Bernstein, un verdadero lujo para los oídos, y la extraordinaria fotografía de Matthew Libatique. Ambos componentes contribuyen a un estilo que puede resultar empalagoso pero que es sin duda coherente con los excesos de la narrativa. La fotografía se luce especialmente en la parte en blanco y negro correspondiente a la juventud del compositor. La secuencia musical fantástica parcialmente inspirada en “On the Town” luce como si hubiera sido extraída de un musical de los años 30. Otros momentos captados con una cámara oscilante y una puesta de escena meticulosa parecen evocar a El año pasado en Marienbad (1961). El diseño de vestuario y el maquillaje, con o sin prótesis nasal, también aportan el brillo y realismo necesarios para una película que se regodea en sus valores de producción casi tanto como en la mirada penetrante de su protagonista. Si aquello es suficiente para compensar las limitaciones narrativas del filme es cuestión de prioridades.
No sorprende ver una recepción acalorada por parte de la crítica internacional para una película producida por Scorsese y Spielberg. Personalmente siento que la sensibilidad del primer largometraje de Cooper como director, “A Star Is Born”, aquí se pierde en su intención por obtener un Óscar. Es lamentable que en un 2023 donde la bisexualidad ha sido hábilmente representada por dos grandes títulos como Passages y Anatomía de una caída, Netflix haya aprobado el tratamiento más heterosexual y perezoso para retratar a uno de los bisexuales más celebres. Que cuente con el respaldo de los hijos del propio Bernstein no es necesariamente una garantía de veracidad. Después de todo, los hijos somos los menos indicados para juzgar la adultez errada de unos padres que pudimos percibir como monstruos. La escena de baile entre un Bernstein avejentado y un alumno adolescentes sin duda se corresponde con esto último. De ahí que es incomprensible que esta obra se interprete como un homenaje digno de llamarse Maestro.
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