Interesante película de ciencia ficción, dirigida por Sam Esmail, pero basada –además del libro del mismo nombre de Rumaan Alam– en hechos y fenómenos (tecnológicos, sociales y culturales) del presente, por lo que si bien plantea un futuro escenario apocalíptico, este no resulta tan alejado en el tiempo. Con este trasfondo desarrolla un relato de corte drama familiar que va desde la desconfianza a la confianza, pasando por la colaboración, para retornar a su punto de partida, aunque radicalizado; al tiempo que incluye un componente de conflicto intergeneracional.
Con un pie en el presente y otro en el futuro
Entre los hechos del presente que luego se proyectarán como distópicos tenemos, en primer lugar, un ataque masivo de hackers contra EE. UU. Ya estamos habituados a estafas cibernéticas, hackeos a gran escala e intervenciones en contextos electorales. Pero, en este caso, el objetivo no es la influencia sobre usuarios o el robo de su información con fines extorsivos, sino la destrucción deliberada de la intercomunicación mediante los sistemas informáticos, provocando el caos generalizado y desastres globales de todo orden.
El segundo, la actitud y reacciones de los animales que se producen ante la cercanía de desastres naturales, ambientales o generados por la acción (o error) humano, como lo ocurrido tras el accidente en la planta nuclear de Chernobyl, en la ex URSS. En la película, estos comportamientos de animales –en parte derivados de lo anterior– asumen una dimensión enigmática que podría interpretarse de aviso pero también de vigilancia, en ambos casos incrementando la tensión.
Luego tenemos los misteriosos ataques “sónicos” contra el personal de la embajada estadounidense en La Habana, Cuba, hasta el momento no desentrañados y parecidos a otros ocurridos a funcionarios diplomáticos canadienses en China. Lo que en el caso de los personajes de la película podría describirse, de manera similar a estos ataques, como «[u]nos minutos de un ruido agudo, usualmente acompañado de una sensación de alta presión, descrita como un ‘campo de fuerza’, se sintió en sus casas y habitaciones de hotel en Cuba durante varios meses a finales de 2016».
Otro hecho es la desinformación, de la que deberíamos estar prevenidos y no acostumbrados en las redes sociales y, crecientemente, en los medios de prensa convencionales. Solo que en la película se manifiesta en las acciones de distracción y/o desinformación en un peculiar contexto bélico, mediante el volanteo aéreo de mensajes amenazantes contra los EE. UU. en idiomas de países potencialmente enemigos (árabe y se menciona también, de pasada, en coreano); destinados a causar temor, generar confusión e incrementar el caos.
El quinto hecho del presente es la posesión libre de armas de fuego en el país del norte, incluyendo en el ámbito familiar, lo que hace referencia a los constantes ataques (eventualmente, masacres) con armas de fuego en escuelas y otros lugares; los que son inesperados y perpetrados –en muchos casos– por los propios alumnos contra sus compañeros y maestros, pero también por adultos. Aquí la clave es que las armas son usadas por ciudadanos, unos contra otros, y casi nunca por foráneos. Lo mismo ocurre en “Dejar el mundo atrás”: nunca vemos a algún enemigo definido como tal, ni a ningún terrorista o agente extranjero, militar o civil. Lo que vemos es a ciudadanos estadounidenses usando armas para “defenderse” de ellos mismos y de nadie más.
En la película, las armas solo las poseen dos personajes: uno, aparentemente con fines de defensa personal y, otro, que podría tener su propio arsenal casero (aunque el filme nunca lo precisa ni amplía). Esto nos conduce al sexto componente (y final) del contexto en que se desarrolla esta obra: los “preparacionistas”. Se trata de personas que –por muy variadas razones– se preparan para alguna posible situación de catástrofe a cualquier nivel y cuyo objetivo es sobrevivir capacitándose para enfrentar situaciones de aislamiento, emergencias o carencias, acumulando reservas de alimentos, vestido y recursos para meses o años (incluso, toda la vida).
Este movimiento dista de ser pequeño. Hace un par de días conocí casualmente a un ingeniero peruano residente de Texas desde casi tres décadas, y cuando le comentaba este aspecto de la película me confió inmediatamente que él tenía un amigo que pertenecía al movimiento. Vive en una casa con cultivos de subsistencia, animales, un sótano enorme a prueba de todo y con abundante avituallamiento, formas de entretenimiento, barras de oro y, sobre todo, un buen arsenal con armas diversas. En la película solo se ven dos de estas viviendas, una externamente y la otra, con su sótano muy bien provisto (aunque, significativamente, sin armas).
Pero lo más interesante fue su descripción del ambiente que rodeaba al rancho, muy similar a lo visto en la película. El silencio reinante, la sensación de aislamiento en medio de un amplio paisaje natural, verde y plano, en los suburbios más alejados de las grandes ciudades; aunque también podrían ser lugares montañosos, como los mostrados en “Capitán fantástico”, un filme que trata de un preparacionista, aunque con un enfoque algo distinto del que se presenta en la cinta que comentamos.
Cabe resaltar que estos componentes de contexto nunca se desarrollan ni profundizan y algunos de ellos apenas se puntualizan o, a veces, tienen un valor más dramático que de contexto (por ejemplo, las armas). Sin embargo, son fundamentales porque interactúan con la narración audiovisual y van apostillando y luego incrementando progresivamente la acción dramática, por lo que corresponde pasar a reseñar este último aspecto (no sin antes advertir que volveremos sobre los asuntos de contexto más adelante).
El drama familiar
La estructura narrativa está basada en el contraste de personalidades, de cuyos choques y roces surge el sinceramiento de los personajes, describiendo un arco dramático que va desde la desconfianza inicial a la confianza, para reiniciar luego el ciclo de la desconfianza, ya en el marco del preparacionismo ante un entorno claro de catástrofe apocalíptica.
Todo empieza inocentemente con una familia típica estadounidense –compuesta por Amanda Sandford (Julia Roberts), su esposo Clay (Ethan Hawke) y sus hijos: la pequeña Rose (Sarah Mackenzie) y el adolescente Archie (Charlie Evans)– quienes se marchan de Nueva York para unas cortas vacaciones cerca del mar en una lujosa casa alquilada. Luego de presenciar cómo un gigantesco buque petrolero viene a encallar inesperadamente en medio de la playa, la familia retorna a casa sin sospechar nada. Más tarde, en la noche, aparecen el dueño de casa, G.H. Scott (Mahershala Ali) y su hija Ruth (Myha’la), quienes piden a los Sandford que los dejen pasar la noche en su casa dado un presunto colapso de las comunicaciones (celulares, telefonía satelital, cable, Internet) y la energía eléctrica en la ciudad.
A partir de este punto se inicia un ciclo de información insuficiente, desconfianza, incomunicación y hasta prejuicios en relación con este pedido (y más adelante, se desarrollará una segunda línea –secundaria– de conflicto intergeneracional). Así, el contraste de personalidades opondrá inicialmente a una desconfiada Amanda con su más contemporizador esposo Clay, pese a que G.H. les retorna mil dólares del pago hecho originalmente de forma virtual. Luego, la desconfianza de Amanda se dirigirá hacia G.H. y después hacia una arrogante Ruth, con un componente abiertamente racista, del que posteriormente se disculpará.
A continuación, se desarrollarán tres encuentros más o menos sucesivos en los que –ante la verificación de que algo raro estaba ocurriendo– la desconfianza iría dando paso a la colaboración y finalmente a la confianza: 1) entre Ruth y Clay, 2) entre G.H. y Amanda, y finalmente 3) entre Amanda y Ruth. La superación de estos conflictos se basarán en la comunicación y el auto sinceramiento entre ambas parejas: 1) Clay confiesa su cobardía al no recoger a una mujer hispana que huía desesperada en medio de los vastos campos aparentemente despoblados; 2) G.H. va revelando sus sospechas sobre el caos reinante, gracias a sus contactos laborales con las elites de poder económico y político (aun así su conocimiento es limitado) ante sus propia hija Ruth y Amanda, ganando la confianza de ambas; y 3) Amanda exhibe toda su frustración por la manipulación que debe desarrollar a partir de su profesión de publicista, ante una Ruth que confiesa finalmente su soledad y dependencia parental.
De esta forma se cierra el ciclo de desconfianza entre estos cuatro personajes, pero luego se reabre con la aparición de un quinto personaje, Dan (Kevin Bacon), a quien deben recurrir en busca de medicinas para Archie, afectado aparentemente por una herida de garrapata. Según G.H., Dan –un contratista local–, era su gran amigo (de mucha confianza); sin embargo, dado el nuevo contexto ya claramente apocalíptico, Dan se ha vuelto totalmente desconfiado y niega todo apoyo o colaboración a su antiguo amigo (y menos a desconocidos, como los Sandford).
Incluso llega a contagiar su desconfianza a G.H. creándose una tensión casi fatal entre ellos; solo la arriesgada intervención de un Clay implorante permitirá salvar el impasse, mas no la desconfianza. Pero lo importante en este episodio es que se ha escenificado, a pequeña escala, el temido y presunto “todos contra todos” en pos de la supervivencia que G.H. ya antes había adelantado a Amanda como un riesgo identificado (y luego un objetivo de ataque contra el país) por las altas esferas del poder.
En paralelo a toda esta línea narrativa, se va evidenciando un conflicto intergeneracional latente en los Sanford y manifiesto entre los Scott. En el caso de estos últimos, las discrepancias por las sospechas de la hija hacia su padre por su presunto (y, a la postre, limitado) conocimiento de las razones del colapso sistémico no logran romper la relación: ambos se mantienen unidos por la preocupación y ausencia de la madre, en camino por una incierta vía aérea hacia los Estados Unidos.
Mientras que el problema con los Sanford es más bien por omisión de los padres, demasiado ocupados por el ataque y sus consecuencias, al punto que dejan relativamente abandonados a los hijos, creyendo estar protegiéndolos. De esa forma, Archie termina inesperadamente enfermo y Rosie resulta estar todo el tiempo más “adelantada” que sus padres observando los efectos de la crisis (y sin que le hagan el menor caso), mientras se dedica a buscar un capítulo de la serie “Friends”. Este es el único detalle irónico, a la vez que simbólico, en la cinta.
Simbólico porque el nombre de la serie hace alusión a amistad, colaboración y confianza, asuntos que constituyen la “moraleja” de la película. Está claro que los factores de desconfianza mostrados (superados o por superar) conducen a la actitud y reacción de Dan, el personaje “preparacionista”. Si bien en este movimiento confluyen infinidad de motivaciones distintas y diversas, todos sus integrantes comparten un punto en común que la película sugiere implícitamente: el individualismo extremo y la oposición (léase desconfianza) mayor o menor al Estado (y, eventualmente, a la sociedad misma). Y aquí lo clave es que este –como otros factores– nunca se enuncia explícitamente, lo que discutiré más adelante.
El filme pretende demostrar, de manera sutil, cómo un ataque total puede ser facilitado y hasta ejecutado completamente creando y/o aprovechando un clima de desconfianza interpersonal generalizado, al punto que los atacantes no necesitan actuar presencialmente, les basta con generar el caos tecnológico de los sistemas informáticos y de comunicaciones para que sean los propios ciudadanos los que se encarguen de la tarea, en una arena social polarizada y convulsa… como la que tenemos en el presente; solo que aquí agudizada al nivel de anomia o de un “todos contra todos” no muy lejano de la actualidad en Estados Unidos y otros países.
De esta forma, los componentes narrativos (el drama familiar) se juntan con los elementos de contexto acumulados (pero nunca explicados) y expresados en el conflicto final de los personajes con Dan y lo que este representaría (individualismo, desconfianza, aislacionismo), en un final abierto. Hasta aquí, todo está muy claro, la acción transcurre linealmente, el argumento se entiende sin mayores problemas, culminando y transmitiendo este “mensaje”.
Con un pie en el futuro y otro en el presente
Sin embargo, y pese a ello (y en esto reside el gran valor de la película), el tratamiento de estos componentes en la puesta en escena contiene vacíos, omisiones y cabos sueltos –entre otros elementos– que, sumados al final abierto, crean una sensación incómoda y hasta perturbadora para un sector del público. Una sensación de sugerencias no muy claras ni explícitas, de que “falta más” o “falta algo”, y que pareciéramos entonces estar ante un final “medio abierto”. Cuando, en realidad, estos vacíos y elementos de sugerencia nos retornan desde el supuesto futuro distópico a un presente del que somos parte involucrada, pues esos vacíos deberíamos llenarlos nosotros mismos, más que como público, como ciudadanos. En este sentido, la película reta al espectador mediante estos mecanismos de la narración audiovisual, que pasamos a examinar.
El primero es la contraposición entre los grandes espacios abiertos de la naturaleza, que sugieren la libertad humana, y los ominosos signos de destrucción de la naturaleza y pérdida de esa libertad que van apareciendo a lo largo del filme. Pero, al mismo tiempo, esas grandes panorámicas silenciosas también simbolizan el aislamiento del individuo y el quiebre del tejido social, en contraposición a la necesaria colaboración y solidaridad para enfrentar el desastre en ciernes. La película nos apela: ¿este es el mundo que queremos? Y, en todo caso, ¿en qué lado nos ubicamos?
Vayamos a los vacíos y omisiones. Los ataques cibernéticos, la desinformación, la libre posesión de armas, los ataques “sónicos”, el extraño comportamiento animal, el aislacionismo. Todo esto hace acto de presencia, pero nunca es explicado, ni ampliado ni desarrollado. Pese a tratarse de asuntos controversiales y polémicos, la película los muestra asépticamente, desconectados de sus consecuencias; por ejemplo, nunca sabemos real y explícitamente por qué G.H. tiene un arma en casa o por qué Dan lo recibe con un rifle en su vivienda, signada con la bandera de barras y estrellas. Todos estos son meros indicios dejados a la imaginación del espectador, aunque asentados o referenciados en hechos del presente; en una especie de limbo entre lo cotidiano y una ficción futurista.
En esa línea, no se muestran naves espaciales, ni a los enemigos habituales (terroristas, Corea del Norte, Putin, los chinos), ni hay un despliegue bélico con armas o vehículos, ni escenas de masas en pánico ni de destrucción (salvo unos hongos de humo, producto de posibles bombas o estallidos en una panorámica lejana de Nueva York). No existe una explicación ni mostración “científica” del colapso de los sistemas. Sin embargo, y para que no quede duda, se presentan los restos de un avión de pasajeros caído en tierra, unos pocos y fugaces mensajes –que los personajes principales no captan– en precarias transmisiones de radio o Internet, que advierten del hackeo sistémico y posibles zonas afectadas por la radiación.
Es posible que esto frustre a un sector del público –acostumbrado a que le den todo “masticado”– y que espera más acción externa, con persecuciones, peleas y peripecias que expliquen lo que está ocurriendo, sobre todo porque la parte narrativa es un thriller bastante soft, con algunas tensiones que se van aplacando en los encuentros cruzados entre los cuatro personajes principales, arriba mencionados; es decir, diálogos sin ningún enfrentamiento físico efectivo, aunque sí alguna acción externa para mantener un suspenso de baja intensidad. Sumemos a esto que el filme transcurre en un tempo reposado, que amortigua las tensiones y dilata su resolución.
Otra contraposición sutil es la que opone los amplios y lujosos ambientes de la casa donde se realizan estas interacciones –en planos más cerrados y con cierta intimidad– donde pasamos de la desconfianza a la colaboración, contra los grandes y silenciosos paisajes en los que se sugiere sutilmente el aislacionismo (y su fuente, la desconfianza), que haría eclosión en el enfrentamiento entre G.H. y Dan. De hecho, el paisaje natural y, sobre todo, el silencio que lo acompaña casi siempre (y que refuerza la sensación de soledad), está presente casi desde el comienzo de la película, preparando tal enfrentamiento. Adicionalmente, ese mismo silencio y aislamiento encaja perfectamente con todo lo no dicho ni mostrado, pero sí trasladado desde la ficción a la realidad, para que el espectador lo procese como parte de su cotidianeidad.
En otras palabras, estos elementos de sugerencia nos retornan desde el futuro distópico al presente. Nunca se nos narra cómo se llegó a ese futuro (la catástrofe en curso) y lo que se nos sugiere nos devuelve a la actualidad y hasta a la cotidianeidad; ya que, después de todo, la parte más explícita de “Dejar el mundo atrás” está constituida por pequeños dramas familiares convencionales, aunque en un contexto de ciencia ficción plagado de sugerencias e insinuaciones acotadas y de corto alcance.
Pero incluso esos tramos más explícitos –del drama familiar– tienen pequeños y sustanciales “cabos sueltos”, lo que refuerza aún más esa especie de “bordado” enigmático que rodea la película. Así, por ejemplo, no sabemos casi nada del pasado de los Scott, ni G.H. detalla mucho sobre su trabajo, especialmente, nunca menciona quiénes componen esa misteriosa elite de poder que aparentemente dominaría al (o tendría una influencia enorme y decisiva en el destino del) mundo. Y tanto su hija Ruth como su nueva amiga Amanda no se lo preguntan abiertamente, asumiendo que así debe ser o que, por seguridad, es mejor no saberlo.
Al dejar en el misterio a los integrantes de esta elite, el director Sam Esmail pareciera haber caído en las redes de alguna teoría conspirativa, pues los conspiracionistas muchas veces cuestionan a unas elites nunca identificadas, así como tampoco definen el poder que les atribuyen y menos demuestran su existencia con evidencia comprobable. Al mismo tiempo, los conspiranoicos ocultan deliberadamente determinados contenidos, que ellos mismos declaran como secretos, ya que se perciben a sí mismos como perseguidos por algún poder mundial “globalista” o innominado del que deben protegerse (y supuestamente protegernos).
La sospecha se acrecienta ante el hecho que la película ha sido producida por el matrimonio Obama, por lo que muchos podrían presumir que sería parte de alguna conspiración política con intenciones ocultas o inconfesables. Esa suspicacia, sin embargo, nunca llegará a formalizarse justamente porque Esmail se preocupa de limitar estrictamente el alcance de sus componentes de contexto (disolviéndolos asépticamente en la nebulosa de las sugerencias), de tal forma que no puedan atribuirse a poderes o personajes específicos.
Más aun, su tratamiento es objetivo, es decir, no juzga las intenciones de nadie, ni las justifica. Deja que sean los propios personajes los que hallen su camino hacia la cooperación. Siguiendo una regla del arte narrativo, muestra no demuestra. Incluso Dan llega a ceder en algo, dejando una ventanita abierta a una posibilidad futura de dejarse convencer; aunque esto es una especulación (más) en el marco del enfoque delimitado por las omisiones, vacíos y cabos sueltos tanto en el plano del contexto como en el narrativo.
En consecuencia, la película en realidad se ubica audazmente en un espacio post-teorías-de-conspiración ya que su misteriosa elite confiesa haber perdido el control. El propio G.H. revela que la única ventaja de pertenecer a esa poderosa elite mundial (que, en términos de la ficción, puede calificar como cualquiera que se desee) es poder adelantarse a los hechos y tomar sus precauciones, retirando grandes sumas de dinero y abandonando el país. Y nada más. Es decir que, en versión de la “elite”, el colapso en curso durante el filme es realmente incontrolable, no hay específicamente nadie detrás, nadie identificado, es un “todos contra todos”. No hay instituciones sino meros individuos. Estamos en el reino de la anomia.
En consecuencia, después de “Dejar el mundo atrás” vemos como la propia película nos lo trae de vuelta a casa como un escenario de caos generalizado, no muy lejano de lo cotidiano en la escena pública actual en Estados Unidos y otros países del orbe.
El dato que faltaba
Mientras iba concluyendo esta reseña sentía que entre los hechos de contexto que enumeré al comienzo faltaba uno. Sospechaba que, entre omisiones, vacíos y cabos sueltos, algo se me quedaba en el tintero, algo que había leído a comienzos de semana. Era un dato evidente pero al mismo tiempo estaba tan escondido que, por eso mismo, no me daba cuenta: Internet.
A la vista y al mismo tiempo oculto, porque desde el comienzo de la película la red de redes se había caído, había sido atacada a nivel global, no funcionaba; por tanto, la película no podía mostrarla en acción. Sin embargo, y eso es lo fascinante, en ese limbo de los elementos de sugerencia, en ese juego de ida y vuelta entre el presente y el futuro, Internet emerge –a manera de fábula o potencial precuela– como uno de los factores desencadenantes del apocalipsis now, invisible aunque fundamental, que la película describe (o, más bien, insinúa de mil maneras).
No en vano lo enuncié de pasada al inicio de esta reseña: la interferencia de hackers y troles en las campañas electorales. Hace unos días, tarde en la noche, desde las brumas mentales que se acumulan cuando uno aparta el libro que está leyendo para hundirse en las vacías nebulosas del sueño, recordé haber leído y marcado este párrafo del profesor Justin E.H. Smith:
“La intervención rusa [en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos] se llevó a cabo con el propósito de sembrar la discordia y debilitar el sistema político de Estados Unidos, y sus agentes entendieron que el apoyo a las causas de izquierda en simultaneidad con el apoyo a Trump era la mejor manera de lograr el objetivo. En esto, Rusia siguió la misma estrategia que ya había funcionado durante la crisis griega, cuando sus agentes apoyaron tanto a la extrema izquierda del partido Syriza como al neonazi Amanecer Dorado. Los rusos no querían el triunfo de los republicanos como un fin en sí mismo, querían el triunfo del caos, y no cabe duda de que lo lograron. A diferencia de los votantes estadounidenses confundidos, entendieron que Trump no era [en aquel entonces – nota mía] un republicano en el verdadero sentido de esa permanencia política, sino más bien un agente del caos”. (Smith, Justin E.H., “Irracionalidad: Una historia del lado oscuro de la razón”, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2021; pp. 268-269).
Como vemos, la manipulación de millones de ciudadanos a través de las redes sociales no se hacía en favor de uno u otro bando, sino que se aprovechaba del binarismo de ambos, promovido por el algoritmo de las empresas tecnológicas propietarias de las redes, para sembrar el caos. El punto está en explotar y multiplicar los diálogos de sordos que constituyen el mayor porcentaje de interacciones de social media, independientemente de sus contenidos (simplificados y banalizados al máximo), de tal forma que el caos (y la rentabilidad de los gigantes tecnológicos) crezca exponencialmente.
Pero el fenómeno va más allá, ya que ese caos es pre existente a los hackeos y las granjas de troles, pues los algoritmos han generado la formación de comunidades más o menos excluyentes y su consiguiente polarización binaria, multiplicable hasta lo infinito por los temas y sucesos en debate. No puedo explayarme más en este tema, pero sí recomendar, al respecto, a los interesados otro libro del mismo autor: Smith, Justin E.H., “Internet no es lo que pensamos. Una historia, una filosofía, una advertencia”, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2023; 236 pags.; sobre todo, la primera parte donde hace un diagnóstico sintético, revelador y devastador de Internet que da aún más luces a esta conexión entre sus efectos en el presente y su eventual proyección caótica futura.
Si esto se generalizara y otros países (o “elites” de poder) promovieran estas campañas de manipulación en redes –lo que ocurre con mayor frecuencia (y es contagioso)– el caos podría salirse totalmente de control. Lo cual nos conduce de vuelta a la película, ya que esa es justamente la explicación que enuncia (pero nunca explica, así sea sucintamente) G.E. en “Dejar el mundo atrás”. Caos que hasta podría tragarse a la propia red de redes, como se muestra desde el inicio del filme.
Esta disquisición viene a cuento porque hay otro sector del público, aparte de los que solo consumen lo ya “masticado”, al que la película desconcierta un poco. Son los que sienten que en esta obra “no pasa nada” o “es muy lenta”, e incluso que “no se entiende”. Es posible que tales espectadores se sientan inconsciente o involuntariamente aludidos al ser activos usuarios de redes (además de consumidores de medios convencionales: prensa y TV) y presuman que, después de todo, pudieran estar participando en el fomento de esos efectos nocivos que la película insinúa y padeciéndolos pasiva o inconscientemente.
Lo fantástico, entonces, es que Internet no aparece para nada en la película (está anulada) pero, al mismo tiempo, en ese amplio espacio de sugerencia con el que la cinta busca apelar al o compartir con el espectador, cabe perfectamente implicarla e implicarnos, como usuarios, en este clima y entorno de polarización y crecientes debates de “todos contra todos”. Quizás sea útil para superar dudas o desconcierto al respecto poner en funcionamiento esa antigua app que algunos sugieren está en extinción: los libros. Aquí he recomendado dos a los interesados en completar y profundizar, eventualmente, ese tránsito de retorno desde la ficción a nuestra realidad presente que sutilmente sugiere esta película.
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