Viendo Muerto de risa, la nueva película de Gonzalo Ladines («Como en el cine»), me puse a pensar en las tendencias del humor peruano, sus manías y contradicciones, lo que nos dice sobre cómo somos y cómo nos percibimos. La respuesta se hizo evidente: el humor peruano es, en gran medida, un humor hacia los otros. Pensemos en los cómicos de la calle, los programas de la tele, los shows de radio, las figuras que trascienden la cultura pop y se mantienen en sintonía por años y décadas. Se repite el mismo patrón: humor que se burla, que exagera, que distorsiona; humor que confronta, que asume cierto poder sobre el sujeto de humor y se lo hace notar. Si vamos a una fiesta de carnaval, o si leemos una tira cómica, veremos a políticos e iconos sociales caracterizados grotescamente, sus facciones ensanchadas, sus rasgos distorsionados, su identidad reducida al estereotipo. Es el humor de Risas y Salsa, El Especial del Humor y El Reventonazo. Frente a la rigidez de la moral colectiva y el peso de una estructura tradicional, el peruano encuentra una válvula de escape razonable, una fisura en el sistema, a partir del humor y el espectáculo: en un chiste puede decirse todo, o casi todo, y el humor local se toma esa máxima muy en serio.
Muerto de risa llega a una conclusión parecida, o bueno, al menos comienza con ella: el protagonista, Javi Fuentes (César Ritter), dirige un talk show que lleva el humor burlesco y grosero hasta el extremo. Invita a vedettes, futbolistas y demás figuras del espectáculo solo para humillarlos con todos los trucos que tiene. Se regodea por ser “el chico malo de la televisión” y asume la versión más cruda del humor sin ningún remordimiento. Ladines se divierte parodiando (y con suficiente astucia que hasta no nos parece parodia) los distintos programas de moda en Perú, pero no lo hace por mucho rato: a pocos minutos de iniciar, el padre de Javi, enfermo de cáncer, muere mientras ve ese programa por la TV. Siguiendo una narrativa común (el héroe caído en desgracia, que debe repensar lo que sabía de su vida y hazañas previas), Ladines ofrece una paradoja interesante: un cómico que no se ríe y que, para colmo, no sabe hacer reír. Es un buen elemento absurdo (los chistes con los que nadie se ríe son posiblemente los mismos que pusieron a Javi en la fama), de muchos qué hay en el film, desde la presencia de un insoportable youtuber centennial hasta la forzosa inclusión de una escena de alta velocidad en un coche deportivo. Todo sea, al parecer, por el bien del espectáculo.
La historia sigue a Javi, caído en desgracia, intentando desesperadamente recuperar su “humor”. Aquí la película introduce a Alfonsina (Gisela Ponce de León), una comediante de bares, especialista en stand-up autodenigrante y humor rápido. Quebrada, alcohólica y sin hogar, Alfonsina recuerda a otros personajes de Ponce de León (pienso en su Edurne de El sistema solar; o en la coprotagonista de La elección de Toribio Bardelli), y la actriz lo lleva con suficiente naturalidad y convicción. De lejos, Alfonsina es lo mejor de la película. Cuando Ladines la filma en primer plano, o con un travelling amplio, deja que su presencia tome con fuerza la pantalla, que se expanda, y que nos convenza de sus tribulaciones. A partir de un clásico emparejamiento de opuestos, Alfonsina y Javi intentan que este regrese al espectáculo a toda costa. Llama la atención el método: Javi debe renunciar al humor chabacano y humillante, en favor de un humor supuestamente más sofisticado, más autorreferencial, de stand-up gringo, único camino a su redención.
Curiosamente, Ladines no filma su película como una comedia. La fotografía desatura los colores, prioriza los primeros planos y ciertas tomas largas, o planos secuencia; la imagen responde a cierto aura de melancolía y desconsuelo, reflejado también en el rostro lastimero de sus protagonistas; el ritmo es lento, a veces poco realista, ajeno a las pretensiones de agilidad de una película de humor. El tándem entre géneros es una constante hasta el final, a veces sin que nos demos cuenta.
La película parece funcionar, pero solo a ratos. Así como algunas rutinas de stand-up, a Muerto de risa le cuesta un rato hallar su ritmo: las primeras escenas se sienten algo rígidas, demasiado impostadas, con un César Ritter parcialmente convincente como Javi, con bromas algo disonantes y difíciles de comprar, con un enfoque poco claro a la rutina de Javi y al espectáculo. Una vez que Javi se ve forzado a reinventar su humor la película tiene un estilo más cuajado, aunque no siempre parece sostenerlo. Hay otros problemas. A veces, parece que alguna idea funciona bien en el papel (una escena dramática que resalta el sufrimiento de Javi, una persecución cómica como contraste, la pelea entre los dos protagonistas como antesala al clímax), pero, en la ejecución, estas no siempre llegan a su objetivo: a veces el estilo no sale del todo natural, el salto de una escena a otra es muy abrupto, o no convence del todo. Da la impresión de que algunas cuantas secuencias podrían haberse quedado en la sala de edición, o filmarse sin tanta intensidad.
A ratos, da la impresión de que falta algo: un poco más de melancolía, de matiz en los personajes, más corazón. La película es inteligente en retratar a los comediantes como desdichados sin rumbo ni tranquilidad, usando el humor como única forma de comunicarse con el mundo exterior. Es una descripción honesta, pero que a veces se pierde entre giros innecesarios, y decisiones algo arriesgadas, que cambian el rumbo de la historia sin un motivo convincente. En un momento, Javi y Alfonsina encuentran cierto confort en el otro, una forma de cuidarse mutuamente, lo que promete un tercer acto emocionalmente intenso, el cual, sin embargo, es rápidamente reemplazado por una narrativa más predecible sobre Javi intentando recuperar el estrellato con un show de regreso. Parece que el potencial de Muerto de risa por momentos se pierde entre los extremos del riesgo innecesario y la comodidad narrativa, cada uno con sus propios problemas.
Eso no quiere decir que Ladines no tenga alguna que otra sorpresa. En una escena, probablemente la mejor, Javi y Alfonsina se emborrachan en un bar de élite y, seguidos por una cámara movediza, que filma todo en un apenas un solo plano, beben sus penas, e intentan, a duras penas, entretener a la supuesta audiencia que les escucha, que no es otra que el conjunto de comensales que escucha incómodamente sus predicamentos. Es una escena cruda y melancólica, íntima y elegante, que muestra el potencial de Ladines tras la cámara. Poco después, sin embargo, el director filma una escena de confrontación entre Javi y Alfonsina que más bien roza lo paródico (quizás haya sido intencional). Así hay varios ejemplos de un estilo que podría retocarse, quizás, con más confianza en el drama.
Al final, como una rutina de stand-up, parece que Muerto de risa muestra suficiente vulnerabilidad, toca fibras sensibles, arriesga más de la cuenta. Le queda un producto imperfecto, necesitado de retoques, pero con suficiente material memorable. Se agradece que decidiera darle una vuelta de tuerca al estilo simplón y divertido de Como en el cine (2015) y se atreviera a darle una nueva mirada, más fresca y crítica, al humor.
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