¿Qué es el buen sentido del humor?
Tratándose de un campo cuanto menos subjetivo, la capacidad de hacer reír resulta en una variable independiente de los principios más básicos de la comedia. Desde el slapstick menos ágil hacia el monólogo más punzante, los límites del género no encuentran excusa alguna en sus limitaciones para sacar sonrisas o carcajadas de algún espectador, siendo el realizador Gonzalo Ladines uno de los muchos que comparten dicho propósito.
Lejos de ofrecer una respuesta definitiva sobre “el buen reír”, el más reciente filme del director peruano propone un vistazo agridulce y cuasi terapéutico del mismo, esto por medio de un estudio de personaje redondo y una puesta en escena sumamente acertada. Inconsistencias aparte, la tesis paliativa sobre la comicidad tóxica logra salir de su redundancia gracias a un guion que sabe adaptarse al tono de las escenas, en especial si estas contribuyen al doloroso renacimiento de Javi Fuentes, un César Ritter que brilla en pantalla.
Con los símbolos y acompañantes suficientes, la clásica historia de perdedores estancados encanta gracias a una ejecución versátil que se mantiene fiel a las características de su dupla protagonista. Como la alocada maestra de Javier, Gisela Ponce de León se siente genuina en su ya conocido rol, construyendo una Alfonsina tan imperfecta como humana, palabras que se convierten en sinónimos a lo largo del filme. Manteniendo una química indudable e interacciones frescas, el mayor acierto recae en esta curiosa amistad y las muchas desventuras que aguardan en su camino de reconstrucción.
No obstante, ciertas decisiones cuestionables terminan por distraer en el desarrollo de esta historia, encontrándose más en el guion que en el apartado técnico. En este caso, la más notable es esa representación caricaturesca de la Generación Z, una que podría leerse como algún gag burlesco o, directamente, una decisión floja por parte del escritor. Sin embargo, el hecho de que la misma no permanezca tanto tiempo en pantalla o tenga un rol tan relevante más allá de mostrar el choque generacional arreglan la situación, resultando en un obstáculo más en el viaje de Javi Fuentes.
Eso sí, los problemas de ritmo en el segundo acto se hacen notar, incluyendo escenas que recaen en lo discursivo sin necesidad de agregar alguna idea nueva en ese mensaje sobre la comedia personal, un reencuentro burlesco con el yo verdadero. Hablando de caer y volverse a levantar en compañía de otros diálogos menos verosímiles, el mayor resbalón de la cinta lo encontramos en el trasfondo de Alfonsina y la extraña manera cómo se construye, un vistazo superficial que toca fondo en esa extraña escena de la librería.
Por otro lado, el apartado técnico sirve completamente a la construcción de esta historia, presentando luces y sombras que permiten enfocar al verdadero ser de los personajes. Además de ofrecer un diseño de producción consistente y hasta juguetón, el vestuario en la caracterización ofrece ciertas prendas que terminan por definir al protagonista, además de ciertos props que acosan su psicología aparte de las drogas o el alcohol. A nivel visual, los planos se mantienen correctos con ápices de creatividad y tomas que duran lo suyo en una muestra del talento actoral presente. Escenas como las del estado de ebriedad y el espectáculo final resaltan como pocas.
Permaneciendo en un ámbito reconocible, Muerto de risa (2023) emplea arquetipos para transformarlos a favor de un tratamiento narrativo ágil aunque convencional. Más allá de si “hace reír”, estamos ante una bien implementada historia de reencuentro y perdón, aristas clave para comprender a un protagonista que, sin padre ni risa, se oculta detrás de su dañado ego.
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