Hace ya varios años conocí a una pareja de chilenos que tuvieron que exiliarse y finalmente establecerse en Suecia a raíz del golpe militar de 1973. Con la vuelta de la democracia, y ya adultos mayores, quisieron retornar a Chile, pero sus hijos –jóvenes profesionales– no estuvieron dispuestos. Así que tuvieron que regresar al país escandinavo que les dio cobijo, pese a que añoraban su país de nacimiento; al que, de todas maneras, reconocieron en su momento como bastante cambiado y con muchos de sus conocidos fallecidos, desaparecidos o, simplemente, algunos de los sobrevivientes ya eran “otros”. El tiempo hizo su trabajo creando estos vacíos.
Hace poco me presentaron a una pareja de peruanos migrantes en Australia. Hicieron su vida allá y aunque han construido una casa de playa en el sur de Lima, sus hijos no aceptan –comprensiblemente– trasladarse al Perú; mismo caso que el anterior. Estas son “vidas pasadas”, es decir, lugares y tiempos que difícilmente volverán pero que se encuentran presentes en la memoria y los deseos del emigrante. Para algunos, esta situación supone un profundo desgarro interior, un dolor íntimo, a menudo reprimido, pero que reaparece de tiempo en tiempo.
Ciertamente, no es el caso de todos los migrantes (o lo es en menor grado) y hay quienes se adaptan para siempre al nuevo país. O se proponen conscientemente tal asimilación. Es el caso de Na Young (Moon Seung-ah, preadolescente), la protagonista de “Vidas pasadas”, quien emigró a los 10 años con sus padres a Toronto, Canadá y, más adelante, a Nueva York; ya con el nombre cambiado como Nora Moon (Greta Lee).
Tiempo + Migración + Diferencia cultural = Desgarro
A diferencia de la pareja chilena que comentaba, la familia de Nora no fue forzada a dejar Corea del Sur sino que se trató de una decisión deliberada y voluntaria de sus padres; y ella misma la compartía (o aceptaba), partiendo la familia a Canadá en los años 90. Eso la separó de Hae Sung (Leem Seung-min, preadolescente), su mejor amigo desde la infancia, quien se quedó en el país.
Doce años después, ambos retomarían el contacto gracias a Facebook, intercambiando información sobre sus estudios, trabajos y actividades, fase de conversaciones a distancia que fue cancelado por Nora, ya que no había posibilidades de que alguno de ellos viaje fuera para un encuentro. Otros 12 años después, Hae Sung (Teo Yoo) finalmente viajaría a Nueva York y se reunirían; pero, para entonces, Nora ya estaría casada con Arthur (John Magaro).
De hecho, el filme comienza con una escena donde vemos en un bar a una pareja oriental que conversa, acompañados silenciosamente por un tercero, digamos, occidental; mientras una misteriosa voz en off –la que no volverá a oírse en el filme– especula junto a un invisible interlocutor sobre quiénes y de qué hablan esas dos personas y el papel del acompañante.
Esta introducción reemplaza al típico “érase una vez en…” del inicio de los cuentos infantiles y de ahí pasamos al relato de la infancia de la pareja oriental, quiénes y de dónde son, y el argumento en tres actos separados por dos elipsis de una decena de años cada una; para retornar a esa escena inicial, ahora antepenúltima, constituyendo la cinta un raconto donde se narra la amistad de toda una vida entre ambos y la acción del tiempo en su esfuerzo por mantener y profundizar la separación.
Lo interesante es que ese distanciamiento, al inicio decidido por los progenitores de la por entonces Na, se vio reforzado por la decisión consciente (y previo cambio de nombre) de Nora por hacer su vida personal y profesional en los Estados Unidos. Pero la raíz de esta decisión ya se manifestaba tempranamente para el entonces preadolescente Hae Sung, quién reconocía la diferencia de caracteres entre ambos. Lo que no impedía que fueran muy amigos ya que muchas amistades (¡y parejas!) se forman a partir de diferencias de personalidad, bajo el atractivo de poder complementar falencias mutuas a través de tales relaciones.
Aunque, en verdad, las razones que explican la atracción entre seres humanos en el fondo son misteriosas e inexplicables, quizá porque obedecen a factores puramente emocionales (irracionales), los que luego se perciben como si tuvieran racionalidad (que, en parte, la tienen) y se comenten en forma narrativa (a veces, con ayuda del azar). Sucede en la vida y, con mayor motivo, en las pantallas.
Más adelante, y volviendo a “Vidas pasadas”, ya en el reencuentro presencial, el joven (y “viejo”) amigo le confirmará a ella que “eres de las que se va”, aludiendo a los migrantes surcoreanos que se marchan por causas que la película no trata. Sin embargo, es conocido que en Corea del Sur hay relativamente poca movilidad social ascendente y bastante desigualdad.
En consecuencia, hay una tendencia a la emigración y, generalmente, los que emigran legalmente (o no) y en forma voluntaria son mayormente los más emprendedores. Esto encaja con la autonomía y capacidad de agencia de Nora, lo que ella pone (hasta cierto punto) por encima de sus propios sentimientos; por ejemplo, habla en sus sueños en coreano, según le informa con cierta resignación su esposo Arthur. Se demuestra así que el peso de lo vivido en la infancia, el idioma y otros elementos culturales, se mantienen al interior de la persona; así se manifiesten solo en sueños.
Este es el punto fuerte de la película: cómo la migración genera vacíos vitales casi imposibles de salvar, pero simultáneamente puede mantener vivas las antiguas raíces, los sentimientos y atracciones del pasado (¡y actualizarlos!). Al mismo tiempo, la protagonista debe convivir con los nuevos afectos y las responsabilidades de la vida en común con su esposo. Así, Arthur se siente profundamente inseguro por esos sueños, al punto que intenta aprender el coreano aunque sin mucha suerte.
Aquí se expresa otra faceta del mundo migrante: la diferencia cultural. Y se expresa en términos de convivencia y sentimientos compartidos pero también con componentes eventualmente incompatibles, en mayor o menor medida, en la vida en común. Al mismo tiempo, este entrecruzamiento (léase, desgarro) emocional es el precio que paga Nora por esa autonomía y agencia que busca construir como proyecto de vida.
Este es el ángulo feminista del filme, pero –como en otros casos– no es adhesión a determinadas ideas sino que se ejemplifican mediante acciones, actitudes, comportamientos y decisiones de vida. Es cierto que este aspecto no se desarrolla en el filme, pero sí se enuncia claramente en términos de conflicto dramático, interno y externo, de la protagonista. Y sus consecuencias confluyen con las de la migración.
La importancia de la diferencia cultural se manifiesta también en el título de la película, “Vidas pasadas”, opera prima de la cineasta canadiense-surcoreana Celine Song, y que hemos asociado a la migración. Sin embargo, de acuerdo al filme, tiene su origen en el “in-yun”, una tradición de ese país asiático, según la cual cada ser humano es la suma de 8 mil vidas pasadas, compuestas de vivencias y posibilidades de otros tiempos, con alguna de las que podría ser posible reencontrarse. Esas son las vidas a las que alude el título.
Además, esta creencia ofrecería la posibilidad de establecer relaciones a través de contactos presenciales tras relativamente largos periodos temporales; contactos producidos por el azar, como los que reunieron a Nora con Hae Sung. Este último, conversando con la protagonista, le consulta si –al haberse reencontrado– no estaría ya en una vida pasada.
De esta forma, Hae busca arraigar una pregunta de corte existencial en su tradición cultural, la que le da la posibilidad de –más adelante– encontrarse con ella en otra vida. “Te veré entonces”, le dice, dejando una sensación de esperanza que es consistente con el talante ambiguo que caracteriza su reencuentro y que pronto se contagiará un poco hacia la relación que Nora mantiene con su esposo.
Serenidad + Sutileza + Contención = Emoción
El tratamiento de este relato evita el desborde emocional o melodramático. Así como el recargamiento formal. Al contrario, es una película sobria, serena, sutil y realista, que apela a procedimientos audiovisuales sencillos. De un lado, exhibe un fino equilibrio entre los elementos de atracción y distanciamiento emocionales con el pasado; mientras que, del otro, busca sostener sus proyectos de vida con el acompañamiento (y apoyo) benevolente en el presente.
La película se focaliza en las secuencias de interacción presencial (bloques inicial y final) y a distancia (bloque intermedio), que son básicamente conversacionales. Aquí sobresalen los diálogos, simples y que se entrelazan con lo cotidiano. Los de Nora con Hae Sung combinan muy sutilmente lo que parecerían comentarios puramente informativos con un substrato exploratorio de los desfases producidos en sus vidas por la migración.
Son frases ocasionalmente ambiguas (o que se perciben como tal) que cuidadosa y prudentemente reflejan atracción, comprensión, contención y distanciamiento; todo en partes iguales y la dosis justa de espontaneidad. Y, aún más abajo, en las pausas o momentos conclusivos de estas, aflora suavemente la nostalgia (con algún apoyo de insertos del pasado).
Mientras que en las conversaciones de la protagonista con su marido prima la media voz propia de una aparentemente recuperada intimidad. Los diálogos son de una gran asertividad pero también suaves, de una cuidadosa contención. Arthur expresa su hasta entonces secreta frustración –otro vacío imposible de llenar– por no poder compartir esa parte de Nora que está en otro tiempo y en otro territorio: el idioma.
Al mismo tiempo, en una especie de efecto espejo, comprende que ese ámbito pertenece a Hae Sung. No obstante, sospecha que su contraparte en el pasado también vive ese mismo vacío que él cubre para las necesidades y proyecto profesional de Nora en el presente. Estas sensaciones rodean el breve diálogo final que sostendrá con su contraparte surcoreana.
Desde el punto de vista del trabajo de fotografía y cámara, se evita toda estilización o efectos lumínicos distractivos. En cambio, se reproduce visualmente el efecto sutilmente ambiguo de algunos diálogos. Hay algunas imágenes de un simbolismo evidente que se me han grabado en la memoria. El primero es el plano de la breve y seca despedida entre los dos protagonistas pre adolescentes, en una esquina de Seúl, en la que dos calles divergentes serpentean hacia lo alto, sugiriendo rutas vitales separadas (imagen a la que la directora Song volverá fugaz pero significativamente más adelante).
La segunda es el encuentro y conversación entre ambos, más de 20 años después, en un parque cerca al río en Nueva York, en el que la cámara los sigue circularmente desde lejos (en plano general), en picado, por momentos tapados por los árboles, acompañándolos hasta acercarse a ellos; simulando, con este movimiento de cámara, primero el distanciamiento pero luego la cercanía, reencuentro o unión de la pareja.
Finalmente, el plano fijo del final, en la espera del taxi, al que luego sigue otro travelling, esta vez lateral, a la protagonista. Esta sencilla escena conclusiva es extraordinaria como cierre a todo lo visto en la cinta. Es admirable la sutileza y delicadeza con que la directora Celine Song logra contener, sobrellevar y finalmente aliviar las emociones que se agolpan suavemente a lo largo del filme. Una obra apacible y profundamente conmovedora.
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