Hermosa película japonesa del veterano realizador germano Wim Wenders, la que narra la jornada laboral y rutinas diarias de Hirayama (Kōji Yakusho), un obrero de mediana edad encargado de la limpieza de baños públicos en Tokio. Aclaro que se trata de unos baños de aspecto sencillo pero bastante bien diseñados, cuidados (por el público y el servicio a cargo) y de alta tecnología. Es decir, nunca se ve allí nada chocante, ni sucio, sino que más bien lucen pulcros y bien atendidos.
El filme empieza con lo que sería “un día en la vida de…”, mostrando de forma parsimoniosa la rutina diaria del protagonista, desde que se levanta, afeita, riega sus plantas, compra una bebida y sube a su pequeña camioneta con la que recorre los distintos servicios higiénicos para efectuar su faena como limpiador de urinarios. Luego, lo vemos ya como cliente en un sentō (un baño público), donde se asea y se remoja luego en una bañera. Sigue un breve lonche en un barcito en la (siempre misma y) congestionada estación del metro de la ciudad, para retornar a casa, donde lee novelas (Faulkner y otros) antes de dormir.
Pero lo importante de esta secuencia casi invariable está en el empeño y satisfacción de Hirayama por cumplir concienzudamente su trabajo, su tolerancia y posterior apoyo a Takashi (Tokio Emoto), su ocasional colega más joven, y, en general, su satisfacción por la labor bien realizada. No se trata tampoco de un workaholic obsesivo y estresado, sino de un trabajador que se toma sus labores metódicamente, con dedicación e incluso innovando con pequeños artilugios sus tareas para optimizar el servicio.
En suma, convierte lo que sería un trabajo duro o desagradable en una actividad que disfruta gracias a la satisfacción por dar un servicio cada vez mejor ejecutado. Una satisfacción personal, íntima, que se compagina con otras pequeñas actividades que realiza en paralelo a su función laboral e incluso durante el tiempo para su merienda.
Estas son una especie de versiones cinematográficas de lo que serían microrrelatos, relacionados con la observación de personas (un vagabundo loco que baila por el parque, la chica que lo mira con tristeza mientras come, el niño extraviado al que ayuda a encontrar a su madre, mensajes escritos ocultos e intercambiados en un baño) o entornos (el paisaje urbano, una visible torre de Tokio, los árboles, toma fotos de la luz que brilla entre sus hojas, escucha música de los años 60 y 70 en la casetera de su vehículo).
Esas satisfacciones personales las obtiene también apoyando a terceros, como a su joven colega (a quien llega a ayudar económicamente), así también a la amiga de este (con música), y recibe algún pequeño reconocimiento que le sorprende por lo inesperado. A estas alturas, la repetición constante de su rutina se ha recortado, dejando aflorar estas acciones mínimas que –junto a sus rituales cotidianos– conforman una totalidad de vida signada por la dedicación, la serenidad y el bienestar espiritual.
La función de todos estos detalles –aparte de constituir el gran encanto de la película– es mantener el interés del espectador. Al mismo tiempo, mostrarle cómo la acción mínima (pero cotidiana y constante), la lectura, la música y la contemplación convierte todo el círculo rotatorio de sutiles episodios cotidianos en un disfrute mayor, en una forma de comunión con la vida.
Es en este momento en que suceden dos nuevos episodios inesperados y apenas más extendidos que los anteriores: aparece una joven sobrina por su casa y visita un pequeño bar regentado por una (aparentemente antigua) amiga y dos parroquianos. Lo que demuestra que Hirayama tiene un pasado al que solo podremos asomarnos y hacer unas vagas conjeturas. Estas situaciones, con sus silencios discretos o sobrentendidos, elevan el encanto de la acción a un nivel más amplio, siempre en ese tono sobrio y objetivo que caracteriza la puesta en escena, y recién entonces se entiende la importancia de la jornada laboral de Hirayama: el trabajo es lo que estructura su vida, la ordena y le da un sentido; lo que le permite sobrevivir a un pasado desconocido para el espectador pero presente, vivo e intenso en su espíritu.
En esa línea, interesa poco conocer ese pasado (posiblemente doloroso) ya que lo sucedido no tiene retorno ni solución. Solo el tiempo y las rutinas cotidianas, los horarios repetidos cual rituales religiosos, le ofrecen una estabilidad emocional que le da la oportunidad –sino de reconstruir, al menos– de mantener su existencia a flote, alimentándola diariamente de pequeñas, mínimas (pero numerosas), dosis de observación de la realidad e intervenciones factibles en esta.
En consistencia con esta filosofía de vida, Hirayama es un personaje parco, pasa un buen tramo del filme antes de que diga unas palabras. Pero no es huraño precisamente, sino que se mantiene atento hacia el entorno humano, urbano y natural; así como expectante para ser útil en lo posible. También es interesante que sea un personaje “analógico”, es decir, que ignore las redes sociales y mantenga el control sobre su atención; y, con ello, la posibilidad de captar (¡y disfrutar!) lo que la película transmite. Esta capacidad de atención es la de no limitarse (muchas veces, adictivamente, a las pantallas) sino a mantener la posibilidad de estar abiertos a nuevas perspectivas, a la realidad (y no tanto a lo virtual).
La actuación de Kōji Yakusho es notable ya que destaca sutilmente todos los detalles anotados sobre el personaje, con la misma sobriedad que caracteriza en conjunto la puesta en escena. Al final, el primer plano del personaje resume los resultados de todos los episodios vistos en la obra, así como evidencia la complejidad subyacente en la caracterización del actor.
Otro componente interesante en esta obra son las imágenes de Tokio, por lo general a plena luz, mostrada en panorámicas y planos abiertos; los que no ocultan pero sí establecen un cierto distanciamiento de aspectos tales como el atiborramiento vehicular. Los ambientes más congestionados (como el metro) resultan más bien animados, mientras que las escenas en el sentō son acogedoras, al igual que las de la modesta vivienda del protagonista. Es imposible no asociar la sencilla ambientación de todas las locaciones con tantos momentos entrañables en esta obra.
Como asunto aparte, el pasado del protagonista que sí se muestra (y se escucha) es la tecnología audiovisual que utiliza. En lo concerniente a audio, las canciones de Lou Reed, The Kinks, Patti Smith, Otis Redding y Van Morrison, entre otras, que se tocan están en casetes y son reproducidas por un equipo igual de vintage en su vehículo; asimismo, en la película conocemos una tienda de vinilos abundantemente provista de estos acetatos. Mientras que las fotos las toma con una cámara de película, las que son reveladas en un negocio ad hoc y conservadas físicamente. (Quizás aquí debiéramos añadir a ese aún más antiguo medio del que disfruta el protagonista: el libro físico).
Anteriormente, me había llamado la atención que en la extraordinaria “Drive My Car”,de Ryūsuke Hamaguchi (otro filme de espacios abiertos y claridad), en casa se escuche a Mozart en discos de vinilo y que incluso el vehículo que utiliza su protagonista y al que alude el nombre de la cinta es un Saab 900 turbo, modelo de 1987; es decir, un auto viejo y cuya antigüedad es valorada por su propietario. Por tanto, sorprende que en el país del culto a la tecnología de sonido e imagen más avanzadas, la gente siga utilizando (¡masivamente!) tecnologías no solo antiguas (casetes, vinilos y cámaras mecánicas) sino también otras en vías de extinción en el resto del mundo (como los CDs).
Para Akira Takamasu, vicepresidente de la Universidad de Kansai y profesor de sociología, el estancamiento económico del último cuarto de siglo en Japón sería la razón que está impulsando este amor por lo retro. «Si la movilidad social no ha mejorado durante 25 años, que es más de la mitad de la carrera de un trabajador, entonces comprar tendencias es más costoso», dice. «Quizás volver a los viejos hábitos retro refleja una actitud japonesa que muestra el otro lado del estancamiento», señala.
Por su parte, mi amigo Roy Sandoval me comenta que “los japoneses son unos dementes. Ellos empezaron la moda de sacar juegos para consolas descontinuadas. Imagínese sacar ahora un juego para Super Nintendo o Sega Genesis. Ellos lo hacen”. (comunicación personal vía WhatsApp). Definitivamente, el conservadurismo nipón es insólito.
Volviendo al tema de los casetes, una razón adicional de su retorno es que los jóvenes están descubriendo el sonido de estas viejas cintas, distinto a los registros digitales, lo que ha generado un boom de esas cintas y equipos. Es más, en “Días perfectos” se registra justamente este proceso, cuando –en una de esas pequeñas incidencias del filme– Aya, la joven amiga de Takashi, escucha la música de Lou Reed y queda prendada de la canción (¡y del sonido!), llevándose el casete para luego agradecerle a un asombrado Hirayama. El pasado del protagonista resulta así actualizándose en esta materia, volviendo a ser pertinente en el presente. Este es uno de los tantos y tan variados momentos significativos de la película que uno goza incluso solo evocándolos.
Notas.- Los interesados en el tema de los casetes en Japón pueden consultar este artículo.
Y para los nostálgicos (y quienes no dispongan de las canciones que se tocan en el filme, en casete o en cualquier otro soporte), pueden escucharlas en Spotify:
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