«Civil War» (2024): EE. UU. está ardiendo en llamas

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Me pregunto desde qué emoción fue concebida Civil War, la distópica narración del fin de EE. UU. que estrenó -con sorprendente éxito- el realizador británico Alex Garland. Quizás sea una historia de ira: la respuesta natural a la debacle de la democracia estadounidense, amenazada por guerrillas fascistoides, supremacistas raciales y la guerra abierta contra la prensa libre y los valores progresistas. La ira podría explicar el uso constante del plano de shock, imágenes muy nítidas de violencia y de la post-violencia: cadáveres sin identificación ni historia previa, desparramados en la pantalla; asesinatos extrajudiciales y emboscadas a inocentes, filmados con la cámara fija, en alta definición. Pero, si seguimos a los protagonistas de Civil War, no daremos con ira, sino con algo más ambiguo, quizás inclasificable: angustia y desasosiego, pero también convicción, no convicción por un ideal o un proyecto, sino la voluntad de seguir interviniendo, sea moral o no la intervención. Esa constante tensión moral nos hace pensar que, en el fondo, Civil War se concibe desde la duda. Es una película particularmente visceral con lo que dice y muestra, radical con sus formas de filmar, pero, a la vez, se muestra ambivalente y extraña con sus significados. Como las imágenes de los fotoperiodistas, la decodificación, (y la posibilidad de moralizar o no la imagen), nos corresponde a nosotros, aunque no lo queramos así. 

Pensemos sino en una de las escenas iniciales, a poco de establecerse la trama. Dos fotoperiodistas, Lee (Kirsten Dunst) y Joel (Wagner Moura), siguen los rastros de sangre que deja una violenta guerra entre el gobierno estadounidense y distintas guerrillas disidentes. La camioneta de prensa se detiene junto a una estación de gas. Jesse (Cailee Spaeny), la nueva en el grupo de periodistas (y, siguiendo el arquetipo, joven, inocente e idealista) da con la presencia de dos guerrilleros, que mantienen a tres o cuatro rehenes encadenados, luego de haberlos torturado. Lee, periodista de experiencia, se mantiene calmada ante la situación, mientras que los guerrilleros juegan con la creciente ansiedad de Jesse. ¿Prefieres que los matemos ahora, o los seguimos torturando para dejarlos vivos?, le dicen. Jesse no sabe qué responder, porque, en el fondo, no cree concebir una respuesta correcta.

¿Acaso la hay? El dilema de la muerte o la muerte, el sufrimiento como forma de vida y forma de concebir el mundo, son una máxima en medio de la guerra, e incluso Jesse lo sabe. Ese dilema parece trasladarse a la labor de los periodistas. ¿Existe alguna razón para seguir haciendo periodismo integrado cuando la sociedad se cae a pedazos, saturada del mismo torbellino de violencia visual y sobre-reproducción del dolor? ¿Es legítimo enfocar la cámara en las mayores miserias de la guerra cuando ni siquiera se sabe quién, o si alguien verá las imágenes? ¿Existe algún bien moral en el simple acto de atestiguar la crueldad, dar fe de que existió? Aunque no nos lo diga,  Jesse parece hacerse esas mismas preguntas, junto a la audiencia, aunque, conforme avance la película, adormecida por la violencia y atraída por la adrenalina del combate, Jessie se custionará menos, mientras que la audiencia lo hará más. Lee, a todo esto, se mantiene en silencio, impávida ante la situación. Toma la fotografía de las víctimas junto a sus victimarios y se sube de nuevo a la camioneta. 

Las acciones de Lee y de otros tantos son de las principales inquietudes de Civil War. Recuerdo un libro u otro que hablaban de la pornificación de EE. UU. y su cultura visual, y, paradójicamente, uno de sus ejemplos clave eran las imágenes de Abu Ghraib, estremecedor relato de las prácticas de tortura del ejército estadounidense en Iraq. Por supuesto, la premisa es aquí la misma: ¿cómo recrear la violencia con la cámara fotográfica, extraer el enfoque preciso que explote el dolor y la ira, hacerse con el plano que resalte el grito de muerte, la herida de bala, el cuerpo hecho cadáver? Garland no moraliza con sus personajes, pero sí sugiere una evidente carga moral en sus acciones. No por nada disparar un arma y disparar la cámara (shoot y shoot en inglés) son, formalmente, la misma palabra. Lee y Jesse sostienen la cámara con la misma convicción con la que otros sostienen un rifle. La cámara crea, recrea, produce y reproduce violencia. Por algo Garland filma sus personajes luego de haber participado en algún evento violento. Filma el montaje y la reacción de los periodistas: las eternas combinaciones y estrategias del aparato audiovisual para evocar lo peor y lo mejor, lo más esperanzador y lo más cruento. Es, finalmente, el poder de inmortalizar la violencia. 

La paradoja con las imágenes de guerra es que parecen filmadas de forma autónoma, sin recordar quién estuvo detrás. Creo que una de los aciertos de Civil War es desmitificar el periodismo en tiempos trumpistas, reafirmar su evidente condición de poder y su potencial dañino, aún cuando la idealización nos puede parecer conveniente. En tiempos de cámaras de eco, fake news, deep fakes y demás formas de manipulación, la mirada crítica al periodismo, sobre todo al de muerte, parece una necesidad primaria. De todas maneras, Garland no es un autor que confíe demasiado en las palabras que escribe, así que suele expresar el disenso desde la selección de planos y el montaje. Sus imágenes pueden parecernos rígidas, sobrepensadas, como extraídas de un video musical apocalíptico. Abundan los primeros planos y la nitidez de la lente. Se aplica un uso radical del montaje: pasamos a una escena de violencia sin previo aviso, filmada desde la mitad, priorizando una suerte de frenesí que contrasta con lo estático de la cámara. A partir de su selección de estilo (con música pop incluida), Garland quiere que seamos conscientes del poder violento del audiovisual, y quiere que sepamos que él también lo está. 

La inspección a la ética del fotoperiodismo va en primer plano, pero, en un invasivo segundo plano, está el comentario que Garland hace sobre la inminente crisis de la democracia estadounidense. Civil War se filma desde las ruinas del imperio. Pocas imágenes pueden ser más sugestivas que la presencia de un helicóptero militar estrellado junto a una tienda J.C. Penney, el símbolo más notable del fin del imperio gringo y su capitalismo militar.  En cierta medida, la película aprovecha con inteligencia el ejercicio de yuxtaposición y contraste: llevar la violencia a casa. Los periodistas integrados no atienden la violencia en planos desérticos o villas rurales en medio de la jungla, sino en NYC, Washington y todo el midwest estadounidense. Hay quienes pensarán que se trata de un infantil juego de provocación, o una suerte de alegoría alarmista. Ambas cosas pueden ser verdad, pero no niegan el evidente impacto de ver el memorial de Lincoln estallar entre las llamas, y saber que, irónicamente, parte de sus perpetradores creen firmemente en la desigualdad entre las razas. 

Ese es otro punto curioso en Civil War, que se filma con una activa consciencia de muerte. ¿Qué hace que los periodistas sigan con vida, que ellos, como otros civiles, terminen vivos, “perdonados” por las guerrillas que indiscriminadamente torturan y matan a quien crean conveniente? Garland filma en primer plano a las guerrillas y sus ejecutores, con la misma mirada clínica de un buen periodista. El resultado es escalofriante, sobre todo porque no nos parece tan lejano. Si puede existir un placer de matar, también existe el placer de dejar vivir, la soberanía de Foucault (el poder sobre la vida y la muerte) llevada hasta el fetiche: tener poder sobre los sobrevivientes, que llevarán esa marca de por vida. Civil War podría ir más allá, pero se contenta con un breve comentario sobre el valor relativo de morir y dar muerte, sobre todo en el campo de batalla. Puede que a Garland le importe más la alarma política en su país y la ambigüedad de los buenos y malos. La guerrilla la dirige, finalmente, una “milicia occidental”, de origen tejano-californiana, contra un gobierno corrupto y fascista, gobernado por un megalómano cobarde. Bueno. Sobran las coincidencias. 

Digamos que de eso va Civil War, y de poco más, ya que el estilo de la película puede tornarse asfixiante con la audiencia conforme se acumula la violencia. Existe poco sentido de linealidad, más allá de la marcha, casi fúnebre, que realizan los periodistas camino a Washington DC. Los personajes por momento resultan acartonados y predecibles, simples dispositivos para los intereses de su director y su historia. La frontal puesta en escena de Garland, aún siendo casi siempre innovadora e intrigante, tiene todo para tornarse insostenible, cuanto menos divisiva. Tal riesgo en la puesta en escena, sin embargo, solo parece resaltar sus aciertos creativos, así como su urgencia. Recuerdo que, en la proyección a la que asistí, una escena que enfocaba cadáveres de civiles era recibida por parte del público con risas y comentarios bastante alegres. No tengo idea de por qué. Quizás eso refute el punto de Garland, o más bien lo refuerce. Prefiero quedarme con lo segundo. Pensémoslo bien. Desastre humanitario, fiebre ultraderechista, crisis del periodismo y la caída del hiper-imperialismo estadounidense. Puede que este sea el blockbuster necesario. 

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