La piel más temida es la cuarta y más reciente película de largometraje del cineasta peruano Joel Calero. Se estrenó en la sección Galas del 27 Festival de Cine de Lima el año pasado. Su temporada en salas comerciales, iniciada en abril de este año, ha estado rodeada de polémica luego de que un conductor de televisión, representante de la derecha mediática que actualmente domina la esfera de opinión pública en el país, acusó al director de “romantizar y humanizar terroristas”.
Como sabemos, en el Perú solo basta que una película o cualquier producción artística aborde el tema del conflicto armado para que el artista pase por el escrutinio de la opinión pública. Un escrutinio que ha sido liderado por un sector conservador –como apuntábamos arriba— portador de un discurso único sobre esta etapa de violencia. Este discurso se caracteriza, entre otras cosas, por ensalzar el rol de las fuerzas armadas, librándoles de polvo y paja de los crímenes cometidos, y por rechazar la denominación “conflicto armado interno”, establecida por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) de acuerdo con convenios internacionales de defensa de los derechos humanos.
De acuerdo con esta lógica de monólogo, para este sector no hubo un conflicto armado, sino una guerra en contra del terrorismo, en donde los villanos fueron los senderistas, mientras que los salvadores fueron el ejército y los líderes políticos. Así de simple. Mientras que las víctimas o fueron terroristas o daños colaterales, la deshumanización y animalidad del “terrorista” -visto así, como estereotipo y una excepción al orden social— ha servido de válvula de escape para justificar las acciones del ejército y de responsables políticos, así como para eludir la conversación sobre las causas estructurales que desataron este periodo de violencia.
Toda esta información de fondo tiene cabida porque esta última entrega de Calero aparece en un contexto de interminable disputa ideológica sobre la historia del conflicto armado, a lo que se suma el escenario actual de dictadura cada vez menos asolapada, en donde prima, además, la amenaza de los portadores del discurso unívoco mencionado arriba de controlar, disminuir y condicionar los fondos otorgados por el Ministerio de Cultura en apoyo al cine nacional. Todo esto, siguiendo con su misión infinita de reescribir la historia.
Una lectura de la película significa, entonces, medir el pulso de lo que las producciones peruanas, las que a duras penas llegan a la cartelera, se arriesgan o logran ofrecer.
La piel más temida trata sobre Alejandra, una joven que regresa al Perú desde Suecia después de 22 años para vender una casa familiar en Cusco. Allí descubre que su padre, de nombre de Pedro, no ha fallecido y que se encuentra encarcelado en un lugar lejano de los Andes por su afiliación a Sendero Luminoso (en adelante Sendero o SL). La joven –interpretada por Juana Burga— viaja fuera de la ciudad para conocerlo. En su travesía se acerca a su hasta entonces desconocida abuela paterna –interpretada por María Luque—, con la que desarrolla una relación que pasa de la desconfianza al afecto.
La película sigue, hasta cierto punto, la ruta establecida por documentales como Alias, Alejandro (2005), Sibila (2012), Tempestad en los Andes (2015); todas ellas relatos centrados en familiares de subversivos, sean miembros del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) o Sendero. Se tratan de viaje emprendidos por jóvenes para encarar el pasado familiar mediante interrogantes difíciles e incómodas que desafían el trinomio víctimas-perpetradores-salvadores. Al hacerlo, empujaron a su audiencia a repensar ciertos tropos que fueron años antes impensables, como las causas que condujeron a la violencia (“¿por qué hicieron lo que hicieron?”, como diría Carlos Iván Degregori), qué significa ser un perpetrador y cómo representarla, así como los límites y sentidos en torno a la llamada reconciliación nacional.
Todos tópicos, de una manera u otra, son encarados por esta suerte de corpus más o menos reciente a través de perspectivas inquisitivas que salen de la indignación, la urgencia, la incomprensión y la rabia.
(A estos documentales, podemos agregarle narrativas autobiográficas como Memorias de un soldado desconocido (2012), de Lurgio Gavilán y Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015), de José Carlos Agüero, a las que han seguido otras publicaciones de los mismos autores sobre la misma temática).
Sin embargo, en La piel más temida nos encontramos con una película que no adopta el estilo hurgador e inquisitivo de aquellas obras, aunque sí toca temáticas claves como el perdón y la reconciliación. A través de un estilo conversacional, la película excluye al subversivo de la conversación para centrar su arquitectura dramática en los personajes que componen la dimensión familiar el torno al senderista, particularmente la mamá y la hija de Pedro. Al apartar al senderista, al “anómalo social”, la historia misma parece depurarse, transcurriendo sin incomodidades, sin tensiones, sin relevancia.
Calero acude al estilo conversacional que le había dado buenos resultados en su película anterior, La última tarde, para construir su arquitectura dramática. Con un guion mucho menos logrado, el estilo conversacional en La piel más temida no conduce a nada. Ciertamente, la película pretende construir un tempo en donde las acciones y los giros sean pocos. Oportunidad, unx podría pensar, para que las conversaciones revelen lo justo, en donde las palabras sean lo suficientemente pesadas y filudas para generar punzadas emocionales y reflexivas a su audiencia.
Para empezar, este tono preciso conversacional no se logra de manera sostenida. Un ejemplo es el personaje del tío de Alejandra (interpretado por Lucho Cáceres), el profesor, cuyo palabreo, a veces apresurado y sin respiro, lo pintan con una perspectiva que mira hacia el futuro, pero que no tiene un contrapeso en su sobrina, necesariamente, que si mira al pasado lo hace sin intencionalidad. Se podría decir que sus palabras medidas (a excepción de una escena), son reflejo de un carácter reservado, debido a su condición de extranjera. Sin embargo, se leen sobre todo como resultado del pasmo de descubrir la existencia y la identidad del padre.
Asimismo, la sobriedad de Alejandra marca la pauta de un registro actoral que, en el caso de Juana Burga, se reduce a un gesto anonadado durante toda la película. Si su ceño fruncido no se altera, tampoco cambia su actitud tras culminar su viaje, una vez que conoce a su padre y entabla relación con su abuela. Este viaje, contrario a lo que sugiere el tropo, no la conduce a algún tipo de transformación de la que podamos dar cuenta.
Su acercamiento a Dominga, el cual ocupa gran parte de la historia, no está cargado de tensiones como unx esperaría, dada la diferencia generacional y cultural entre ambas. Dicha diferencia, sobre todo la cultural, es dramatizada en grado mínimo, con el efecto de despertar simpatías en el público, en lugar de una reacción visceral o incómoda acerca de las fracturas sociales más profundas que estas diferencias podrían revelar, como así ocurrió con el conflicto armado. Las risas del público durante las escenas entre la abuela y la nieta, al menos en la sala en donde vi la película, son sintomáticas del tono complaciente de esta parte de la historia.
Excluido otro tipo de reacción, las diferencias entre ambas mujeres se pintan afines a políticas vacías sobre la diversidad, tipo «marca país».
Pese a esto, conviene resaltar la actuación de la boliviana María Luque. Su enunciación y soltura le da otro vuelo a su personaje de madre sufriente que no redunda en el papel de víctima, lo que es un mérito, pues sale de un relato sobre la guerra centrado en esa figura, el cual fue desarrollado por un cierto sector de las artes desde una perspectiva capitalina y externa a las realidades andinas a la salida del Informe de la CVR. Recordemos que esas realidades, específicamente del sur andino peruano, fueron las que más sufrieron en esa etapa de violencia.
Más allá de esta actuación acertada, a través de este personaje se sugieren rutas que se quedan sin recorrer a través de líneas soltadas al paso, como el motivo que el hijo le confía para tomar las armas (“para que no haya más peones”) y su actitud exculpatoria hacia las acciones del hijo. El mismo efecto tiene la escena del ritual funerario que encabeza hacia el final de la película. Sin duda, la mejor escena.
Estos caminos, que de explorarse hubieran hecho una diferencia, son momentos truncos que, de nuevo, limitan la posibilidad de ir más allá de la simple exposición de la diferencia cultural para sacar a relucir un pensamiento más complejo. Se desperdicia así la oportunidad de construir un modelo intercultural en donde se entretejan otros contrastes más profundos que armen una arquitectura dramática más eficiente.
Por su parte, el personaje del miembro de SL es una caricatura. Se cae el argumento de la derecha extrema, de que la película romantiza y humaniza terroristas, cuando en realidad lo que tenemos es a un individuo deshumanizado, una presencia casi silenciosa, dogmática y que, por un pensamiento implícitamente anclado en la razón y la lucha de clases, repudia las tradiciones andinas de la madre.
No sabemos más. Ni su intención de acabar con la servidumbre en el Perú se ratifica, se corrige, reivindica o complica. De lo que sí podemos dar cuenta es su indiferencia hacia las mujeres de su entorno. El personaje senderista, así, aparece masculinizado y hermético, al punto que su presencia es injustificable en el tramo en que aparece, donde predomina una relación entre mujeres. En esta relación, la figura de Pedro se reduce a ser la causa del parentesco entre ellas.
Así, el resultado de esta representación sobre el terrorista reproduce el discurso de condena que no solo ya existe en la opinión pública, sino que se acomoda, intencionalmente o no, a un mandato venido desde el poder de turno de no recordar, no contar ni humanizar.
Como nos lo recuerda el crítico de cine Juan José Beteta, humanizar no es lo mismo que romantizar. Esta premisa, al menos en un momento en la película, se aplica a un personaje secundario, interpretado por el actor Amiel Cayo, pero en su calidad de senderista redimido; personaje y comentario sobre el perdón que se pierde como anécdota de viaje. De igual manera, el indulto express de Pedro, la benevolente actitud de la doctora que éticamente aprueba su salida, poniendo la “política de lado”, comunica una sociedad que, sin tensiones, ya ha avanzado en concebir la reconciliación en términos humanitarios y despolitizados cuando ni siquiera Pedro se muestra arrepentido. Su indulto es lógico y justo, como si como sociedad “ya estuviéramos allí”.
Curiosamente, la posibilidad de “reconciliación” -si cabe el término— recae sobre la abuela y la nieta, dos mujeres que representan dos polos sociales casi opuestos. Sin embargo, se tratan de dos personajes benévolos, que no participan de tensiones significativas, como decíamos, y en las que no recae culpa alguna, ni cabe el perdón.
En suma, cuando unx termina de ver La piel más temida acaba con un sinsabor por las oportunidades perdidas. La que más salta a la vista es, para referirnos a lo básico, la adopción de una temática poco explorada en la ficción, que sí lo ha sido en los documentales, como es los familiares de los subversivos. Como señala Karen Bernedo, este tema es un desafío para nuestra sociedad, especialmente considerando el contexto que vivimos, que desde el poder condena cualquier narrativa que desafíe la “memoria salvadora” (término de Steven Stern, desarrollado por Carlos Iván Degregori), haciendo imposible la pregunta sobre quiénes fueron los terroristas y por qué hicieron lo que hicieron.
Sin embargo, la película no se compromete con esta adopción temática del todo. Se va por una vía más fácil y complaciente. La reticencia quizá se deba, quién sabe, a un deseo por no limitar la audiencia amplia a la que apuesta. Así, es una producción que probablemente ha sido sometida a ciertos condicionamientos de sus financistas, entre ellos el Ministerio de Cultura e Ibermedia, haciendo evidente la tensión permanente entre creatividad y comercio que prima en el cine que busca llegar a cartelera, como lo dijera alguna vez el productor documental, Pablo Santur. Y, sin embargo, lo anterior no justifica que el filme haya cedido de alguna manera al bloqueo creativo que un sector político conservador pretende sembrar –¿y lo ha logrado en cierta medida?— a través de actitudes censoras.
La buena noticia, para no quedarnos en una nota sombría, es que tras la acusación mediática de película como filosenderista, la gente abarrotó las salas de cine para verla. Esto bien puede ser un indicador de una audiencia hambrienta de nuevos ángulos, nuevas y buenas historias, sobre una etapa importante de nuestra historia que no se agota, ni en el debate político, ni en la apuesta cultural independiente, ni en la memoria ciudadana. Conviene, pues, desbloquear la creatividad para remecer perspectivas complacientes, conformistas, y apelar por un cine de transformación que, atrevido o disfrazado bajo un lenguaje sutil, pueda ser eco de un clamor por la igualdad y justicia social. ¿Por qué no?
Referencias:
Bernedo, Karen. “Do Executioners Have Souls? La última tarde and La hora final: Representations of the “Insurgent” Character in Peruvian Fiction Cinema”. In: Vich, C., Barrow, S. (eds) Peruvian Cinema of the Twenty-First Century. Palgrave Macmillan, Cham.
Beteta, Juan José. “La piel más temida y los mundos paralelos”. Cinencuentro. 7 de mayo de 2024.
Degregori, Carlos Iván. “Espacios de memoria, batallas por la memoria”. Argumentos. Revista de análisis y crítica 4 (Sept. 2009).
Santur, Pablo. “Impacto de la legislación cinematográfica peruana en la conformación de audiencias en las salas locales de cine comercial (1972–2013)”. CIC: 3er boletín del Centro de Investigación de la Creatividad 1 (Oct. 2017).
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