Margarita, una pastora andina, encuentra agonizando a Lautaro, un soldado chileno que huyó del campo de batalla en plena Guerra del Pacífico. Ella decide llevarlo a su casa y cuidarlo. Su padre accede a ocultar al enemigo, poniendo en riesgo a su familia, con la condición de que el soldado se vaya cuando se recupere. A pesar de sus diferencias lingüísticas y culturales, la pastora y el soldado se irán conociendo profundamente.
Siempre nos preguntamos cuál puede ser la raíz de nuestros problemas como sociedad. No en vano la famosa pregunta de Zavalita, “¿en qué momento se jodió el Perú?”, sigue tan vigente hasta el día de hoy. Al no haber una respuesta exacta, resulta un buen ejercicio saber hasta qué punto de nuestra historia podríamos remontarnos para responder a la interrogante que plantea el personaje de Vargas Llosa. Por supuesto que, debido al desolador panorama político y social actual, uno podría pensar que esta situación se arrastra desde unas décadas, ¿pero qué tal si se origina desde mucho más atrás? Pues esa es la pregunta que justamente el director Rómulo Sulca podría intentar responder en su película.
La virtud principal de la cinta proviene de lo visual, lo cual no significa que sea un deleite visual y solo eso. Hay una cierta intención por querer mostrar esos paisajes serranos con una especial imponencia, debido a que dentro de estos, la paz no es algo que reine, manchando así la belleza que se puede apreciar desde lo lejos. La Guerra del Pacífico es un elemento fuera de campo que “entra” en este espacio por la presencia de Lautaro, soldado chileno cuyas heridas pueden ser una representación de esa violencia que luego Margarita, a través de un elemento como el agua, buscará purificar.
Es así como en la cinta veremos una historia romántica que toma la estructura clásica del amor imposible, atravesado por un mal generado por prejuicios y el propio clima de desconfianza que existía entonces y, de cierto modo, sigue hasta hoy. Y es que, además de lo visual, la otra virtud de la cinta está en las partes más simples de su relato, funcionando como una suerte de fábula didáctica que llama la reflexión a nuestros males, tomando en el camino decisiones poco usuales al momento de contarlo.
Sin embargo, si no puedo considerarla una película del todo lograda, es porque dicha ambición es algo que se le termina yendo de las manos al director. De la mitad en adelante, el guion comienza a llenarse de ideas y símbolos que más terminan cayendo en lo alegórico, y en conjunto no termina de lograr una buena conexión con lo que estuvo desarrollando en el inicio. Esas ideas y secuencias sueltas cuya incomprensión raya con el tedio, sumado a las actuaciones lamentablemente poco convincentes, son lo que hacen de “Érase una vez en los Andes”, a diferencia de películas como “Willaq Pirqa” o “Wiñaypacha”, una obra que no se decide si ir a lo simple o lo complejo, perdiendo bastante fuerza en lo que comenzó planteando.
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