El ladrón de perros (2024), dirigida por Vinko Tomičić (Chile) y producida por Álvaro Manzano (Bolivia), con la coproducción de Chile, México, Francia, Ecuador e Italia, es una película que ganó siete premios de postproducción en el Guadalajara Construye del FICG, y se estrenó recientemente en la 23ª edición del Festival de Cine de Tribeca, que se celebró del 5 al 16 de junio en Nueva York, compitiendo en la categoría Concurso Internacional de Narrativa.
Un primerísimo primer plano de la boca de Martín Quispe (Franklin Aro) sosteniendo un bolígrafo entre sus dientes mientras lee en voz alta abre la primera escena de la cinta. Cuando la toma se amplía, se lo aprecia en medio de una clase de colegio con su profesor y sus compañeros. El film cuenta precisamente la historia de este adolescente huérfano de 14 años que trabaja como lustrabotas en calles céntricas de la ciudad de La Paz, paisaje que gracias a las tomas generales y al encuadre de la fotografía de Sergio Armstrong contextualiza al protagonista, además de fungir como narrativa visual per se. Tras la muerte de su madre, Gladys (María Luque, a quien vimos recién en «La piel más temida»), amiga de su progenitora, lo cobija a él y a su amigo Sombras (Julio Altamirano) en una pequeña habitación de una vieja casona donde trabaja como empleada doméstica de la Sra. Ambrosia (Ninón Dávalos).
Gladys le cuenta a Martín que su madre había trabajado por mucho tiempo en la sastrería del solitario Sr. Novoa (el chileno Alfredo Castro) y que tras salir embarazada había sido despedida. Ese relato hace pensar al joven que este señor –que también es su mejor cliente, a quien suele ver desde un ángulo picado mientras le lustra los zapatos– podría ser su padre, pensamiento con el que se obsesiona más aún cuando Gladys decide no adoptarlo, teniendo con esto el centro de acogida como horizonte, según Andrea (la mexicana Teresa Ruiz), una trabajadora social que sigue su caso.
Ante este panorama, Martín idea un plan junto con su amigo Sombras: robar el perro del Sr. Novoa. Sin embargo, Astor, un pastor alemán entrenado, implica dos cosas distintas para ambos amigos: Sombras lo ve como una futura transacción monetaria, puesto que Novoa decide ofrecer una recompensa para recuperar a aquel que cuidaba como a un hijo de cuatro patas, mientras que Martín considera la separación del can y su amo como una posibilidad de acercamiento al sastre.
Es a partir de este suceso que se da la relación entre el adolescente y su supuesto padre. Martín busca la mirada de Novoa y la obtiene en el periodo de ausencia de Astor. Esta mirada le da una especie de marco a la constitución de su identidad, una mirada que le brinda seguridad en sí mismo, lo cual se verifica en las escenas en las que exige respeto a sus compañeros que le hacían bullying, tanto por su dicción a la hora de leer en voz alta como por su trabajo lustrando zapatos.
Además del bullying está también el tema de la discriminación por su posición socioeconómica y su condición de orfandad, aspectos a los que Novoa les da un giro llevando a Martín, portando un traje formal confeccionado por sus propias manos, a teatros y a clubes exclusivos, siendo esto registrado por medio de travellings para testimoniar sus pasos compartidos. Con eso lo introduce a esa realidad civilizada en la que también estaba Astor, cuyo entrenamiento lo había convertido en un “perro obediente”.
Pero cuando Novoa descubre que el ladrón de su hijo canino estaba más cerca de lo que él se imaginaba, Martín siente que pierde esa mirada que le daba la posibilidad de existir y tener un lugar en el mundo, tensión que es muy bien acompañada por la música de Wissam Hojeij. A pesar de ello, la historia vira hacia algo inesperado: cuando Novoa inicia los trámites para adoptarlo, el adolescente elige la identidad heredada por su madre, decisión que le brinda la seguridad que le faltaba para hablar de forma fluida en el aula, un salón vacío en el que a Martín ya no le hacen falta espectadores.
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