[Crítica] «La isla roja» (L’île rouge, 2023)


Inicialmente, La isla roja (Red Island, su título internacional; L’île rouge, su título original) no parece ser más que la representación de los recuerdos de la infancia de su director-guionista, Robin Campillo, en la isla de Madagascar en los años 70; una versión ligeramente fantasiosa de una época políticamente cargada, que sin embargo no parece tener mucho interés en los problemas que suceden en el fondo. Felizmente, aquella evaluación termina siendo incorrecta, ya que sin mucho aviso, la película termina transformándose en algo completamente distinto. Algunos argumentarán que las pistas para justificar dicho cambio siempre estuvieron ahí, mientras que otros manifestaremos que se trata de una alteración narrativa inesperada e innecesariamente chocante, que tiene sentido a nivel temático, pero no funciona tanto a nivel emocional.

Pero me adelanto un poco. Porque a fin de cuentas, lo que tenemos acá es una producción que intenta hacer mucho, y que logra mezclar tanto las experiencias de un cineasta que aparentemente ha estado cargando con estos recuerdos por años, con el contexto sociopolítico de un estado en medio de una revolución, a punto de salir de una etapa colonialista que, evidentemente, le hizo mucho daño. Bajo una dirección menos segura de sí misma, esto hubiera podido resultar en una experiencia desordenada y confusa, pero felizmente eso no es lo que sucede en Red Island. De hecho, por más de que se trate de un filme fallido, no puedo dejar de admirar lo que Campillo ha hecho acá —por más de que dicha admiración nunca se convierta en verdadera emoción.

El film comienza con una secuencia que mezcla acción en vivo con animación y trajes caricaturescos —narrando las aventuras de una heroína de cómics llamada Fantômette (Calissa Oskal-Ool). Resulta que son las historias que el pequeño Thomas (Charlie Vauselle) ve en su cabeza, mientras disfruta de sus vacaciones en Madagascar con su familia francesa. No puedo decir que este entrelazado entre fantasía y realidad me haya gustado del todo —sí, la heroína regresa varias veces durante la película—, pero tampoco se puede negar que se trata de un recurso importante para denotar algunos de los temas que a Campillo le importan. Principalmente, el contraste entre la inocencia infantil y la cruda realidad; entre el heroísmo puro y naif, y la decepción que siente frente a las acciones de los adultos que lo rodean.

Buena parte de la película es vista desde la perspectiva de Thomas, es cierto, pero también tenemos al resto de su familia. Su madre, Colette (Nadia Tereszkiewicz) deja ser a sus hijos, y parece estar pasando por una etapa emocionalmente dura. Y el padre, el oficial Robert (Quim Gutiérrez) se va alejando gradualmente de su matrimonio, compensando algunas de sus inseguridades y culpas con regalos algo absurdos para sus hijos. Es en este contexto que Red Island se lleva a cabo; en un mundo que está sufriendo todo tipo de cambios, y donde la libertad sexual es tanto aparente como encubierta (la mayoría de oficiales frecuentan el mismo prostíbulo en la isla). La mayoría de personajes franceses saben que su vida está a punto de cambiar, pero no saben exactamente cómo.

Pero regresemos al cambio anteriormente mencionado. Como deben haber asumido, durante buena parte del filme, el espectador sabe que el foco de la historia está, a falta de una mejor expresión, en los personajes blancos. Los colonizadores que están a punto de salir de una isla que ya pronto no les pertenecerá, y que son observados desde la perspectiva de un niño que va perdiendo la inocencia, dándose cuenta de los defectos de los adultos que lo cuidan. Pero de pronto, este foco cambia, centrándose más bien en los malgache, y especialmente en Miangaly (Amely Rakotoarimalala), una trabajadora sexual que ha atraído el interés de un recluta casado. Nuevamente: el cambio de perspectiva tiene sentido para lo que Campillo quiere decir, pero a la vez, no puedo evitar sentir que podría haber sido ejecutado de forma más elegante.

Además, no ayuda que Miangaly no aparezca mucho durante la primera sección, lo cual hace que su importancia hacia el final de la historia se sienta forzada (a nivel narrativo, no a nivel histórico o temático, dicho sea de paso). Pero lo que sí se siente preciso, es que Campillo deje de lado a la familia justamente para centrarse en los nativos de la isla, como admitiendo que sus propias experiencias —inocentonas, infantiles— no son tan importantes como lo que pasó con la gente de Madagascar. Aquellas personas que, de niño, veía únicamente como trabajadores o sirvientes o quizás ni siquiera veía, y que evidentemente se dio cuenta eran mucho más importantes para la historia de esa nación que su propia familia. Esta admisión es particularmente valiente, considerando que, al menos al inicio, Red Island se siente casi como una biopic ficcionalizada de su director.

De las actuaciones no hay queja alguna. Como siempre, Nadia Tereszkiewicz está muy bien como Colette, otorgándole una palpable tristeza sobre la que no puede hacer mucho, considerando tanto la época en la que se desarrolla la historia, como el contexto en el que se encuentra su familia. El Robert de Quim Gutiérrez, por otro lado, es suficientemente carismático, lo que explica mucho de lo que el personaje logra hacer, tanto a nivel profesional como personal. Y el acabado visual del filme, previsiblemente, es muy atractivo, presentando Madagascar con colores saturados, aprovechando al máximo el naranja de sus tierras y cielos durante el día, y denotando frialdad y secretos ocultos con los azules de las escenas nocturnas.

Sorprende, pues, que Red Island no haya estado presente en más festivales conocidos (aparte de San Sebastián). Puede que la película no sea un éxito rotundo, pero igual tiene mucho qué decir sobre las relaciones entre colonizadores y colonos en el siglo veinte, la percepción del mundo que tienen los niños, y las decepciones con la que se pueden encontrar mientras crecen. Visualmente es espectacular, las actuaciones son todas de buen nivel, y Campillo logra manejar un interesante balance entre sus memorias y el contexto sociopolítico de la época y lugar, por más de que el cambio narrativo que nos presenta sea increíblemente repentino. Resulta más fácil admirar a “Red Island” que conectar con ella, pero eso, felizmente, no quiere decir que tenga sentido desmerecerla o minimizar sus considerables fortalezas.

Nota: Vi este film gracias a un screener cortesía de Film Movement.

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