Festival de Lima: «El pecado social» (2024), de Juan Carlos Goicochea

El pecado social

El pasado todavía nos condena, pero el presente, más que remediarlo, parece exacerbar dicho pasado. Este es el mensaje que se desprende de la historia de Roger Pinchi Vázquez y su fallecida hermana transgénero Fransua, dos víctimas del conflicto armado interno que no han recibido la debida atención y reparación por parte de la sociedad y el Estado peruanos por ser miembros de un colectivo LGTBI todavía desamparado constitucionalmente. El documental de Juan Carlos Goicochea arroja luces sobre un caso ensombrecido por el trauma del terrorismo y la discriminación social, dándole voz a personas que no se han atrevido y que no han sido invitadas previamente para compartir sus testimonios. El pecado social contribuye un valioso grano de arena a la memoria histórica a través de un relato íntimo que es acompañado por una ambientación audiovisual melancólica acertada.  

Roger comparte su historia desde que, en el Tarapoto de los años 80, decide seguir los pasos de su entonces hermano mayor al abrazar su homosexualidad. Paralelamente, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) inicia su incursión en la selva, persiguiendo y ejecutando a “indeseables” de la sociedad como las minorías sexuales. En 1990 Roger es secuestrado por miembros del grupo terrorista que lo confundieron con su hermana Fransua. Tras su liberación, Roger intenta advertirle a su hermana del peligro pero esta es pronto asesinada a balazos. El MRTA también consigue que Roger sea expulsado de la escuela primaria en la que trabajaba como maestro, teniendo que huir a Lima. Ya en el presente, Roger contribuye su testimonio al Lugar de la Memoria e inicia un proceso judicial para que el Estado le restituya como maestro.    

Goicochea hace que el mismo Roger sea quien construya el relato de su experiencia y la de su hermana como víctimas del terrorismo del MRTA a través de sus propias palabras, de los eventos conmemorativos a los que es invitado, y de los procesos burocráticos que atraviesa. En vez de seguir un formato de entrevistas convencional, el documental opta por captar los testimonios de Roger y otros supervivientes del colectivo LGTBI, como Pepe Andrews, de forma más bien orgánica en sus respectivos entornos sociales o en circunstancias espontáneas, como cuando comparten una comida. Pese a haber logrado su reconocimiento como víctimas del conflicto armado interno por parte del Estado, sus experiencias de vida confirman su condición de ciudadanos de segunda clase en una realidad alarmantemente homofóbica y machista. Que Roger se vea en la necesidad de trabajar como peluquero, tal como lo hacía su hermana, en vez de poder regresar a su trabajo en la escuela pública es un claro ejemplo de dicha discriminación.

A nivel técnico cabe destacar la fotografía de Carlos Sánchez, Pablo Ráez y Ángel Pajares que en ciertos intervalos de abstracción narrativa logra transmitir el estado emocional lúgubre de Roger ante un pasado ruin y un futuro incierto. Hay un par de planos silentes reservados para intertítulos que también logran enfatizar la perturbación de sus informaciones con sus respectivas imágenes de fondo. La cámara de mano utilizada en la mayor parte del metraje también transmite la sensación de urgencia que Roger ha atravesado durante toda su vida. Aunque el tema de injusticia justifica un tono mayoritariamente serio, el documental también incluye momentos pintorescos de la vida de Roger y de las otras víctimas homosexuales que evidencian la picardía, la fraternidad y sobre todo la resiliencia de este colectivo en una realidad todavía sectaria y hostil para ellxs. 

El pecado social cumple con dignificar el dolor y la pérdida de las minorías sexuales que fueron tan afectadas como el resto de la población heterosexual durante la época del terrorismo pero que no han recibido la misma compensación por los prejuicios y fobias perennes de nuestra sociedad. La condición de Roger como doble víctima del abandono del Estado peruano en otros aspectos de su vida, como su limitación profesional y económica, debería abrirles los ojos a quienes juran que el colectivo LGTBI ya está suficientemente protegido por los derechos del resto de la población.           


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