Críticas

Festival de Lima: “El archivo bastardo” (2024), de Marianela Vega

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Ver. Mirar. Observar. La colisión entre ojo y pantalla. Fenómeno hecho rutina. Si la especie humana fuese privada de visión, ¿sobreviviría? El cine, ¿se reinventaría? Si no es así, ¿a dónde iría a parar? ¿Acaso la memoria, cuál proyector, lograría imitar su magia?

Un hipotético improbable y, en todo caso, sobra voluntad para someter al tiempo. Por consiguiente, en cuanto la ceguera dejase de ser un problema, las películas se volverían leyendas, mitos narrados oralmente, cintas solo reproducibles en la mente del ya extinguido espectador. Sin alargar más este ejercicio mental, es evidente que el medio está incompleto sin la imagen, tal vez, que el valor mínimo de su preservación reside en el imaginario colectivo. Sea cierta o no, la idea surge del visionado de esta película, un documental forjado desde la intimidad familiar, cabe decir, un legado personal confiado a nuestras pantallas mentales.

Discapacitada, sin visión en un ojo temporalmente, Marianela Vega Oroza dirige, guioniza y narra el pasado a través de grabaciones caseras en El archivo bastardo (2024). Registradas y narradas por su padre entre 1989 y 1993, se suceden en pantalla viajes vacacionales y fiestas de cumpleaños, visitas a la playa y reuniones familiares. Partiendo de esa visión masculina, la realizadora peruana propone un estudio sobre su vínculo parental, se sumerge en el revisionismo de sus memorias desde otro punto de vista. Su misión: sacar a flote la realidad, desenmascarar ese mundo idealizado en el encuadre. Alternando las marcas del recuerdo con los anhelos del presente, es el redescubrimiento de un vínculo roto por las distancias, por la ceguera impuesta como método de supervivencia.

Siguiendo la línea de algunos de sus trabajos previos, Distancia (2004) y Conversation I (2005), los tópicos recurrentes en el cine de Vega (la memoria, la familia, lo íntimo) se mantienen a la par que nuevas formas son agregadas. Autodenominada esta vez como “la mujer de un solo ojo”, es notable la madurez y sensibilidad con que la directora disecciona su adolescencia temprana, esa dulce ironía que surge de no “ver” en su totalidad y, a su vez, “ver” más allá de lo vivido; la facultad de transformar su malestar fisiológico en detonante para un proceso terapéutico más profundo. De esa forma, el peso de los ojos se alza como postulado central del proyecto, la imagen capaz de sellar un trozo de realidad como prueba irrefutable, la fantasía ahora trastocada por una hija en busca de respuestas.

Entre la expresión del habla y lo experimental del montaje (trabajado por la también cineasta Sofía Velázquez), poesía es el lenguaje que evoca el filme. Así, lo mundano se torna bello, intrigante. La algarabía infantil de los fantasmas pasados ahora es el crepitar de un vetusto proyector; la voz del padre, la de un “director” ajeno al sentir de su familia. Para el placer de los ojos, las envejecidas cintas hacen notar su soporte en decadencia, como si el pasado se pudriera en tanto las repeticiones revelan sus defectos. La hija, feliz en aquella playa, ahora se nota incómoda, invadida por el lente de la cámara paterna. Los zoom in, tal vez implementados por la hija, tal vez no, ahora enmarcan rostros desanimados en fiestas de cumpleaños, detalles que perturban la cualidad del home video, que cambian su sentido.

Como modificando el pasado, Marianela no se limita a reconstruirlo desde lo grabado, seleccionando el material de archivo con precisión quirúrgica. En ese sentido, la recurrencia del agua toma un significado ambivalente, siendo a su vez espacio de recreación y ente capaz de ahogar a la hija, silenciarla frente al disfrute del padre tras la cámara. Asimismo, la inserción de comentarios personales acentúa el carácter introspectivo del filme, valiéndose de figuras literarias (símil, metáfora, anáfora) que agilizan el diálogo entre tiempos distintos. De mayor notoriedad en el acto final, los aportes audiovisuales del presente son esenciales para la catarsis, mostrando la calma realidad de la realizadora (en su estancia en el extranjero, ya en el año 2022) en contraposición con los escenarios forzados de su pubertad.

Incitando dicho cuestionamiento, el joven rostro del padre es revelado minutos después del primer clip, una aparición a cámara lenta y opacada por las manchas del celuloide. La desilusión, el desconocimiento. Sea por sus apreciaciones machistas o su trasfondo laboral (“Perdió el trabajo en 1993. Nunca más volvió a trabajar. Nunca más nos volvió a grabar”), la cinta traduce los sentimientos encontrados en imágenes, Vega no se deja nada en el tintero.  Y, aún así, es capaz de ser justa, de encontrar razones que lo justifiquen, de entender esa manera particular de amar. Ahora entra a colación el simple hecho de haberle dado todo, de buscar su felicidad sin atreverse a entenderla, de no hablar por miedo a mostrarse débil. Dentro de todo, lo que busca la directora en su proyecto es el perdón, escribir un final nuevo para esa relación distanciada, ofrecer una parte de su visión para abrir el “tercer ojo” y, finalmente, ser libre.

Humana y de múltiples capas, lo bello de El archivo bastardo reside en la complejidad con que aborda las emociones, en su uso de memoria e imagen para atestiguar lo perdido. Recapitulando, claro está que el cine como tal es imposible sin el sentido de la vista, no obstante, también es posible afirmar lo siguiente: el cine está hecho para engañarnos. Al simular una realidad aparente, las imágenes del pasado ahora son vengadas por su protagonista, siendo su nueva significación aquello mostrado en salas, una mentira convertida en verdad. Así, Marianela Vega reproduce en su temporal ceguera otro tipo de cine, un cine enfocado en los detalles. Un cine proyectado desde adentro.

Esta entrada fue modificada por última vez en 6 de agosto de 2024 20:47

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