Marco Panatonic, cineasta cusqueño, y su primer largometraje, Kinra, engalanaron el 28 Festival de Cine de Lima (FCL) el 14 de agosto con un discurso contundente, equiparable al que pronunciara en el Festival del Mar del Plata el año pasado. “Hemos venido hasta aquí, hasta el pueblo de los señores”, dijo en la Sala NOS PUCP, en el exclusivo distrito limeño de San Isidro, seguido de lo cual dedicó la proyección a integrantes de la comunidad campesina de Cuyo Grande, quienes han sido condenados a seis años por protestar contra la dictadura de Dina Boluarte.
El festival, que acaba de terminar, no fue ajeno a discursos críticos como este. Al de Panatonic se suman el del director puneño, Tito Catacora, y del director ayacuchano, César Galindo. Todos ellos realizadores de películas que retratan realidades socioculturales andinas desde perspectivas que pertenecen o son próximas a estas. Sus discursos en defensa del cine peruano, y de un cine regional que quedaría en una situación sumamente precaria de aprobarse la llamada “ley Tudela”, nos hacen pensar en la relación íntima entre realidad y cine, entre la defensa de la vida y el derecho inalienable a la imagen y voz propia.
Justamente, durante la charla con el público luego de la proyección en el FCL, Panatonic señaló que una gran motivación detrás de la película había sido ver otras, producidas desde Lima, con representaciones exóticas y estereotipadas de personas quechuahablantes como él. Kinra es una película que confronta estos prejuicios a través de un lenguaje cargado de sutilezas y un universo propio, que pone sus énfasis en las relaciones recíprocas entre personas, así como entre el hombre, la madre y la tierra. Este universo se teje en torno a las travesías de Atoqcha (“zorrito” en castellano), interpretado por Raúl Challa Casquina, quien busca trazar un camino de realización personal luego de la muerte de la madre (Tomasa Sivincha Huamani) y la salida del hogar.
Kinra es una película que trabaja con el tiempo como uno de sus recursos más saltantes y efectivos. El título nos sorprende alrededor de los treinta minutos, sirviendo de bisagra entre un grupo de primeras escenas que se enfocan en la relación entre la madre y Atoqcha, y el resto de la película, que empieza con el retorno del hijo al hogar en la ladera (traducción castellana del quechua “kinra”) después del fallecimiento de la madre. Tanto la ida de Atoqcha antes del título como su regreso posterior se presentan como hechos carentes de estridencia o dramatismo. Más bien, conforman una travesía entre campo y ciudad que está desprovista de solemnidad y una condición de fractura interna. Visto así, se desafía un típico discurso sobre la migración de la sierra a la costa que otorga esas atribuciones al individuo andino que migra, en un viaje que supone una ida sin regreso.
En el cine peruano, Gregorio, del Grupo Chaski, Antuca, de María Barea, La teta asustada, de Claudia Llosa son películas que, a pesar de sus gruesas diferencias y distintas facturas, remiten a las dificultades que enfrentan las personas andinas en su adaptación a las ciudades. Estas películas, a la que podemos sumar aquí la problemática Madeinusa, agregan otro factor que es una visión de los Andes como lugar hostil. Visión costeña que se generaliza hacia lo andino, quizá como efecto del desastre generado por el conflicto armado interno en el sur del país y que, en el caso de las famosas películas de Claudia Llosa, es reforzada por viejos racismos señoriales.
En Kinra, la ida no es una separación contundente de la casa familiar, ni equivale a un desarraigo cultural, porque no hay una distancia física o simbólica que sea insalvable entre el campo y la ciudad. La “ciudad” en Kinra, en realidad, son espacios urbanos que aparecen próximos a la casa de la ladera. De ahí que, a contracorriente de un imaginario limeño, Lima deje de ser el destino obligado de una migración que se piensa como rito decisivo en la experiencia de vida de la gente cusqueña.
Por su parte, el humor aparece como un recurso clave que facilita esta proximidad. Contribuye a sobrellevar la pérdida del lazo filial, entre madre e hijo, y la tensión entre hermanos (la hermana, interpretada por Lizbeth Cabrera), que también se muestra en la escena luego de la introducción del título. El humor se construye a través de diálogos alargados por planos detenidos, el uso recurrente de encuadres generales y compartidos que reemplazan a las convencionales tomas individualizadas durante los diálogos. A través de estos recursos, los actores y actrices dan rienda suelta a una naturalidad pocas veces vista en una película peruana con un casting lleno de primeras actuaciones.
La relación amical entre Atoqcha y Richar (entrañable personaje), nutrida de estos recursos, es una extensión de ese lazo familiar lejos de la casa que le dará al protagonista un sentido comunitario afuera del campo. La relación entre amigos, en donde prima la confianza y la ternura, también permite a la película problematizar las barreras entre el quechua y el castellano. Las barreras entre ambos idiomas son inexistentes en un universo fílmico que hace alusión a una larga historia de socialización en castellano experimentada por generaciones de quechuahablantes cusqueños.
En conexión con lo anterior, la educación es un comentario crítico que recorre la película y remite a una historia de expectativas sociales de progreso individual. El analfabetismo castellano de la madre y su consecuente marginación del estado se expresan en el error de tipeo de su apellido en el sistema de identificación nacional. Atoqcha, a la par que mantiene como cuenta pendiente la afirmación de la identidad de la madre, busca sacar su carnet de identidad e ir a la universidad. De esta manera, en este aspecto simbólico que Panatonic añade a la relación entre madre-hijo, se cierne sobre Atoqcha la expectativa de romper con esas injusticias. Las escenas con los profesores son elocuentes de las categorías, barreras particulares y microagresiones racistas que personas de comunidad tienen que lidiar para poder sobresalir y alcanzar un reconocimiento social a través de la educación.
Frente a esta realidad, alcanzar una formación educativa tampoco sería la solución. La falta de etiqueta social comunitaria de un ingeniero (Celso Aro Quispe), en una escena de celebración por la construcción en ayni de una casa, es un momento de reconocimiento -de la educación como ese camino que es excluyente de los lazos comunales.
Aunque la película sea protagonizada por un hombre, Kinra es también una película sobre las mujeres. La elaboración de sus miradas y subjetividades se encuentran cargadas de complejidad, sin abandonar el estilo sutil y escueto que caracteriza a la película. Si bien la hermana y la madre son las únicas mujeres con las que el protagonista entabla relaciones personales, el recurso de los diálogos en off cumple con expresar un universo de voces y presencias mujeriles, caracterizados por la fortaleza y rebeldía. A esta rebeldía, se cuelan también las tensiones sociales (recordemos la discusión en el bus) y un comentario sobre la dificultad que las mujeres de comunidad enfrentan para acceder a la educación. Siguiendo el tema del género en la película, la mala relación con la hermana puede leerse como una tensión entre expectativas de género, que cada unx resuelve en su manera personal de sortear presiones con distinto peso.
Por todo lo que ofrece, Kinra es una de las mejores películas peruanas de esta última edición del Festival de Cine de Lima, y probablemente de este año. Sigue el derrotero que Óscar Catacora iniciara con Wiñaypacha, a la vez que rebasa ese camino para marcar otra ruta. A diferencia de esa película, Kinra tiene su ancla final en el hogar. El regreso definitivo es una renuncia a que empleadores lo comanden y a una educación que aliena. Simbólicamente, es un regreso a la madre enterrada en el campo, con la que salda una deuda. Es una confirmación del primer aprendizaje, de la madre como proveedora de las relaciones afectivas, recíprocas, marcadas por la ternura. Así, el regreso en Kinra se vuelve acto político, en donde el campo chumbivilcano es un espacio vivible, deseable, defendible.
Lima, por su parte, que no es un paso en la itinerancia de Atoqcha, tampoco está presente en la película de Panatonic como influencia del imaginario propuesto en su película. Más allá de este punto, Kinra es una confirmación tajante de un cine hecho por andinos, en este caso cusqueños y chumbivilcanos, en donde el talento abunda: en la realización, la producción, el reparto, la fotografía. Todos aspectos bien logrados, que permiten la contundente construcción de un universo propio, que afirma el acto de ser y autorepresentarse. Frente a esto, le toca a un cine limeño sobre los Andes (con una tradición que ha marcado un importante desarrollo dentro del cine peruano) la larga y difícil tarea de reinventarse.
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