Cine Peruano

[Crítica] “38 grados” (2024), de Mauricio Burstein

La ópera prima del director y guionista Mauricio Burstein Balmaceda (Chiclayo, 1985) podría resumirse como un thriller costero de bajo presupuesto, con pinceladas de realismo mágico, que pone en relieve la desigualdad e impunidad que se viven en el Perú tan solo en relación al acceso al agua. Lejos de antojarse como un Chinatown norteño, 38 grados rechaza las convenciones de su género y del cine de ficción comercial, adoptando un ritmo, una estética y un sentido de la interpretación más afines al cine contemplativo pero manteniendo el mando de la narración por encima de su atmósfera audiovisual. Aunque inicialmente cuesta acomodarse a su estilo, el filme logra enganchar con una fotografía impecable y unas interpretaciones solventes que terminan por convencernos de su componente sobrenatural y de su denuncia social.

La película narra en paralelo las tramas de sus protagonistas ubicados a ambos extremos de la jerarquía social: Moscol, un jardinero que una madrugada de huaqueo descubre los restos de su hijo desaparecido, y Ernesto, el emprendedor hotelero responsable de la muerte del menor. Mientras que Moscol intenta esclarecer la muerte de su hijo a la vez que rastrea el origen de la escasez de agua en su localidad, Ernesto empieza a sentirse abrumado por la culpa y por la posibilidad de que su negocio se arruine. Tres brujas anónimas que deambulan por el pueblo sirven de puente entre los mundos aparentemente remotos de ambos hombres, y en parte justifican la presencia de elementos surrealistas y fenómenos paranormales arraigados en la religión católica pero también en creencias y prácticas de origen preinca.

Su estilo contemplativo es bastante arriesgado, especialmente para una producción regional con menor posibilidad de distribución comercial, y justamente por ello representa una propuesta refrescante y sobresaliente. Su efectividad se basa en la combinación de un montaje bien calibrado, una variedad de composiciones fotográficas cautivantes, y unas actuaciones intencionalmente moderadas. Donde cualquier otro realizador aprovecharía la muerte del menor para generar un drama de gran intensidad, Burstein apenas permite un par de escenas de lamento por parte de los padres antes de proseguir con una atmósfera que fluctúa entre lo sereno y lo inquietante incluso entre las escenas del velorio. La presencia de las brujas puede sentirse arbitraria en una película que exhibe y denuncia un problema social real, pero termina siendo importante para la progresión narrativa y para evocar un sentido de justicia divina ante la impunidad que disfrutan los privilegiados como Ernesto. El aspecto sobrenatural asociado a estas brujas también es consistente el desarrollo de atmósferas audiovisuales misteriosas como aquellas en torno a la piscina de Ernesto, y situaciones surrealistas como la presencia del fantasma del niño fallecido. 

Como drama social, 38 grados ofrece una representación verosímil de la brecha social en el Perú y pero también del sentido de superioridad de la clase privilegiada. Ernesto personifica la arrogancia y el descaro de una élite criolla que abusa de los recursos del país y de sus trabajadores sin enfrentar consecuencia alguna. Su convicción de haber fundado el paraíso en forma de hotel con piscina donde antes solo había un arenal, y que los pobladores le deben por el empleo que les ofrece, encapsula el dogma neoliberal retorcido que la oligarquía peruana ha convertido en ley natural. Las interpretaciones de Diego López Torres como Ernesto y Micaela Boza como su pareja Liliana logran inspirar la misma indignación de quienes en la vida real se sienten superiores e intocables. La alienación que destilan en su pequeña burbuja paradisiaca es comparable a la del pequeño Olimpo limeño concebido en Dioses (Josué Méndez, 2008). En ese sentido, Burnstein logra identificar el origen detrás de la mala administración del agua en el Perú: el eterno desprecio de la clase dominante por las vidas de sus compatriotas.

38 grados hace alusión a la temperatura climática que se puede alcanzar en la costa norte pero perfectamente podría referirse a la que alcanzan nuestras mentes frente a la desigualdad e impunidad normalizadas en todo el territorio. Su capacidad de ofrecer una crítica social contundente a través de un estilo alternativo y ambicioso, sin contar con las restricciones y dificultades que debe afrontar una producción regional, demuestra que es un auténtico triunfo para el cine peruano. Mención aparte merece su ingeniosa ruta de distribución que debería ser innecesaria para esta y cualquier otra película peruana digna de ser apreciada por el público nacional en cualquier cine del país.

Esta entrada fue modificada por última vez en 31 de agosto de 2024 18:19

Gustavo Herrera Taboada

Máster en Estudios de Cine en la Universidad de Columbia. Máster en Gestión Cultural en la Universidad Carlos III de Madrid.

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