Revisando antiguos recuerdos de familia, la cineasta Marianela Vega encontró una serie de registros realizados con una cámara casera por su padre entre 1989 y 1993, incluyendo lo que vendría a ser su primera obra audiovisual, un corto de tipo policial hecho en casa, titulado El maldito bastardo. Tres décadas después, removida por este hallazgo del pasado, decide utilizarlo –adaptando el nombre y añadiendo otros materiales del mismo origen– para crear el documental que comentamos; proceso durante el que sufrió la pérdida temporal de la visión de un ojo.
La intención es explorar emocionalmente la relación con su progenitor, para lo cual contrasta la imagen de alegría y distensión de los videos con la gradual mención de datos que –a manera de hitos– van describiendo el desmoronamiento familiar a punta de silenciosas separaciones. Este contraste es el principal logro de la película, pero, a la vez, su mayor debilidad, debido a que las alusiones o sugerencias que se desprenden de este contraste son muy vagas o poco claras.
Empezando por el título, que reúne dos conceptos. El primero, archivo, me recordó un viejo dicho según el cual “las mujeres no olvidan, archivan”. Hummm… Y, el segundo –la bastardez–, me pareció mucho más fuerte, porque supone el rechazo total, ya sea al pasado como al propio progenitor, lo que resulta contradictorio; ya que el enfoque de esa contraposición en el filme tiende a ser más bien neutro, objetivo y súper sutil, pese a los momentos de calidez y espontaneidad de los registros.
Además, se trata de una obra estilizada, en la que pareciera importar más el sentir que el entender, en la que las sensaciones son más relevantes que el conocimiento, y en la que prima la sugerencia antes que la acción. En todo caso, el problema en bastantes momentos es su imprecisión o, al menos, un déficit de información. Así se lo comentaba a dos cineastas amigas tras salir de la función.
– Estás equivocado, me dijo una de ellas.
– ¿Por qué?
– El documental cuestiona el rol patriarcal del padre varón como proveedor de sustento familiar.
En efecto, el progenitor dejó de hacer los registros caseros al perder el trabajo y –según el documental– nunca más volvería a laborar.
– De hecho, siguió mi amiga, eso se evidencia cuando el padre le reclama a su hija que le envíe dinero para los pagos de luz eléctrica.
– Pero esa es una frase que entra dentro de la cotidianeidad de la vida en familia– retruqué, aunque un poco dubitativamente.
– Lo que ocurre es que no lo ves por tu mirada masculina.
Pucha, me pillaron, pensé. Felizmente, la otra cineasta vino en mi ayuda:
– A mí también me pareció un poco vago. Es una película light.
Y la conversación pasó a otro tema, como sucede tantas veces en esos fugaces diálogos entrecortados entre películas, durante los festivales de cine. Pero hubiera querido añadir el problema de fondo, el cual es que la realizadora deja caer datos contundentes (no sugerencias, sino hechos específicos) sobre las relaciones intrafamiliares que compiten con la visión que sobre la relación paterna busca construir durante el filme.
Uno de esos datos es, justamente, el hecho de que el padre no volviera a encontrar trabajo en su vida. De adolescente, conocí más de uno de esos casos, aunque no a profundidad (eran tiempos difíciles, de seria crisis económica); y siempre me quedé con la duda de cómo sería la cotidianeidad de esas personas que debían vivir sin trabajar, incluso durante décadas. De repente, era divertido. No lo sé, aunque lo dudo.
Y justamente esa posible historia queda enunciada pero trunca, nunca desarrollada, al igual que otros dos o tres eventuales relatos sumamente intrigantes en torno al hermano e incluso a la relación del padre con el abuelo de la realizadora. En consecuencia, se estaría ante una insólita competencia entre la historia de una relación paterna poco clara y otras historias mencionadas y tampoco desarrolladas. Un enigma en torno a tres misterios (o más).
El estilo de la directora es tan intimista que se encierra en su propia intimidad. En esto pensaba cuando, en mi reseña del libro “Conversaciones sobre cine peruano”, de Milton Calopiña, mencionaba que ahora tenemos a mano innumerables historias para contar: las de nuestras propias vidas; pero que, para ello, había que estar dispuestos a abandonar toda o gran parte de nuestra intimidad. Por ese motivo, tampoco es exigible que la autora revele más de lo que ya ha decidido mostrar.
En consecuencia, esta es una película para aquellos que disfrutan con nebulosas asociaciones emocionales y cazadores de indicios (in)específicos sobre relaciones paternas o filiales marcadas por lo inefable en precarios soportes audiovisuales. Los demás, abstenerse.
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