Anatomía de la violencia
Si hay un acierto en el nuevo filme del veterano Luis Llosa, con guion de Mario Vargas Llosa, es reconocer el potencial infinito de la historia original: Lurgio Gavilán, antropólogo y escritor ayacuchano, pasa por una transformación sin precedentes, encarnando los efectos de la violencia política en el país, llevando consigo la memoria -insatisfecha, contradictoria- de la crueldad institucionalizada, la violencia extrema, las maquinaciones del poder sobre los cuerpos y el desdén por la vida y la dignidad bajo una insignia cultural y política. De niño reclutado por Sendero Luminoso (SL), más tarde soldado del ejército peruano y sacerdote en su retiro, Lurgio cruza el umbral de la violencia política constantemente, y su presencia no es sino la evidencia corporeizada de los efectos de la represión (sea de la subversión, la Iglesia o el Estado), esos que no pueden ser borrados de la memoria individual y colectiva.
Estamos ante una propuesta bastante curiosa. La historia de Gavilán, hecha libro autoetnográfico editado hace unos años por el Instituto de Estudios Peruanos, ha sido llevada al cine por un director más conocido por sus producciones en Hollywood y un escritor que no es precisamente el favorito de los progresistas y los especialistas en el conflicto armado interno. Llevar Memorias de un soldado desconocido al cine es una empresa razonable, algunos dirían necesaria, pero hay más de unos cuantos motivos para pensar que -si somos honestos- estas no parecen ser las voces más adecuadas para llevarla al cine, al menos, no por cómo se están dando las actuales batallas sobre el apoyo al cine nacional, sobre todo al cine no limeño.
Resulta bastante irónico que el encargado de adaptar la valiente y pulcra narración de Lurgio Gavilán sea el mismo escritor que, décadas antes, presidió una comisión investigadora cuyo informe final se encuentra repleto de lenguaje exotizante, narraciones caricaturescas y la constante esencialización de las sociedades andinas. No parece muy alentador que digamos. Aun así, es cierto que el cine no le pertenece a nadie, y que asumir lo peor con una película así es, de plano, mantener la misma mirada condescendiente que intentamos rechazar. Valdría la pena, entonces, darle una oportunidad seria a un film como este, ofrecer una mirada objetiva y esperar que, de alguna u otra manera, la adaptación pudiese ser justa con el texto original, sobre todo en el creciente estado de pugna y polarización política evidente en el Perú.
Estas presunciones se difuminan en los primeros tres minutos de la película. Una vez que los créditos iniciales (que parecen hechos con Movie Maker) se despliegan en la pantalla, el filme parece una total caída en picada, y sin redención. Casi todas las elecciones técnicas del film parecen, en una medida u otra, desacertadas, condenadas por cierto tono amateur y ciega vocación por la hipérbole, una puesta en escena desigual y apresurada, un texto sin matices y pocas cosas nuevas que decir sobre los estragos de la violencia política en el país. La película luce bastante artificial, y hasta se siente así, rozando la calidad técnica del cine serie B y fallando en ofrecer una historia que permanezca con el espectador, quien atestigua con sorpresa las extrañísimas decisiones de su realizador y la constante inatención de la trama.
La lista de errores no parece acabarse nunca. La selección de tomas y escenas no parecen funcionar en un todo coherente: una escena dramática es sobrepuesta sobre otra sin ninguna transición creíble; el paso del tiempo parece forzado, sino abrupto; la contextualización inicial de los personajes y su entorno resulta incompleta, y las motivaciones de los protagonistas apenas si se sugieren, y nunca se desarrollan. Algunas transiciones entre escena y escena recurren a efectos dramáticos que rompen la credibilidad de la historia. La música resulta bastante intrusiva y suele desentonar con la acción en las escenas. ¿Recuerdan cuando en un documental se incluyen dramatizaciones que acompañan las voces de los expertos? Las escenas de Tatuajes de la memoria funcionan exactamente igual, como secuencias de docudrama, filmadas a caballo y con el único interés de describir por describir, sin mayor detalle que el mínimamente necesario y con poco interés en mantener un ritmo pertinente para la narrativa, como si dependiesen de una voz en off que termine de explicar lo que está sucediendo.
Pensemos en los sucesos narrados en el primer acto. Un joven Lurgio pasa por el reclutamiento de su hermano por Sendero Luminoso, la muerte de su padre, y su transformación en senderista en menos de 10 minutos, sin ningún punto de inflexión, sin mayor tensión o contradicciones en el personaje, sin mayor justificación que una serie de clichés mascullados por los personajes, como “justicia social” o “revolución”. Si, por ejemplo, esas secuencias fuesen puestas en papel y escritas como prosa, todas cabrían forzosamente en apenas un párrafo. Estas escenas más parecen una excusa que parte de la temática del film, casi como en el cine de explotación, en el que se suele incluir alguna suerte de prólogo solo por cumplir con las expectativas de la audiencia. Llosa, que firmó Anaconda (1997), evidentemente sabe hacer una película. ¿Será que el presupuesto le quedó corto a un director acostumbrado a la mega producción de Hollywood? ¿Será que el equipo detrás del film falló en entender apuntes básicos sobre cómo es la narración en el cine? ¿O es simplemente desinterés, quizás la intención de rodar lo más rápido posible y sin mucho tamiz?
Los problemas con el film solo aumentan al analizar el guion, escueto en motivaciones y personajes creíbles. Quizás Vargas Llosa crea que la motivación de aquellos ayacuchanos que se unieron a Sendero Luminoso puede resumirse en un par de frases arquetípicas, toscas referencias a su pobreza y miseria, y tal vez algún drama personal de fondo. Hay muy poco esfuerzo por comprender los encuentros y desencuentros en las comunidades campesinas, las formas de convencimiento, convocatoria e ideologización de las senderistas, o la violencia estructural que todavía permea en la sierra central. Décadas después del fiasco del informe de Uchuraccay, Vargas Llosa cree que puede seguir representando la guerra interna y sus protagonistas desde una mirada que simplifica, minimiza, exotiza, y se acomoda fácilmente a los presupuestos Lima-céntricos de la élite sobre lo sucedido en Ayacucho.
Dándole el beneficio de la duda, vale reconocer que algunos diálogos de Vargas Llosa llegan a trascender la comodidad arquetípica y sugerir tensiones interesantes; el problema es que casi nunca están insertados en el momento correcto. En una escena, un joven Lurgio se confiesa ante Rosaura, su protectora y amor platónico, que solo la tiene a ella en el mundo. Ambos realizan un pacto: uno matará al otro si es que este se encuentra en riego de ser capturado por el ejército. Este intercambio funciona bien, es crucial, pero aparece justo después de una confesión romántica y es rápidamente olvidado por comentarios sin importancia. El pacto es mencionado melodramáticamente algunas escenas después, perdiendo todo el interés en mantenerse como un acto de cuidado y necesidad extrema, siendo reducido al cliché dramático.
Resulta interesante, además, prestar atención a las evidentes insinuaciones políticas de la película. La narración de Gavilán expone con justicia la crueldad sin nombre de Sendero y la espantosa represión del ejército, pero el film reduce la violencia del Estado a un par de escenas que pueden fácilmente justificarse como la obra de unas “manzanas podridas”. A SL se le ve precisamente como la maquinaria de crueldad y la ideología dogmática, mientras que el ejército recurre a la violencia extrema como medida desesperada o expresión de la locura de un par de militares, quienes son rápidamente censurados por el militar a cargo, un personaje idealizado que se presenta como el salvador de Lurgio, el teniente ‘Shogún’. Los Cabitos, cuartel que es presentado en la película, fue un centro de detención y ejecución en las afueras de Ayacucho, lugar de numerosas violaciones de derechos humanos, donde los cuerpos de los asesinados eran separados, mezclados, quemados y enterrados para evitar que se recuperen. El film no muestra un aparato sistemático de represión, sino unos pocos soldados cometiendo abusos, y casi todas las víctimas son expresiones caricaturescas de un “terruco violento”, que quiere la muerte.
Quizás el ejemplo más sorprendente se manifiesta en la conversión de Lurgio y su ordenamiento como sacerdote, bastante simplificado en la historia. La película se enfoca en el personaje de una monja, blanca, educada, de Lima, quien se vuelve algo así como una figura mesiánica en la historia, la voz de la razón. Mientras los pobladores locales hablan en frases estereotípicas y son particularmente crueles y violentos, la mujer blanca, la otra, es una manifestación de civilización, tolerancia e inteligencia: Vargas Llosa le da dos o tres monólogos que sirven para “educar” a la población local o, en los momentos más delirantes, insistir constantemente en su condición de atraso, pobreza extrema y miseria. Esta mujer y el comandante bonachón son los únicos personajes limeños con líneas en la historia, y son sin duda los personajes más admirables. La relación con Lurgio no es la intimidad de iguales, sino una dinámica asimétrica y vertical, en la que ellos hablan, y él escucha, sin mucha réplica.
Pensemos por un momento. ¿Para quién está hecha la película? No está hecha para las víctimas y descendientes de la violencia, seguro, quienes no querrían verse reducidos a la crueldad del estereotipo. No está hecha para quien quiere comprender a profundidad los efectos de la guerra y la subversión, ni los interesados en la antropología de la violencia, ya que todos los valiosos apuntes de Gavilán son reducidos a escenas colorinche en favor de la tensión dramática. Me atrevería a sugerir que, en el fondo, película está filmada para la comodidad de la audiencia limeña y los amigos de los Vargas Llosa, quienes asienten con la cabeza desde su asiento repitiéndose: “Sendero fue malo y la gente sufrió”, sin tener mucho más que decir al respecto.
Quizás la película aumente levemente el interés de la gente por el libro de Gavilán, un valiente testimonio auto etnográfico sobre el espíritu de la violencia y las maquinaciones de la crueldad de los distintos agentes del conflicto armado interno. Dudo mucho que los ávidos seguidores del film de Llosa tengan tanta disposición, empero. Leer Memorias de un soldado desconocido les revelará más de una verdad incómoda y les forzará a una reescribir su propia memoria del conflicto. Si hasta ahora Vargas Llosa y compañía no lo hicieron, ¿por qué ellos sí?
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