Existe una tradición en el cine de ficción, ya sea el blockbuster hollywoodense o el film arthouse, de llevar el horror corporal (body horror) hasta la absoluta hipérbole: el giallo italiano, el nuevo cine extremo francés, el torture porn estadounidense, las pesadillas gore del lejano oriente y el enésimo slasher de la megaproducción palomillera; todos cumplen este propósito. Sangre y llanto. Horror y asco. Ansia existencial y terrores encarnados. La materialización de nuestras angustias sociales y perversiones colectivas, llevadas al extremo de la representación y consagradas desde el medio fílmico. Uno puede imaginarse todas las inquietudes psicoanalíticas, sociológicas y políticas que se desatan al preguntarse ¿por qué este extremo? No es sencillo. El cine de horror incursiona en lo fantástico y perverso, lo que le hace intrínsecamente ambiguo. En parte, parece que accedemos a películas así para confrontar nuestra propia naturaleza mórbida, y someternos a la duda. ¿Qué nos lleva a la infinita fascinación por los cuerpos tullidos, enfermos, monstruosos, sometidos, muertos y casi muertos? ¿Puede este cine escapar de la comodidad del arquetipo y ofrecer una alegoría original sobre los tiempos modernos?
Cada nueva tendencia dentro del horror corporal parece sugerir su propia respuesta, o más bien un set distinto de preguntas. Ahora mismo, valdría la pena prestar atención al cine de horror corporal con enfoque feminista, acaso un esfuerzo por reclamar la monstruosidad y la disciplina de los cuerpos desde la pantalla. Es ese el impulso que lleva a Julia Ducournau a filmar las peripecias de una adolescente caníbal en Raw (2018), o la pulsión por sexo casual con automóviles de la protagonista de Titane (2021). El cuerpo monstruoso -y cuerpo femenino- protagoniza historias como Goodnight Mommy (2014), de Veronika Franz, relato claustrofóbico sobre una madre que ya no puede reconocerse luego de un feroz accidente. Es el mismo cuerpo que sobresale en La sustancia (The Substance), de la francesa Coralie Fargeat, una fantasía gore sin ningún tipo de sentido de autocontrol o mesura, la historia de una actriz arruinada por la edad y consumida por una sustancia que le promete un Yo mejor.
La sustancia está llamando la atención por todos lados. Salió de Cannes con el premio al mejor guion bajo el brazo y ha desatado reacciones de todo tipo, desde una celebratoria consagración hasta un intenso rechazo, forzando a la gente a repensar lo que se puede y no se puede filmar en el cine comercial. Fui a ver la película un lunes por la noche y la sala estaba repleta. Esperaba que la gente se fuera durante el tercer acto (genuinamente desquiciado, si me preguntan), pero no sucedió. Todos se quedaron absortos en la pantalla, hipnotizados por la curiosa conjunción de violencia, sufrimiento y humor. Pocas veces he asistido a una función y me he quedado más de media hora con la boca abierta, luego de haber hecho lo posible por no ver lo que sucedía en la pantalla. Tiene sentido tal reacción de la audiencia: en tiempos de una cartelera saturada del enésimo remake o reboot de Hollywood, en el auge (y próximo declive) del cine franquicia, el cine de horror independiente se vuelve un punto de escape fundamental para espectadores muy distintos entre sí (fanáticos del terror extremo y seguidores del cine alternativo), pero unidos bajo la misma premisa: la búsqueda de una idea sugestiva y original.
Ahora bien, hay que ser honestos: La sustancia -y como bien lo han notado algunas voces críticas al film, como Eilen Jones para Jacobin– no está diciendo nada nuevo. La idea es bastante clara: la industria de belleza, el star system de Hollywood y el corporativismo estadounidense contribuyen a un aparato que, patriarcal y ultracapitalista, se apropia del cuerpo de las mujeres, lo condena al extremo sacrificio y la total sumisión. El sistema fuerza al cuerpo a ser intervenido constantemente para mantenerse atractivo e interesante para la mirada masculina. El cuerpo bello es un cuerpo culposo, adolorido, rígido, avergonzado de sí mismo, dócil. La «sustancia» en cuestión solo es un extremo.
La película no va más allá. De hecho, parece ir en círculos, saturando su propia alegoría. Somos testigos de la degradación inminente de Elizabeth Sparkle (Demi Moore) una vez que consume «La sustancia» y que una nueva versión suya, la joven y muy guapa Sue (Margaret Qualley), se hace con su vida una semana sí o una semana no. La degradación aumenta conforme Sue se acostumbra a su vida y no quiere dejarla ir. Al menos, Fargeat y su equipo son inteligentes al elegir a Demi Moore protagonista, no solo por las meta referencias a su propia carrera (plagada de rumores sobre cirugías plásticas) sino por la veterana actriz, muy guapa y acostumbrada a las presiones del blockbuster, se aproxima al rol con total apertura y total convicción. Una interpretación así, tan visceral y física, requiere una actriz que entregue su cuerpo de inicio a film, que se muestre vulnerable en el silencio, que se confronta a sí misma frente a un espejo, misma confrontación con la audiencia y el aparato hollywoodense. Moore hace lo posible por mantener el control mientras el film se desmorona a su alrededor y encuentra la compañía perfecta en Margaret Qualley, que asume un rol poco matizado con suficiente convicción y un inquietante encanto.
Parece que nadie en su sano juicio se metería «La sustancia». Mucho menos alguien con la belleza de Demi Moore. El nivel de dolor y sacrifico corporal no parece poder compensarse. Pero entonces, ¿por qué las clínicas estéticas están repletas y los tratamientos bariátricos son la moda permanente? En la escena más convincente del film, Sparkle, afectada por «La sustancia», decide ir a una cita con un ex fling que todavía la considera hermosa. Sparkle jamás sale del apartamento. Se mira al espero una y otra vez. Cada vez con más rechazo. La obsesión y la culpa contenida afectan intensamente su percepción corporal y distorsionan su sentido del yo. En escenas posteriores, Sue que antes cuidaba del cuerpo de Elizabeth, decide sacrificar su integridad por el bien de su belleza. Fargeat es bastante efectiva para filmar la compasión por el cuerpo enfermo, la cual es rápidamente reemplazada por la aversión y el asco.
A pesar de la angostura narrativa del film, es cierto que la premisa central de Fargeat abre preguntas bastante interesantes. El horror corporal ha sido particularmente sugestivo en indagar sobre el problema mente y cuerpo. Es el Jekyll y el Mr. Hyde, la transformación del científico en La mosca (1986), el zombi de George A. Romero que deja de ser persona. Prima la inquietud psicoanalítica. No sabemos en qué momento Elizabeth y Sue dejan de ser la misma persona, y qué motiva a una a distanciarse de la otra. Parecen dos consciencias distintas, atadas por el mismo cuerpo. La voz masculina que controla «La sustancia», constantemente moralizando a Elizabeth por sus decisiones, como una suerte de panóptico invisible, insiste en que ella y Sue son la misma persona. ¿Qué implica serlo y sabotearse una a la otra?
Por otro lado, La sustancia es particularmente efectiva en llevar la proposición de Mary Douglas a la máxima hipérbole, al extremo del horror. Douglas, desde la antropología simbólica, hace referencia al cuerpo desde su capacidad de simbolizar distintos aspectos de la sociedad y mundo en el vivimos: sus superficies, fluidos y manifestaciones están cargados de significados. El film hace exactamente lo mismo con un tipo muy particular de cuerpo. Es el cuerpo cercenado, alienado, brutalizado, construido y reconstruido. El cuerpo sometido al máximo martirio y la total docilidad. El cuerpo desensibilizado, lleno de cicatrices y suturas, distímico y anestesiado, el cuerpo de la piel en decadencia y revivida artificialmente, el cuerpo sometido a la brutalización y la casi muerte.
Douglas hace referencia a los fluidos, su significado y el peligro que algunos suponen socialmente. Se diferencia la pureza y el peligro, se le tiene miedo a lo inclasificable. Ni ella hubiera encontrado un mejor ejemplo que el estilo de Fargeat. Todo en La sustancia está muy vivo: estamos ante un filme viscoso, mojado, pegajoso, sucio, repugnante. Abundan los primeros planos a sustancias y fluidos: carne, comida, líquido, mucosa; el roce entre distintas superficies, lo sucio y lo limpio empujados en el mismo plano. Curiosos ángulos de cámara, sonidos disonantes de fondo y menos fotogramas por segundo. El cuerpo envejecido de Elizabeth sugiere el rechazo social y la marginación. El cuerpo abyecto entre Elizabeth y Sue, esa masa distorsionada de piel y carne, es inclasificable y, por tanto, socialmente repelido. El cuerpo de Sue, por otro lado, es el símbolo de lo sagrado, la consagración del deseo capitalista y el hedonismo descontrolado, un cuerpo-máquina siempre sexy, siempre bello. Fargeat y su cinematógrafo filman sus escenas con total saturación, sometiéndonos a una fantasía híper pop, salida de un video de Katy Perry y con la sexualidad desmedida de una canción de Britney Spears.
Quedan algunas preguntas pertinentes en torno al film, sobre todo a su tercer acto. Por momentos, es casi imposible seguir viendo. Moore se entrega en carne viva al desquicio de Fargeat y compañía. ¿Es necesario el martirio a la protagonista? ¿Debemos someterla a ese nivel de humillación y desamparo? La forma en que el film explota a Moore y a su alegoría principal puede parecer exagerada, sino cruel. Puede, incluso, ser cómplice del mismo sistema de control corporal que buscaba evitar en primer lugar. El sufrimiento de Moore tiene justificación (la propuesta visceral es producto de la muy justificada rabia de su realizadora) y la automutilación funciona como una forma de resistencia ante el sistema. Pero claro, eso es darle el beneficio de la duda. No me sorprende el aluvión de críticas que suscitó el film luego de su estreno. La idea de un ser monstruoso y repulsivo causado por la industria de belleza ya ha sido agotada, dice y con razón. Si es que tal alegoría ya la cumple hasta un episodio de Los Simpson.
Puede que La sustancia no sugiera nada muy nuevo, pero lo hace de una manera inimaginable para el cine comercial, un absoluto locurón y un delirio mega saturado que solo puede pintarse en la gran pantalla. ¿Pueden la angostura conceptual y las limitaciones narrativas ser compensadas por una sensacional puesta en escena? Yo creo que sí. La sustancia, al final, es una película sobre el asco. Sobre lo abyecto: los fluidos, las viscosidades, lo que se pudre, lo que se purga, lo que genera horror al ser expulsado del cuerpo. La película que David Cronenberg hubiese filmado si se le hubiese pasado la mano con el bótox y el tipo de pesadilla muy lúcida que la filósofa Julia Kristeva probablemente tuvo en vida. Una bomba de intuición y experimento mental que dura mucho más de lo que audiencia promedio puede soportar. Los más sensibles pueden elegir ver un episodio de Botched en vez.
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