El documental Dahomey (2024), de la cineasta franco-senegalesa Mati Diop, se presentó por estos días en el Festival Lima Alterna. La cineasta, responsable de la memorable (e infravalorada) Atlantique (2019), vira a la no ficción para alegorizar los efectos del colonialismo en el sistema político africano y los estragos del saqueo intelectual, y político-espiritual en las mentes y cuerpos de los ciudadanos de Benín. Esta república africana formada tras la liberación de Francia, se construye, deconstruye y reconstruye a partir de las disputas sobre la identidad nacional, la rebeldía anticolonialista y la redistribución de los recursos, y todas ellas tienen cabida en el film, bastante más sugestivo y controversial de lo que su premisa sugiere. Si Atlantique funcionaba como una fantasía hiperrealista sobre los efectos de la violencia estructural en los cuerpos senegalés, Dahomey, de apenas 68 minutos de duración, gira en torno a los objetos, sus historias y fricciones, los marcados efectos del etnocidio y la desposesión. Mediante una narración multisensorial y polifónica, el film examina los márgenes de la reparación y la repatriación, así como los estragos del mandato poscolonial en la África moderna.
Dahomey es el nombre del antiguo reino en Benín. El ajuar del reino, estatuas, esculturas y ornamentos, fue saqueado por la ocupación francesa en la región. Los intentos por vencer a la ocupación francesa fracasaron rotundamente y los rastros de sangre siguen latentes en el imagino colectivo beninés. Dahomey cayó, Francia ocupó el territorio y más de 7000 piezas fueron sacadas de África con destino a París. Luego de acuerdos bilaterales, y en plena decadencia de su imperio neocolonial, Francia autoriza la devolución de 26 de estas piezas, que son depuestas de las exhibiciones de las que son parte en París. Cada pieza es retirada, acondicionada, clasificada, etiquetada y empaquetada para ser llevada al otro punto del globo. El film recorre este camino junto a los objetos, les da voz propia, y sugiere la tensión inherente en su trayectoria. Para la segunda mitad, el film sigue de cerca la exhibición de los objetos en Benín, filmando, y en primer plano, las ardidas discusiones que se suscitan entre activistas y líderes políticos a raíz de la muestra.
Lo de dar voz a los objetos no lo digo en forma de símil. En las primeras escenas del film, sobre un fondo negro, suena una voz distorsionada, literalmente la voz de los Dahomey recuperada en el acto de repatriación. Es el espíritu de una de las piezas, solo conocida por su número, una escultura de gran tamaño, que ha cobrado vida y que narrar la travesía desde un punto y otro, confesando distintos pesares y anhelos en el proceso. Diop busca corporeizar al objeto patrimonial: mostrar la forma en que la violencia se hace narrativa y se consagra en el texto; la forma en que la sangre se impregna en la madera y el metal. Cada pieza es desmontada y la plataforma de exhibición, un atrio de madera amparado por un marco de vidrio, queda vacía.
En esta primera parte, la cámara actúa como cómplice de la reparación. La cámara se torna un objeto contestario, de uso político y con capacidad de ser reapropiada por los subalternos. La cámara se mantiene vigilante conforme un conjunto de especialistas prepara las piezas para ser trasladadas hasta Benín. Las manos francesas, filmadas en primer plano, dan pase a las manos de color, que entran en contacto con las superficies de su patrimonio, que realizan un salto temporal entre el pasado y el presente, dispuestas a recuperar el tesoro material que se les fue arrebatado. Cerrar el film aquí, al minuto 30, sugeriría una acción política inspiradora, cuanto menos necesaria, el cine al servicio de la causa poscolonial. Diop, sin embargo, expande su historia en favor de más controversias.
En este punto, cada una de las piezas recibe la atención de los especialistas benineses y también de la cámara de Diop. Somos testigos del proceso de clasificación de algunas de las obras más prominentes: una estatua enorme, un conjunto de estatuillas, una suerte de altar, entre otras. Primero la clasificación formal, siguiendo los patrones museísticos occidentales. Luego la clasificación informal, en palabras locales y ya no en francés, lo que cada obra quiere decir, el fragmento de historia que queda para siempre materializado en los trazos, diseños y texturas. Estas escenas permiten que las piezas hablen por sí mismas, sin necesidad de intromisión. Parece, más bien, que el intento de Diop por darle vida a la estatua durante el film resulta forzado y hasta innecesario, un elemento distractor que nos aleja del valor intrínseco de las piezas y las historias que cargan consigo.
Estamos ante el proceso de construcción, descubrimiento y redescubrimiento del patrimonio, pero también de una memoria encumbrada en el presente. Piezas que condensan un extenso sistema de signo y significación, el conjunto infinito de símbolos y representaciones. Una de las piezas más grandes, el altar, sugiere el poder del reino Dahomey, sus conquistas militares y el sometimiento a esclavitud de sus adversarios. Parece que la colonización está dispuesta a borrarlo todo, incluso a negar los crímenes de los oprimidos contra otros, para así suprimir por completo su agencia. La cámara luego vira a una pieza yoruba, religión expandida por la América esclavizada (pensemos, si no, en su presencia en Cuba o Colombia), reconocida por sus dioses andróginos, o de varios sexos, un cuerpo ajeno a la matriz occidental. Exponer estas figuras implica restituir la imagen precolonial, recuperar sus cuerpos, sus voces, sus formas, poner el acento en su propia ontología y estética.
El film destaca el poder la imagen como presencia. La escueta propuesta narrativa se compensa por los constantes experimentos en la puesta en escena. Ver Dahomey implica prestar atención a las distintas pulsiones sensoriales que emergen en la pantalla. Las torceduras de la madera. El crujido de las tablas y la fricción del ensamblaje. El sonido suave, casi como cántico, de las piezas acariciadas por el viento. Las voces del público beninés el día de la inauguración de la muestra. Los cánticos y bailes preparados para la ocasión. Un continuo de estímulos que le da vida a los objetos, que les dota de un carácter afectivo y profundo, que los entrelaza material y sensorialmente con la población que hoy los reclama como suyos.
Aquí cobra relevancia la segunda parte del film, la disputa en torno a la repatriación y el valor de exhibir estas piezas. Diop no se acomoda con una propuesta facilista y celebratoria, ni siquiera se esfuerza por mantener un solo discurso político coherente. Todo lo contrario. El film incluye las conversaciones entre distintos activistas y líderes de opinión: las emociones son diversas y contradictorias. Algunos celebran las piezas como una forma de reapropiarse de la historia y patrimonializar su presencia en el mundo. Otros aducen al desdén político de Francia: solo 26 de 7000 piezas han sido devueltas, insisten varios activistas. Francia lo ha hecho en la desesperación por recuperar su imperio mediante la vía diplomática, y nosotros le ayudamos en el proceso, dicen otros. Es un complot entre Francia y el gobierno de turno para lavarse mutuamente la cara, insisten las voces del film.
Aquí hay una serie de gestos políticos bastante interesantes. Jóvenes que hablan de las revoluciones del pasado, sea la de Dahomey o los esfuerzos antimperialistas, con miras al futuro. Activistas que mencionan la necesidad de redistribuir masivamente la riqueza como punto de partida: “si queremos que las familias vayan al museo, primero deben tener tres comidas al día”. Intelectuales locales que hablan de forma elocuente y perspicaz sobre teoría poscolonial y acción política, reclamando los términos de la academia europea y profiriéndolos con su voz y su enunciación. Actores que se comunican en el idioma local en rechazo al uso del francés.
Prevalecen las disputas por la memoria; la herida abierta, inconclusa, que abre numerosas conversaciones, que exhibe posiciones aparentemente irreconciliables y se opone al ideal de una sola identidad nacional. Hay quienes dicen que los objetos deberían volver a un templo fuera de la ciudad, como fue la intención detrás de crearlos, mientras que otros defienden el derecho de desacralizarlos y volverlos un objeto politizado, secular y moderno. A partir de una cámara atenta y poco intrusiva, Diop insiste en que los protagonistas tomen agencia y se hagan cargo de los vaivenes de la narrativa por su cuenta. No hay mayor hilo conductor que las voces de los protagonistas. Cabría preguntarse, al cierre del film (algo abrupto, por cierto), cómo sería el cine arthouse si más películas decidieran hacer lo mismo.
En el cierre, la estatua vuelve a cobrar vida y sugiere, a modo de monólogo, que Benín sigue siendo un punto confluyente de vitalidad y resistencia. Al final, a pesar de algunas decisiones creativas arriesgadas (recrear la voz fantasma de las piezas, saltar de una discusión política a otra sin tanta ilación, etc.) el film consigue su acometido: comprometerse con el reclamo intergeneracional, pero todavía trascendente; establecer el continuo entre lo material y lo inmaterial de la identidad subalterna; y, a su modo, negarse a entender la historia desde una linealidad colonizadora, sino desde la fricción constante entre poder y resistencia. Se trata, pues, de resituar el tiempo. Como dice uno de los activistas, “que las piezas lleguen hasta aquí no es un acto político del momento, sino la concentración de tantas luchas, de todas las energías”. Parece tener razón. Las piezas, en sus superficies y texturas, llevan consigo la emoción combativa de un pueblo. Están en casa.
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