[Crítica] «Kinra» (2023), de Marco Panatonic

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Esta es posiblemente la mejor película peruana estrenada el 2024 y, de hecho, está entre las mejores de todas las estrenadas en el presente año en cartelera comercial. Dirigida por el realizador cusqueño Marco Panatonic y hablada mayormente en quechua, Kinra destaca por su enfoque andino posmoderno e irónico, que combina estilización y autenticidad para retratar las tensiones entre conservadurismo, tradición y elementos de modernidad, con factores sociales, de género y religiosos, en Cusco, Perú. Todo ello con actuaciones convincentes y de gran naturalidad por actores no profesionales, además de procedimientos narrativos innovadores.  

Lo primero que destaca es que Kinra evita la tendencia de muchas cintas hechas en regiones distintas a Lima a tener personajes sufridos, sumidos en historias trágicas o lacrimógenas. Sus personajes son, en su mayoría, jóvenes emprendedores captados en actividades cotidianas –trabajo, estudios–, con iniciativa y capaces de reírse de sí mismos, interactuando en situaciones diversas y enfrentando retos propios de la edad. 

De esta forma, la visión del mundo andino contemporáneo dista de enfoques convencionales –paternalistas, victimistas o estereotípicos– centrados en la pobreza, marginalidad y discriminación. Más bien, Kinra ofrece un mundo complejo, donde se mezclan creencias mágico-religiosas, deterioro de la agricultura y crecimiento de la urbanización, acceso a la tecnología y al mercado, clasismo, discursos contradictorios sobre la educación, empoderamiento de la mujer versus machismo, entre otras referencias a asuntos socioculturales.

Lo anterior se desarrolla a partir de la historia de Ignacio/Atoqcha (Raúl Challa), un joven de la provincia de Chumbivilcas que abandona su cabaña rural para buscar un futuro en la ciudad de Cusco, con apoyo de su hermana (Lisbeth Cabrera) y la amistad de Richar (Yori Choa). Aquí se observará tanto la red de apoyo familiar como los trabajos y estudios de Atoqcha; o sea, el entorno complejo social antes enunciado, ante el cual el protagonista decidirá retornar a su punto de partida.

Este relato se presenta desde un punto de vista posmoderno, es decir, como una serie de capas de discurso audiovisual con los que se va “deconstruyendo” –y, de paso, mostrando– la complejidad del entorno social y humano. Así, por ejemplo, Atoqcha escucha la presentación de un docente para promover el ingreso a una universidad, pero el discurso va en sentido contrario a la idea de progreso a través de la educación superior. Luego, ya en una clase, un segundo docente recomienda a sus alumnos a dedicarse solo a los estudios, evitando las protestas que se escuchan desde la calle. Se presentan visiones conservadoras y críticas sobre la educación. 

Otros contrastes importantes son los de la actitud soberbia y clasista del ingeniero (Celso Aro Quispe) durante la fiesta luego de terminar de levantar la estructura de la vivienda, así como el que contrapone la jornada de trabajo en el campo –con una cosecha pobre– versus la labor más estimulante de albañilería y construcción en la ciudad; aunque en esta última se advierta serias falencias de seguridad para los trabajadores.

De esta forma, se entrelazan discursos contradictorios, actividades variadas y riesgos, que se van develando uno tras otro, durante el periplo vital de Atoqcha. El director transita con fluidez entre estos planos de sentido, contrastándolos, pasando de lo religioso a lo social y de allí hasta lo político; pero sin caer en el lugar común, tomando riesgos al combinar lo cotidiano y aparentemente previsible con una decisión inesperada del protagonista.   

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Aquí ya es posible advertir que esta “deconstrucción” funciona tanto en lo narrativo como en el ámbito del lenguaje audiovisual. Por ejemplo, Panatonic hace uso de planos enteros con la cámara fija, como en otras películas de corte experimental (un caso reciente es la, por otra parte, notable Reinaldo Cutipa), pero evita –o resignifica– los “tiempos muertos”; es decir, aquellos en que “no pasa nada” y en los que se pretende que el espectador “sienta” el paso de tiempo. 

Una manera de evitarlo ocurre, por ejemplo, en el dilatado plano con cámara fija en la que Atoqcha y su madre (Tomasa Sivincha Huamaní) están cosechando papas, mostrando la jornada laboral pero también en la que comentan la baja calidad del producto y otros asuntos que anticiparán la partida del joven.

Otra forma es mediante el uso del espacio en off, es decir, escenas con cámara fija en la que los personajes dialogan o actúan fuera del encuadre (no se les ve, pero sí se les escucha). Es el caso de la toma inicial de la película y otra más adelante, en las que se oyen discusiones maritales en las que las mamachas se enfrentan con sus esposos en pie de igualdad, evidenciando que, ante el machismo y amenazas de estos, las mujeres no se dejan pisar el poncho (o, más bien, las polleras).

Esta es una de las partes más divertidas del filme, aunque las expresiones no lo sean del todo, evidenciando que las visiones patriarcales son resistidas y enfrentadas por mujeres empoderadas en pie de igualdad. En consecuencia, el uso del espacio en off puede simbolizar aquellos aspectos de la realidad andina “invisibilizados”, que no están presentes en los puntos de vista unidimensionales, sesgados o simplificados sobre la diversidad de situaciones que pueden presentarse en el contexto en que se desarrolla esta obra.  

Hay otros detalles puramente humorísticos, gracias a la gran naturalidad de la interpretación que despliega la pareja de amigos –Atoqcha y Richar– en las escenas en el local de fotocopias, en la vivienda compartida (la instalación del televisor) y en otros momentos. Incluso la toma fija de una calle con dos bifurcaciones anticipa y simboliza el dilema existencial del protagonista. En todos los casos, los “tiempos muertos” se llenan de contenido, actividad o sentido.   

A todo ello hay que sumar secuencias en que se realizan actividades habituales, como asistir a clases, almorzar en grupo durante la jornada laboral o aprender a manejar un pequeño automóvil, entre otras. La tendencia a la fijeza y estabilidad en la planificación está contrarrestada en parte por algunos travellings en los que la cámara sigue a Atoqcha de espaldas en al camino al trabajo, en la calle, en la universidad (donde se detiene) o tras la camioneta que lo transporta el encuentro de su hermana (Lisbeth Cabrera), hacia el final de la cinta. Enlazando etapas del periplo del protagonista.

Gracias a ello, y al buen trabajo con los actores no profesionales, la película adquiere un alto grado de autenticidad, pese a los citados procedimientos formales poco convencionales que generan una cierta sensación de distanciamiento. En todo caso, la ironía (en el sentido de “nada es lo que parece”) se hace presente en buena parte de la cinta, tanto en el plano de los contenidos como en el del lenguaje audiovisual.  

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El principal (y quizás único) componente no irónico de toda la película es el religioso, que acompaña parte del comienzo, así como el desenlace de la obra. Este plano de sentido es al que se llega en la conclusión, luego del proceso de “deconstrucción” narrativa. 

Al inicio del filme, escuchamos un pequeño ritual de adoración a los apus (montañas), dicho y realizado en tiempo real; mientras que la “conversación” (en realidad, monólogo y brindis final) de Atoqcha ante la tumba su madre –que, asumimos, también podría representar a la pachamama– resulta tan serenamente conmovedor como inesperado.

Esta “vuelta a las raíces” se hace presente en otras cintas recientes como El huatrila de Roberto Flores, donde está asociada a la figura paterna y una tradición cultural jaujina; así como en la española Los tortuga, de Belén Funes –presentada en la Semana del Cine Ulima–, donde también la figura paterna arrastra a la protagonista a retornar al campo, luego de diversas peripecias emocionales con su madre en la ciudad. 

En suma, Kinra es una gran película que se puede apreciar por su innovadores valores culturales y estéticos, así como por su visión compleja del mundo andino, apartada de prejuicios y estereotipos. Altamente recomendable.  

Estreno comercial: 14 de noviembre de 2024


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