La ópera prima del fotógrafo ecuatoriano Misha Vallejo Prut es mucho más que un documental en el que lo familiar y lo profesional se vuelven indivisibles como luz y sombra. Es una historia de reivindicación de una estirpe previamente negada, una oda a la resiliencia de una matriarca soltera, y una prueba del poder gnoseológico y rehabilitador de la fotografía. Eco de luz (2024) se ubica a medio camino entre la mirada íntima de una película de Chantal Akerman y la idiosincrasia cultural de un relato de García Márquez, combinando una realidad familiar que supera cualquier ficción, y una fotografía analógica que realza su credibilidad mejor que la alta definición digital. Un documental que gradualmente se transforma en una experiencia profunda y reconfortante.
La luz es el componente físico esencial en la labor de Vallejo Prut como fotógrafo y cineasta, pero Luz también es el digno nombre de su abuela, una mujer que crió a cuatro hijos varones sin contar con el hombre que los engendró: un fotógrafo que ni siquiera se molestó en reconocerlos y que decidió permanecer entre las sombras. Tras pasar toda una vida aceptando el silencio y la vergüenza en torno a este patriarca ausente, Vallejo Prut decide aclarar su identidad a través de entrevistas honestas a sus familiares, incluyendo a su entrañable «mamita Luz». Pero el aspecto más original y contundente de su búsqueda radica en la extracción y contemplación del archivo fotográfico del patriarca, y en la apropiación de sus cámaras antiguas para enfocar sus lentes en esa familia que el patriarca abandonó y de esta forma, como revela el propio director, “obligarle a mirarnos, a reconocernos”.
Los planos correspondientes a este proceso artístico, además de los que retratan el entorno natural cautivante de Riobamba, constituyen las joyas del documental. En ellos se aprecia como Vallejo Prut cuidadosamente fija la lente de la cámara de video detrás de aquella de la cámara analógica y captura el proceso de preparación de retratos familiares que terminarán por ocupar su merecido espacio entre la colección de fotos del ancestro negligente. En ese sentido, Eco de luz no es solo un proyecto de memoria familiar sino también de justicia poética. Que el vidrio de la lente analógica se vea desgastado y tenga una rotura al lado izquierdo no estropea las composiciones y más bien destaca la carga simbólica de un proceso por el cual el director reconoce la huella irreparable de una negligencia paterna pero también la posibilidad de legitimar y dignificar la existencia de su familia.
Vallejo Prut también aprovecha en enfrentar y disipar las sombras en torno a su propia infancia, con un padre que no lo negó pero sí propició una ruptura familiar a causa del alcohol, repitiendo paradójicamente la ausencia del abuelo. En una notable muestra de vulnerabilidad, el director se coloca junto a su padre frente a la cámara mientras buscan fotos de ambos en un álbum familiar y, ante la escasez de estas, el primero le reclama delicadamente al segundo por su ausencia. El intercambio difícil pero sentido entre ambos evoca una pregunta que el propio director fórmula previamente–“¿qué significa ser padre?”–y sugiere que es inevitable repetir los traumas heredados. Sin embargo, y como consta en esa última toma emotiva y esplendorosa, Vallejo Prut demuestra que es posible tomar la iniciativa de perdonar y recomponer los vínculos intergeneracionales.
Entre las diversas reflexiones del director sobre identidad y fotografía, y las acogedoras viñetas hogareñas que pueblan su metraje, especialmente las fijas de origen analógico, Eco de luz se erige como una respuesta ecuatoriana a La cámara lúcida (1980) de Roland Barthes. Al igual que el libro del semiólogo francés, el documental de Vallejo Prut combina un análisis sobre el efecto emocional perpetuo de las fotos con un elogio personal a una figura materna, todo siguiendo una estructura libre y una perspectiva muy personal. Barthes sugiere que la fotografía implica “la explosión de lo privado a lo público”, y Vallejo Prut aquí precisamente comparte la privacidad de su álbum familiar con un público global, consciente de su resonancia afectiva. Es un recordatorio notable de que el cine documental no necesita ir más allá de nuestra propia condición humana para estremecernos como espectadores.
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