Megalópolis es una contradicción. Es hermosa y horrible. Intrigante y tediosa. Inteligente y estúpida. Y por supuesto, no puedo dejar de pensar en ella. De hecho, he estado pensando tanto en esta película en las últimas horas —al escribir este texto, han pasado unas tres horas desde que salí de la sala de cine—, que me hizo recordar un detalle del que no había estado consciente estos últimos meses: he leído sobre la película desde mi época escolar. Al ser un usuario relativamente antiguo de IMDb (Internet Movie Database), por años he visto la entrada de Megalopolis en la página principal de Francis Ford Coppola en dicha web. He estado leyendo trivias, relacionadas a los planos de apoyo que grabó en Nueva York poco antes del 11 de setiembre; a las posibles decisiones de casting, e incluso a lo difícil que estaba siendo producir el ambicioso y costoso film.
No es todo los días, pues, que uno logra ver una película sobre la cual ha estado leyendo desde que era menor de edad. Y lo gracioso es que Coppola ha estado pensando en producir Megalopolis incluso desde antes que mi yo adolescente se obsesionara por el mundo del cine en la Internet. Aparentemente, Francis ya había estado hablando con ciertos actores sobre el proyecto desde la década del ochenta. A fines de los noventas, se anunció extraoficialmente. Y fue en los años 2000 que la preproducción comenzó de verdad, y actores de todo tipo —desde James Caan y Oscar Isaac, hasta Zendaya y Cate Blanchett— desfilaron frente a Coppola, entrando y saliendo del proyecto, una cinta aparentemente imposible de producir. O al menos imposible dentro del sistema tradicional de estudios hollywoodenses.
Al final, ha sido el mismo Coppola —luego de vender algunas de sus acciones en su imperio de vino en Napa Valley— quien ha financiado la película: supuestamente le costó 120 millones de dólares de su propio bolsillo, más unos 12 ó 14 para marketing. Claramente, el experimentado director nunca tuvo la intención de que Megalópolis fuese un éxito de taquilla. Él simplemente quería que la película se hiciese realidad, y al estar en los últimos años de su vida —con todo el respeto del mundo, pero hay que ser realistas—, solo quería soñar; no le importaba generar ganancias, sino simplemente dejarle al mundo esta nueva historia. En ese sentido, Coppola se parece bastante al protagonista del film: un optimista empedernido, que no piensa necesariamente en los beneficios que puede obtener en el presente, sino más bien en lo que quiere dejarle a generaciones futuras.
Pero regresemos a mis afirmaciones iniciales. Porque independientemente de todo lo que Coppola ha logrado hacer; de todo por lo que ha tenido que pasar, de todo lo que ha tenido que invertir, y por supuesto, de sus buenas intenciones, no se puede negar que Megalópolis es algo… diferente. ¿Buena? No sé si se puede clasificar de esa manera. Es el tipo de película que rechaza ese tipo de juicios de valor, de hecho. No apela a un público masivo, acostumbrado a experiencias de narrativas tradicionales, lineales. Pero tampoco es lo suficientemente artsy como para satisfacer a espectadores asiduos al cine independiente, de festivales. Es un intermedio curioso; un filme ambicioso, de ideas grandilocuentes y ejecución frustrantemente irregular.
Megalópolis es una película para Coppola, y con algo de suerte, para aquellos insanos —como su servidor— que algo de valor le encuentran a tan caótica producción.
El protagonista es Cesar Catilina (Adam Driver), cuya historia se inspira en la conjuración de Catilina (claramente) y en Robert Moses. Él es un arquitecto, un científico y un genio que vive en el futuro cercano, en la ciudad de Nueva Roma, antes conocida como Nueva York. Catilina está en un conflicto aparentemente insoluble con el alcalde de Nueva Roma, Cicero (Giancarlo Esposito); primero quiere utilizar un material que inventó luego de la muerte de su esposa, el Megalón, para construir una utopía y así dejarle un mejor futuro a las nuevas generaciones, mientras que el segundo es más práctico y menos idealista, y prefiere que las cosas se queden como están.
La situación cambia, sin embargo, cuando Catilina se enamora de Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), hija del alcalde, quien se da cuenta de las nobles intenciones del arquitecto. Y en paralelo, vemos cómo la periodista de televisión Wow Platinum (Aubrey Plaza) se empareja con el tío de Cesar, Hamilton Crassus III (Jon Voight), para eventualmente hacerse de su imperio bancario. No obstante, el hijo de Crassus, Clodio Pulcher (Shia LaBeouf) tiene otros planes: él quiere heredar la fortuna de su progenitor y de paso acabar con Cesar, por lo que comienza una campaña populista para convertirse en una figura política importante en la ciudad. Todas estas líneas narrativas se van entrelazando para desarrollar un contexto en el que Cesar pueda justificar la creación de su utopía llamada Megalópolis, mientras otros van conspirando en su contra.
Cuando Coppola afirmaba por años que Megalópolis estaba inspirada en la caída del Imperio Romano, no estaba bromeando. No solo tenemos pantallas con títulos que parecen tallados en mármol e incluyen referencias a dicho período histórico, sino también está la mismísima estética de la película. Cesar cuenta con un corte de pelo estilo, bueno, César (apropiado), y en cierto momento, los personajes se van a lo que asumimos es el Madison Square Garden, para disfrutar de juegos de coliseo: carreras con carretas, peleas entre guerreros, y más. Y por supuesto, está el vestuario: coronas de laurel, togas, capas, sandalias altas. Es así que Coppola desarrolla un mundo distinto al nuestro, donde la civilización estadounidense aparentemente se desarrolló de otra manera, inspirada no necesariamente en la evolución de la cultura occidental reciente, sino más bien en imperios de hace miles de años.
Es todo fascinante y tiene sentido a nivel temático, y sin embargo, es ejecutado de forma… irregular. La construcción de este mundo, aunque interesante en teoría y en ciertas escenas (como la del coliseo, ya mencionada), en general no es del todo creíble. Coppola falla a la hora de otorgarle al filme algún tipo de atmósfera, haciendo que Nueva Roma se sienta como una mezcla de varios escenarios y locaciones inconexas: las oficinas de Cesar, el Coliseo ya mencionado y hasta un barrio pobre lleno de estatuas que se desmoronan resultan inspiradores, pero son mezclados con exteriores comunes y corrientes y apartamentos que han sido modificados muy poco para que no luzcan completamente contemporáneos. No hay consistencia, y por ende, uno nunca llega a meterse de lleno en este mundo.
Dicha inconsistencia, además, se hace evidente en el estilo visual del film. Nunca antes había visto una película tan llena de planos absolutamente bellos, y otros que parecen haber sido sacados de una producción de serie B que va directo a streaming. Secuencias como la caída de un satélite desde el espacio (la cual no tiene consecuencia alguna en las vidas de los protagonistas, dicho sea de paso), un paseo por el barrio ya mencionado lleno de estatuas que se mueven y caen, o la del coliseo, lucen espectaculares. Pero de ahí tenemos escenas con un pésimo uso del croma, efectos visuales digitales sacados de un juego para PlayStation 3, y un manejo de cámara francamente errático, con planos tiesos y hasta encuadres poco estéticos. Es casi como si ciertas escenas hubiesen sido mejor dirigidas —o al menos con más atención— que otras.
Lo cual no hace más que aumentar mi fascinación por Megalópolis. Lo que tenemos acá es una obra de optimismo puro, cuya tesis básicamente parece ser: si conversamos civilizadamente, podemos resolverlo todo. Lo cual quizás es cierto en teoría, pero históricamente se ha demostrado no es muy factible en la práctica. Cesar es el vocero de las ideas de Coppola, un optimista que está seguro que es posible construir una utopía donde la ciencia, la salud, el arte y la creatividad podrían florecer. Y Coppola parece estar seguro de que un par de discursos y un uso visualmente interesante de un elemento recién inventado que al parecer lo puede todo, podrían convencer a miles de personas de cambiar y aceptar ideas locas. Es loable y claramente viene de un lugar apropiado, pero se siente exageradamente naif. Como teorías que vienen de un lugar de privilegio, o dicho de manera mas cruda, de alguien que no conoce mucho de los problemas reales de gente menos privilegiada.
Pero bueno, al final es la perspectiva de Coppola, y no puedo dejar de admirar que haya gastado más de cien millones de dólares para realizar este experimento lleno de efectos visuales de calidad irregular, actuaciones exageradas y giros narrativos inexplicables. No tiene caso pedirle coherencia a Megalópolis, y si uno acepta eso desde un inicio, no tiene por qué pasarla mal. La ciudad que Cesar planea crear no se ve particularmente práctica; personajes entran y salen sin mayor explicación (pregúntenle, sino, a Laurence Fishburne y Dustin Hoffman); cierto protagonista sufre un violento atentado, pero sus heridas se arreglan en como cinco minutos; y revelaciones con algo de potencial, terminan siendo poco relevantes o hasta inconsecuentes. Se nota que Coppola no estaba interesado en la trama de Megalópolis, sino más bien en el mensaje.
No sé si las actuaciones podrían considerarse como tradicionalmente buenas, pero al menos son interesantes. Adam Driver ha estado demostrando estos últimos años que es un actor interesado en arriesgarse y trabajar con cineastas de visiones intransigentes (chequeen su filmografía, sino), por lo que no debería sorprender que haya aceptado trabajar junto a Coppola. Lo que hace Driver es interpretar a Cesar como un hombre frío, arrogante, que dice ser un genio porque realmente lo es, y que de alguna forma encuentra en Julia una musa que le permite mejorar y trascender. Cesar es casi como una figura idealizada; una suerte de salvador que lo va a resolver todo por sí mismo, y que tiene que ganarse la confianza de la gente gradualmente para hacer su trabajo. Driver hace mucho con un rol poco humano, incluso cuando se le pide que recite discursos sacados directamente de Hamlet, actúe como drogado, o tenga que convencer a otros de que vale la pena destruir el hogar de gente pobre para cumplir con sus sueños.
Por su parte, Emmanuel comienza el filme luciendo un poco perdida, pero poco a poco va agarrando confianza. Giancarlo Esposito está genial, como siempre, interpretando a Cicero como un político estancado en el aquí y hora, quizás no de malas intenciones ni corrupto, pero sí completamente opuesto a lo que Cesar quiere hacer. Por otro lado, Aubrey Plaza es, efectivamente, Wow Platinum; una mujer sensual, manipuladora y ambiciosa, un arquetipo ligeramente sexista que aquí funciona. Los cancelados Shia LaBeouf (campy, enérgico) y Jon Voight (cansado y confundido, excepto cuando le dice a Plaza que chequee “esta erección que tengo aquí”) destacan en roles importantes, y Laurence Fishburne hace tanto del chofer de Cesar, como del narrador de la “fábula” que Coppola nos presenta. Talia Shire, Jason Schwartzman, Grace VanderWaal, Chloe Fineman (de Saturday Night Live) y Dustin Hoffman tienen lo que más bien se podría considerar como cameos. James Remar tiene un rol también, se supone, pero ni recuerdo haberlo visto en la película.
Al final, no me arrepiento para nada de haber visto Megalópolis en el cine. De hecho, que se haya estrenado en salas de Lima es un pequeño milagro (y dudo mucho que vaya a durar más de una semana en cartelera). Lo que tenemos acá es una ambiciosa fábula de buenas intenciones, actuaciones variopintas, humor tanto intencional como involuntario, efectos visuales irregulares, y diálogo cuestionable. A veces hermosa, a veces horrible; inspirada en mitología, historia, filosofía y teatro, pero también en la estética digital del cine de superhéroes del siglo XXI; enérgica en algunas instancias, pero tediosa en otras: Megalópolis es muchas cosas, la mayoría de ellas contradictorias y confusas. Se nota que fue escrita a lo largo de varias décadas, y que fue dirigida por un cineasta mayor, quizás desfasado en sus ideas y en su percepción del mundo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar ella; necesito escribir y conversar sobre la película. Y considerando que eso es precisamente lo que Coppola quería generar, ¿cómo llamar a Megalopolis un completo fracaso?
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